Democracia, ¡cómo te queremos!

Democracia, ¡cómo te queremos!

Las elecciones francesas confirmarían la crisis de la democracia liberal. No podemos ignorar sus achaques. La autocomplacencia es la peor disposición para abordar racionalmente los problemas colectivos.

Cuando los resultados no gustan, aparecen los cordones sanitarios y nos olvidamos de la consigna, tantas veces repetida durante meses en España: debe gobernar el que más votos obtenga. Mejor Macron, el último, muy último, si le descontamos los votos prestados. Las elecciones francesas confirmarían la crisis de la democracia liberal. Nada nuevo. Cada 50 años, con la regularidad de las estaciones, una oleada de literatura recuerda sus achaques. Hace 100 años (Ortega, Pareto, Michels, Weber, Schmitt, Kelsen), hace 50 (Crozier, Huntington. Watanuki, Pateman) y también ahora mismo. La ola bibliografía más reciente la ha inventariado Emmanuel Todd, sociólogo serio por demógrafo, en su imprescindible La derrota de Occidente. Con una tesis coincidente: la democracia presenta problemas. Montones de libros. Y eso que no incluía uno de los mejores, el de Adam Przeworski, La crisis de la democracia.

Como si lloviera. Imperturbables, seguimos encantados con ella. Nos pasa lo mismo que con tantas rutinas: nos parecen bien sin que sepamos por qué. Y cuando caemos en ello, como no soportamos hacer algo sin razones, lo llevamos mal. La reacción inmediata -de ello hay hasta evidencia neurológica- es recrear como decisión meditada lo que no es más que historia decantada. Mentirnos. Sucede con los matrimonios, los trabajos y las hipotecas. Decoramos retrospectivamente como elecciones la conjunción azarosa de circunstancias que rige nuestras vidas. Se comprobó en Seattle y en Denver, cuando, después de introducir una suerte de renta básica, muchas parejas se divorciaron. Seguro que si les hubieran preguntado dos días antes la introducción de la medida se habrían mostrado muy satisfechas con su matrimonio. Cuando no podemos cambiar el mundo, lo pintamos de rosa.

Algo parecido sucede con la democracia. Y, en consecuencia, no faltan teorías acerca de sus bondades. Algunos invocan la libertad, aunque cuesta imaginar un sistema más tiránico que aquel en el que todos pudieran votarlo todo, incluido lo que cada cual debería comer o vestir. Por eso, los liberales clásicos, para quienes la mejor sociedad es aquella con mínimas intromisiones, desconfiaban de la democracia. Por una razón parecida no daban por buenas la defensas, más o menos kantianas, que invocan el autogobierno, según las cuales, en democracia nos sometemos a la ley que nosotros mismos nos damos. Bonito, pero improbable o, más bien, necesariamente falso. Cuando las decisiones se toman por mayoría, siempre habrá minorías sometidas a la voluntad ajena. Un par de premios Nobel de Economía (Arrow, Sen) ha convertido estas dudas en teorías precisas.

Otra defensa clásica equipara las decisiones democráticas a las mejores decisiones o, si quieren, a las más justas. El argumento último resulta atendible: ponderadas en un debate las propuestas, vencerían las avaladas por mejores razones. Más o menos, como en la ciencia. El cuento también suena bien; pero, si resulta ingenuo para describir el funcionamiento de las comunidades científicas, en el caso de la política es pura fantasía. En los parlamentos contemporáneos no hay deliberación alguna. Casi siempre se impone el logrolling, el chalaneo. España es el mejor ejemplo, es decir, el más repugnante. Los nacionalistas, que solo responden a sus clientelas locales, votan en favor de propuestas que afectan a todos los españoles pero que a ellos les traen sin cuidado -y hasta con mucha satisfacción cuando erosionan la nación común- y las apoyan a cambio de otras medidas destinadas a consolidar sus privilegios. A veces, incluso peor: en un paquete de leyes económicas, se incluye, de rondón, una sobre la amnistía. Y a votar. Las leyes ómnibus. Sin que asomen debates y razones. Solo cuenta el poder negociador de cada cual.

Una línea de justificación más reciente establece una comparación con el mercado. La competencia electoral aseguraría el triunfo de las mejores ideas o -en otra versión- de los mejores gestores. Los políticos, para asegurarse el Gobierno, han de obtener más votos y, para ello, estarían obligados a atender las preferencias, los intereses, de una mayoría de ciudadanos. Se trata de una defensa más cínica o, si prefieren, realista. No presume vocación cívica en los políticos ni en los ciudadanos: los primeros quieren el poder y los segundos que se atiendan sus intereses, estén justificados o no. Para una variante todavía más austera de esta perspectiva, el sistema de competencia, aunque no identifique a los mejores, ayuda a penalizar a los peores, a deshacernos de los malos gestores. La interpretación más decorosa de esta línea argumental -que tiene su clásico en The Federalist Papers, facturados por algunos de los padres fundadores de EEUU-, sostiene que los ciudadanos, mezquinos e ignorantes, con sus votos, serían capaces de identificar a «un órgano electo de ciudadanos, cuya sabiduría mejor pueda discernir los verdaderos intereses de la nación y cuyo patriotismo y amor a la justicia tenga menos probabilidades de ser sacrificado por consideraciones parciales o circunstanciales» (Madison).

El argumento está lejos de funcionar. Ni siquiera en el mercado. Sí, en este, la competencia, a veces, asegura la victoria de los mejores. Aunque no sepamos cocinar, al escoger un restaurante penalizamos a quien lo hace mal. Pero ese mecanismo no siempre está bien engrasado. Los mercados reales presentan problemas de asimetría informativa que los hacen ineficientes. Usted, ante su mecánico, médico, abogado, fontanero o informático, está vendido. Ellos deciden lo que le venden y no tienen incentivos para darle buena información. Pero sí, ocasionalmente, sucede en economía. En política, nunca. El mercado político, que también participa de esos problemas de información, nada tiene que ver con los mercados de competencia perfecta. En la parte de la demanda, para empezar, los consumidores-votantes están lejos de tener preferencias racionales e informadas. Y en la de oferta, no hay parecido ninguno: los programas no son cartas en donde uno puede escoger el plato que le gusta, sino paquetes completos, menús, en donde rige la ley de las lentejas, las tomas o las dejas. Otros problemas son más crueles, como las enormes barreras de entrada, prohibiciones virtuales de acceso al mercado. No todos pueden ofrecer sus ideas a los ciudadanos, sino solo aquellos que tienen recursos para presentarse ante la opinión pública. Trump y Biden. Las buenas ideas, sin dinero, ni se conocen.

Si la democracia no asegura la libertad, las mejores decisiones ni la selección de los más excelentes, ¿dónde radica nuestra confianza? Podemos repetir una y mil veces el conjuro de «es el peor sistema, exceptuando todos los demás», pero me temo que ese «argumento» no es más que una petición de principio, un porque sí. Ni siquiera es seguro que convenciera a su autor, Churchill, al menos, aquel 20 de enero de 1927 en Roma, cuando elogió al régimen de Mussolini como «el mejor antídoto contra el virus ruso».

Las dificultades anteriores no nos han pasado desapercibidas. Y, discretamente, mientras elogiábamos el sistema democrático, a la vez, con la creación de instituciones de remota legitimidad democrática, como los tribunales constitucionales o los bancos centrales, hemos ido arrebatando muchas decisiones importantes a la voluntad ciudadana. Esas instituciones contramayoritarias conjurarían las tentaciones suicidas de la democracia, nos dicen los mejores filósofos del derecho. Cierto, como también lo es que, como en tantos procesos e instituciones sociales, aparezcan imprevistos efectos perversos y, al final, el remedio resulte peor que la enfermedad. Y es que tales instituciones -sin legitimidad democrática, no se olvide- son fuente de nuevos problemas: la interpretación de las leyes otorga, de facto, competencia legislativa a los tribunales; y los bancos centrales no resultan impermeables a la influencia de los poderosos. Como tantas veces, las soluciones están en el origen de otros problemas. Como los psicólogos y los terapeutas de parejas, para que me entiendan.

Las anteriores consideraciones, tan pesimistas, no suponen una condena de la democracia. Si me permiten, la moraleja, si una hay, es modestamente epistémica: la autocomplacencia es la peor disposición para abordar racionalmente los problemas colectivos. Adornarnos en los errores pasados es la vía más segura para repetirlos. «Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir», reclamaba Unamuno en Adentro. Como en la vida, la primera obligación es no mentirnos con la ya vivida. Con el pasado. Y no es buena estrategia, porque, siento tener que informarles, no somos inmortales. De momento.

El Mundo (11.07.2024)