‘Sálvame’: la tumba del fascismo ¿o la cuna?

‘Sálvame’: la tumba del fascismo ¿o la cuna?

La izquierda y el Gobierno amparan una cultura sociopolítica entregada a las emociones y a la irracionalidad, a lo más instintivo entre lo humano, en consonancia con su defensa de la identidad y del nacionalismo

Si hemos de creer en sus palabras, la mayor derrota cultural de la izquierda no es la extensión del etnicismo en su peor versión: como justificación de la pertenencia a las comunidades políticas. Ya saben: somos diferentes y, por tanto, no queremos votar ni redistribuir con quienes no comparten nuestra identidad. Exactamente lo opuesto a la nación de ciudadanos, de una ley común que asegura igualdad en libertades y derechos. Nuestra izquierda se ha entregado fanáticamente al ungaunga y el resto son solo corolarios de ese principio: la ocupación de las instituciones, para allanar el camino a los secesionistas; la ruptura de la unidad fiscal y distributiva, incluido el impuesto a los ricos, que no alcanza a los ricos con RH-; la descalificación de la justicia (un vicepresidente de Gobierno sosteniendo que tenemos «presos políticos»); la consolidación del poder despótico, despreciando al Parlamento de todos y patrimonializando lo común (desde el Zapatero del «os daré el Estatuto que queráis», hasta el Sánchez de «tranquilo, Aragonés, no recurriremos al incumplimiento de la sentencia del 25% de clases en español»). Lo peor es que la izquierda ha extendido ese cuento al paisaje político, sin que la derecha reconociera el orden causal, la raíz última del mal: el axioma, no los teoremas.

La verdadera derrota cultural, dicen, es otra… la desaparición de Sálvame, un programa de televisión, lo llaman. Según contó el mes pasado su presentador, Vázquez, muy afectado por perder su empleo de 14 años, el presidente de Gobierno lo llamó para mostrar su preocupación y tomar un café. Empatía, se llama la figura. Pacientemente, otros desempleados esperan su turno. El presentador, por su parte, quedará bien servido de sobremesas. Porque Sánchez no fue el único en mostrar su desconsuelo. Vázquez también recibió llamadas de ánimo de Yolanda Díaz, Mónica García, Íñigo Errejón, Miquel Iceta, Gabriel Rufián, Pablo Iglesias, Irene Montero y Ada Colau: la izquierda unida jamás será vencida. Todos ellos defendían Sálvame en nombre de la cultura popular, nos dijeron las crónicas.

Cuando leí la noticia no pude menos que pensar en los primeros socialistas yanarquistas, en sus esfuerzos por formar a los trabajadores, cuando empeñaban talentos y recursos para que estos dispusieran de bibliotecas y pudieran asistir a obras de teatro, recitales poéticos, clases de ciencias y de lenguas, en particular de esperanto, que eran internacionalistas. Me acordé, en fin, de las casas del pueblo y los ateneos obreros, donde se podía aprender a leer y las cuatro reglas. Qué mala tarde pasé pensando en aquello.

Porque aquella izquierda siempre se tomó en serio la enseñanza pública. Y no para adoctrinar. Ni sombra de intromisiones ideologizadas en nombre de Dios o de extravagantes colectivos. Como siempre hay un majadero de guardia, quizá no esté de más citar al mismísimo Marx en su Crítica al Programa de Gotha: «Eso de educación popular a cargo del Estado es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y, como se hace en los Estados Unidos, velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado; y otra cosa completamente distinta es nombrar al Estado educador del pueblo! Lo que hay que hacer es más bien substraer la escuela a toda influencia por parte del gobierno y de la Iglesia. Sobre todo en el imperio prusiano-alemán (y no vale salirse con el torpe subterfugio de que se habla de un Estado futuro; ya hemos visto lo que es este), donde es, por el contrario, el Estado el que necesita recibir del pueblo una educación muy severa».

El pasaje deja clara la intención última de los socialistas clásicos, bien lejos de la complaciente entrega a la cultura «popular» invocada por nuestra izquierda, de ese populismo que, en comparación, convierte en Aristóteles a Solís, aquel ministro franquista del «más deporte y menos latín». Aquellas gentes se tomaban en serio la emancipación, la aspiración a escapar a las determinaciones de origen, a la identidad y la biografía, comenzando por la pobreza. «Del pasado hacer añicos», rezaba el verso de La Internacional. Y en eso era importante la educación. No buscaban imponer un modo de vida, sino asegurar las condiciones materiales e intelectuales para que cada cual pueda «imponer dirección y sentido a la vida» y no «dejar que la vida les viva», como diría Cernuda. Nada más lejos de esa cultura popular de Sálvame que defiende nuestro Gobierno, entregada a las emociones y a la irracionalidad, a lo más instintivo entre lo humano. En consonancia con su defensa de la identidad y del nacionalismo: las tiranías del origen.

Permítame el lector una digresión para mejor sopesar la exacta medida de la demencia. Desde el punto de vista del disfrute cabe reconocer dos tipos de actividades: de consumo y de autorrealización. Las primeras, entregadas al corto plazo y la miopía como la del niño que prefiere un caramelo ahora a 10 en una hora, no requieren esfuerzo, porque resultan placenteras desde el principio. La satisfacción aumenta rápidamente con la cantidad consumida, aunque llega un momento en el que la siguiente unidad añade poco o nada. En el léxico de los economistas: disminuye el bienestar marginal. Es el caso de los consumos más primitivos y envilecedores. Sálvame. O de las decapitaciones en plazas públicas.

Sucede lo contrario con las actividades autorrealizadoras: el aprendizaje de un instrumento musical o de una disciplina complicada, el cultivo de una práctica deportiva sofisticada, la ejecución de una obra de arte o el desarrollo de una idea. La del volteriano hombre que cuida su jardín. Al principio resultan fatigosas, inciertas y poco retributivas. Por seguir con el departamento televisivo y con la cobardía del ejemplo, que diría Pessoa: La ClaveEstudio 1 o Cosmos. Para disfrutar de debates informados, buen teatro o solvente divulgación científica, se impone un inevitable tránsito por modestos desiertos, superar unas tarifas de ingreso: para ordenar una información inicial que permitiera seguir la conversación; para hacerse con la trama y los personajes; con los elementales conocimientos.

Algo parecido se cumple con las conversaciones inteligentes, la lectura de una novela medianamente compleja o el aprendizaje de un oficio, los quehaceres del «hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto -un zapato, un sombrero, una guitarra-», tan admirado por Machado. Y, si quieren, de la mejor empresa amorosa. Reclaman un esfuerzo que no conoce recompensa inmediata. Con el tiempo, como resultado del propio ejercicio, se alcanza algo parecido al mejor bienestar. Eso sí, la educación del gusto o de la técnica es trabajosa, requiere voluntad: uno se esfuerza ahora en nombre de lo que cree que obtendrá mañana pero que, ahora mismo, apenas alcanza a entender. Si no se rinde, puede acabar por disfrutar del trajín. Y demandará más unidades del bien. Un niño no exige aprender a leer porque cierto día se emocionará con Cervantes. Solo quien ha estudiado matemáticas tendrá disposición para seguir estudiándolas. De eso va la mejor educación, la verdaderamente emancipadora. Nos enfrenta a retos que nos mejoran. Que nos liberan, si quieren.

No ignoro los peligros de manejar consideraciones tan generales -que no quiere decir vagas; al revés, lo abstracto es más preciso que lo particular- al analizar la sucia política. Pero algo ayuda. Y de hecho, a sabiendas o no, la izquierda, en sus mejores horas, parecía tenerlas en cuenta. Hagan un modesto experimento mental: imaginen la reacción de socialistas o comunistas -y de los españoles en general- hace 40 años, si de un día para otro hubieran asistido a un programa como Sálvame. Nos habríamos quedado perplejos.

Para hablar de esas cosas, los más listos -o los de sabiduría impostada- recurrían a palabras como alienación. No me cuesta imaginar a Julio Anguita diciendo: «Dejen de insultarnos con ese programa». Quizá, por seguir con el fantaseo, aquel buen hombre habría echado de menos que las cosas no fueran como en los países del llamado socialismo real, en donde los libretos de ópera se compraban en las esquinas. Una nostalgia equivocada, sin duda. Quizá como mi aspiración a recuperar a la izquierda de siempre, esa que Podemos y su estela se han encargado de eliminar. Pero creo que no. Todavía creo que no.

El Mundo (16.06.2023)