Pactar en el desierto

Pactar en el desierto

Se puede ser consistente en la inconsistencia. Es el caso de nuestro degradado PSOE, desde aquel memorable “los independentistas no pueden ser en ningún caso aliados nuestros, ni para una moción de censura”, de Ábalos, hasta los recientes “con Pablo Iglesias a ningún lado” o “no voy a permitir que la gobernabilidad de España descanse en partidos independentistas”, de Sánchez. No se trata de correcciones de programa ante cambios en el mundo como la de Zapatero en mayo del 2010, asumida incluso con épica: “cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”. Sánchez anda más cerca, si acaso, de las inconsistencias pragmáticas del propio Zapatero cuando, en los mismos días en los que –naturalmente avalado por estudios de disciplinados académicos— se escandalizaba ante la crispación del PP, convenía en la necesidad de crispar a la opinión pública en obsceno compadreo con un periodista propicio a las homilías. Pero ni siquiera: la “pillada” con Iñaki Gabilondo, amén de mostrarnos las sórdidas entrañas del buenismo, se podía cargar en la contabilidad de las escaramuzas de campaña.

Sánchez se mueve en una dimensión nueva, desprendida de cualquier convención moral. Al modo del Übermensch nietzscheano, la voluntad de poder determina lo que es bueno. Repárese en que sus compromisos, esos que desprecia a los quince días, son precisos e incondicionales: “en ningún caso”, “a ningún lado”. Sin reservas ni cautelas epistémicas, como aquella tan sutil de González: “OTAN, de entrada, no”. Sánchez sostiene con igual rotundidad tesis estrictamente contradictorias. Es imposible que tales transiciones sean resultado de descuidos o de racionalizaciones, uno de esos autoengaños que a los mortales comunes nos permiten transitar por nuestras modestas cobardías o incoherencias. Le da todo igual. Se desenvuelve con soltura en las esquinas más turbias de la democracia, allí donde se trafica con mentiras, y se recrea en ellas sin que le importen los destrozos institucionales. Un Bilardo del juego político.

Según algunos, esos son los mejores mimbres de los políticos. El egoísmo sin reservas. El maquiavelismo, dicen algunos que han frecuentado poco la obra del genial florentino. Convendrían con Proust en que “los egoístas siempre tienen la última palabra”. Sánchez vendría a ser la versión más depurada del condottiero ideal en tiempos de posverdad. Y otros pocos incluso lo encuentran buena cosa. Al cabo, los egoístas son previsibles. Sabemos a qué atenernos. Y es cierto que asumiendo el egoísmo gestionamos el mundo: se suben los tipos de interés anticipando que millones de personas procuran por sus intereses y hasta se descartan guerras bacteriológicas con virus que ignoran las fronteras.

Pero esa previsibilidad tiene sus inconvenientes. También para el egoísta. Imaginen que atravesando el desierto se tropiezan con un Sánchez que, a cambio de su ayuda, les promete el oro y el moro en cuanto vuelva a casa. En ese momento solo le puede ofrecer su palabra. Un egoísta sin reservas, una vez en casa, no tendrá razones para cumplir su compromiso. Si usted sabe con quién está tratando y él sabe que lo sabe, la conversación ni siquiera tendrá lugar. La única salida es que el hipotético Sánchez le confiese un acto vergonzoso o lo cometa ante usted: si él no cumple su palabra, usted podría amenazarlo con revelar su infamia. Como en el chiste del dentista hará lo debido bajo presión. Un modo de sostener el compromiso moral en la indecencia.

No debemos escandalizarnos porque la confianza repose en la miseria. La política realmente existente no es un foro de exposición de razones cribadas por valores comunes, en el que se imponen los mejores argumentos. Anda más cerca de un combate reglado en el que rige la fuerza y, si acaso, la negociación. Los chantajes son la forma normal de conversación. Y en ese género Sánchez es el rey. Su “no hay plan B”, eliminando toda alternativa de las opciones manejables, para forzar el dilema “o yo o el caos”, que acaba por presentar como “o España o los muertos”, es una operación maestra. Que, además, consiga imponer ese chantaje como acto patriótico, después de sus cambalaches con los nacionalistas, entregados devotamente al caos para despreciar a España, tiene su aquel.

El problema es que, por esa pendiente, si ya nada importa, llegados a casa, la amenaza se desactiva. Sin paisaje moral sancionador, no cabe el chantaje de pasear las vergüenzas. A Al Capone le daba lo mismo que se supiera que se retrasaba en los pagos de la comunidad de vecinos. Y cuando eso se da por sabido, los acuerdos ni se contemplan. Un problema para el Übermensch: Sánchez es el mayor problema de Sánchez. Llegada esa hora Sánchez se queda en Pedro, el mentiroso del cuento. Ya saben cómo acabó.

El Mundo (19.05.2020)