Escenarios de confrontación en Barcelona

Escenarios de confrontación en Barcelona

Del paisaje sociológico de estas manifestaciones se atisba la perspectiva de una inquietante radicalización y cronificación del conflicto y el fundado temor que Cataluña se encamine hacia una sociedad fracturada como en Irlanda del Norte o Bélgica con dos comunidades separadas que se profesan un odio mutuo. Ojalá no sea tarde para evitarlo.

El pasado fin de semana las calles de Barcelona han sido el escenario de la profunda división de la sociedad catalana escindida en dos bloques antagónicos. El sábado por la tarde tuvo lugar la manifestación independentista, organizada por ANC y Òmnium Cultural, contra la sentencia del procés que transcurrió de modo pacífico y reunió, según la Guardia Urbana, a 350.000 personas por debajo de las cifras de anteriores convocatorias. Posteriormente, muchos participantes de la marcha se unieron a la concentración de los CDR, frente a la Jefatura Superior de Policía en la Vía Layetana a la que acudieron 10.000 manifestantes y que degeneró en graves disturbios, tras una semana de relativa calma.

El domingo por la mañana se celebró la manifestación convocada por Sociedad Civil Catalana, que contaba con el apoyo de los partidos constitucionalistas PP, Cs y PSC que reunió a 80.000 personas y donde VOX no había sido invitada.

Entre ambas manifestaciones, el sábado al mediodía, la plataforma Parlem-Hablemos, partidaria de tender puentes entre ambos bloques e impulsada por sectores de la izquierda no independentista convocó una concentración que sólo reunió un centenar de ciudadanos. Una cifra que contrasta con las 5.500 personas reunidas hace un par de años que expresa cómo ha crecido la polarización en el interior de la sociedad catalana y la ruptura de puentes de diálogo entre ambos bloques.

La manifestación de ANC y Òmnium fracasó en su pretensión de “transversalidad”; es decir, de ir más allá de la fronteras del independentismo y atraer a sectores no estrictamente secesionistas pero disconformes con la sentencia. El perfil de los asistentes a la manifestación fue el habitual en este tipo de movilizaciones: las clases medias catalanohablantes, formateadas ideológicamente durante el pujolismo que actuó como un fuerte factor de homogenización identitaria, con sus incansables campañas centradas en la lengua, vehiculadas a través del sistema educativo y los medios de comunicación públicos y concertados de la Generalitat, aderezadas por el sentimiento de superioridad étnica y social respecto a España. Se trata de personas de mediana edad, muchas de las cuales han participado sin desmayo en todas las movilizaciones convocadas por las citadas entidades secesionistas. En este sentido, el independentismo resulta la fase superior del pujolismo.

En la concentración de la Vía Layetana participaron adolescentes y jóvenes formados en la retórica procesista, que prometía la independencia exprés y a bajo coste, como la panacea que resolvería mágicamente los graves problemas del país, exasperados por la crisis financiera del 2008 que castigó severamente a esas clases medias. El fracaso de la vía unilateral pacífica ha provocado una enorme frustración y la convicción en estos sectores que la vía pacífica no conduce a ninguna parte.

El movimiento independentista se jactaba que, en sus multitudinarias manifestaciones, no quedaba un papel en el suelo y no se rompía una papelera. Ahora, en una suerte de inversión hegeliana, durante unas noches convulsas han arrasado el Centro de Barcelona, precisamente los distritos que votan por opciones secesionistas. El brutal choque con el discurso cívico y pacífico de ANC y Òmnium, condujo al presidente vicario de la Generalitat, Quim Torra, a negar la realidad y afirmar que los responsables de los disturbios eran “infiltrados y provocadores”. La evidencia que se trataba de jóvenes independentistas – de nuestros hijos- ha provocado una reorientación del discurso mediante el cual se exoneran los actos vandálicos y la carga de la responsabilidad de los disturbios se desplaza a los excesos policiales. De modo que se acaba justificando la violencia juvenil como la respuesta adecuada a un Estado autoritario y demofóbico que se niega a escuchar las legítimas reclamaciones del pueblo catalán.

En la manifestación constitucionalista participaron mayoritariamente ciudadanos de la clase trabajadora de origen inmigrante, residentes en los barrios de la periferia del área metropolitana de Barcelona y de lengua vehicular castellana. Unos sectores que tras la crisis industrial de los 80, que quebró la espina dorsal del otrora combativo movimiento obrero, experimentaron un acelerado proceso de deestructuración y aculturación, prácticamente invisibilizados en el marco de la creciente hegemonía cultural, ideológica y política del nacionalismo conservador. Se trata de un movimiento reactivo que, a duras penas, se ha articulado como respuesta al proceso independentista que perciben como una amenaza. Unos sectores que tradicionalmente votaban a partidos de izquierda pero que ante la inoperancia de ésta para combatir el ascenso del secesionismo, apoyaron masivamente a Ciudadanos en las pasadas elecciones autonómicas; pero que desde las anteriores generales parecen volver a otorgar su confianza al PSC.

El movimiento independentista, hasta la fecha, no ha logrado ninguno de sus objetivos, excepto exasperar la dualidad identitaria, lingüística y social característica de la Cataluña contemporánea que durante la etapa autonómica del nacionalismo catalán había permanecido oculta, tras los cantos de sirena de la consigna de un sol poble que ahora ha estallado en mil pedazos.

Del paisaje sociológico de estas manifestaciones se atisba la perspectiva de una inquietante radicalización y cronificación del conflicto y el fundado temor que Cataluña se encamine hacia una sociedad fracturada como en Irlanda del Norte o Bélgica con dos comunidades separadas que se profesan un odio mutuo. Ojalá no sea tarde para evitarlo.  

El Correo (4.11.2019)