Los impuestos no son un robo

Los impuestos no son un robo

El debate sobre los impuestos muestra que hay una izquierda racional. Y una derecha que reclama inquietantes cierres de filas.

La tesis es conocida. El Estado nos confisca lo ganado con nuestro esfuerzo. Si en el régimen señorial los siervos entregaban parte de su cosecha o de su jornada, Hacienda cumpliría funciones parecidas en nuestra era, cuando nos arrebata mediante impuestos lo obtenido con nuestro trabajo o nuestras inversiones. Una vez hemos recibido lo merecido, lo que se corresponde con nuestros esfuerzos, aparecería el Estado disponiendo de lo que no es suyo. Al obrar de ese modo, además de expoliarnos, se entrometería en nuestras vidas y limitaría nuestra libertad.

A todos nos suena la música. Puro sentido común, dirán algunos. Sin duda. Desafortunadamente, el sentido común no siempre atina. También es de sentido común que el sol da vueltas en torno a la Tierra, que la Tierra es plana y que los cuerpos caen. Todo muy evidente y todo equivocado. Y es que el sentido común tiene trastienda, presunciones. El sentido común es otra forma de teoría: una teoría que ignora que lo es y, casi siempre, falsa. En economía, con mucha frecuencia. Algo de eso sucede con el párrafo anterior, que también se sostiene en endebles supuestos implícitos.

La tesis del robo presume que nuestros ingresos son los debidos. Solo si nuestros ingresos son los correctos cabe hablar de robo o confiscación. Debidos se puede entender de dos maneras, no estrictamente excluyentes: como naturales o como justos. Según la primera, nuestras retribuciones son normales o naturales, al modo que decimos que es normal (y natural) que los hijos se parezcan a sus padres o que los seres humanos tengan dos ojos. Se trata de normalidades en el sentido de que están previstas por el curso de los acontecimientos, aunque se pueden alterar por una mutación genética o por un acto violento, por ejemplo. En nuestro caso, las intromisiones mediante impuestos o robos alterarían artificial -e injustificadamente- el curso natural de la vida social.

De acuerdo con la segunda interpretación de ingresos debidos, nuestras retribuciones se corresponden con lo que merecemos, con lo justo: serían las que deben ser, al modo como decimos que es justo que el mejor estudiante obtenga la mejor nota o que es justo que se castigue al criminal. Obsérvese que en cierta interpretación la calificación de natural excluiría la de justo: si natural se entiende como inevitable, que no puede ser de otro modo, no cabe valorarlo, decir que está bien o mal. Nadie diría que la trayectoria de los planetas es justa o inmoral.

Empecemos con la primera idea. Para empezar, no es asunto fácil dilucidar en qué consiste una retribución natural. Algunos de los problemas tienen que ver con la adjetivación de natural. Por lo general, cada vez que se invoca lo natural debemos desconfiar. Suele ser un modo de rehuir precisiones. Así ha sucedido, por ejemplo, con las apelaciones a los derechos naturales: la tesis de que normas y derechos están -de alguna manera, y ese es el asunto peliagudo- asociados a la naturaleza humana (o a Dios) y, por tanto, son anteriores a cualquier derecho establecido.

Las retribuciones naturales se pueden entender, y se entienden, en primer lugar, como una defensa de distribuciones preinstitucionales, anteriores a la intromisión impositiva del Estado. Existiría una distribución natural, como decimos que es natural que la semilla acabe en árbol, aunque quepa abortarla. La distribución natural se asociaría al mercado y la artificial vendría después, cuando el Estado interviene: una suerte de carcasa institucional, leyes e intromisiones que malbaratarían el normal y correcto orden del mundo. Desde esta perspectiva, la producción, las retribuciones o los intercambios parecerían procesos metabólicos, instalados en un mundo ajeno a las instituciones o al derecho.

Obviamente, no es el caso. También el mercado es artificio. El mercado, los intercambios, los procesos de producción operan dentro de -mejor, son- marcos institucionales que rigen el acceso a la propiedad, las condiciones de trabajo, los intercambios legítimos y la distribución de producto social. Uno no puede hacer lo que quiere con su casa o su coche. En su casa no puede instalar un laboratorio de anfetaminas o derribar un muro de carga y, con su coche, no puede ir por la acera, atropellar niños o conducir de noche con las luces apagadas. Los intercambios están perfectamente regulados. No se puede comprar un esclavo, vender un ojo, alquilar a un asesino, subastar cargos públicos, votos o sentencias judiciales. La trama jurídica que sostiene al mercado constituye un paisaje tan artificial como cualquier otra institución humana y, por ende, tan susceptible de ser valorado como justo o injusto.

En otro sentido, se entiende retribución natural -y debida- al modo en el que Adam Smith habla de «precios naturales», como precios de equilibrio. Los salarios de mercado serían naturales como 36,5ºC es nuestra temperatura normal. En el caso que nos interesa la distribución natural como justa vendría a ser la que retribuye a los distintos factores de producción (tierra, trabajo y capital, la clásica tríada) según su aportación: el salario se corresponde con la aportación del trabajador. Una consideración no exenta de problemas. Primero, porque distribuir en proporción a lo que se aporta está lejos de ser natural, en el sentido de lo más extendido o de siempre. A lo largo de la historia, y aún hoy, los recursos se han repartido atendiendo a las necesidades (familia), rango social (sociedades estamentales), fuerza (mafia, invasiones), color de la piel o sexo (el clásico: Boulding, La economía del amor y del temor). No se ve por qué estos criterios son menos naturales que la distribución de acuerdo con la contribución. Y, por cierto, para afirmar que son menos justos hay que admitir que no son naturales, habida cuenta de que si algo es natural es que no puede ser de otro modo. Y si no puede ser de otro modo, no cabe decir que es justo o injusto.

Pero, en todo caso, incluso si aceptamos que es natural y hasta justo distribuir según la contribución, no está muy claro cómo se determina la contribución natural o justa. Dos respuestas son las más comunes. La primera remite a la producción. Según esta versión, el mercado, en competencia perfecta, garantizaría que a cada factor productivo se le retribuya por lo que aporta, por su productividad. La segunda apunta al consumo, a la demanda: los ingresos se corresponden con el valor que lo la sociedad otorga a la actividad. Así, los precios de mercado de cada cual serían el mejor indicador de lo que vale. Si, por un suponer, Belén Esteban cobra mucho más que una enfermera es porque hay mucha más gente dispuesta a pagar por los talentos o actividades de la primera que por los de la segunda. Las demandas de las gentes serían palabra última, indiscutible.

La discusión de la primera variante tiene una dimensión técnica, acerca de la solvencia y operatividad del concepto de productividad (marginal) de los factores, que escapa a las posibilidades de las páginas de opinión. Pero, incluso si se superan las críticas técnicas -que no parece-, persisten las morales, ya apuntadas: su aplicación estricta condenaría a la extinción a niños o ancianos, parásitos improductivos; no se ve por qué es más natural dar a cada uno lo que aporta que lo que necesita.

No menos discutible es la otra apelación. Por lo pronto, es falso que el mercado, sin más, recoja y valore lo que las personas necesitan. Solo reconoce las demandas respaldadas por dinero: los injertos capilares antes que la vacuna contra la malaria. Por lo demás, la economía del comportamiento ha mostrado que las preferencias, que pocas veces son morales, ni siquiera son elementalmente racionales: el consumidor prefiere un producto 95% libre de grasa que otro con 5% de grasa; el orden de exposición decide lo que compramos en el súper; valoramos las cosas porque son nuestras, no son nuestras -no las preferimos- porque las valoramos (endowment effect). Y, así, miles de ejemplos. En fin, que mal puede la demanda justificar (el precio de) la oferta cuando es la oferta (su presentación) la que decide la demanda. Si la oferta conforma la demanda, no cabe utilizar la demanda para legitimar la oferta.

Las consideraciones anteriores son compatibles con la defensa del mercado y el Estado de derecho. Incluso más: son inseparables. No está de más recordarlo en tiempos de simplistas batallas culturales, sobre todo porque, a cuenta de disputas ridículas, esas que entretienen a nuestra incivilizada izquierda, podemos desatender las importantes. El debate sobre los impuestos muestra que hay una izquierda racional. Y una derecha que reclama inquietantes cierres de filas.

El Mundo (8.05.2021)