En defensa de ‘El manifiesto comunista’

En defensa de ‘El manifiesto comunista’

Al leer el prólogo de Yolanda Díaz me entró la duda de si lo habría leído porque esas páginas podían prologar incluso una guía de teléfonos

Después de leer el prólogo de Yolanda Díaz, me entró la duda de si la ministra había leído El Manifiesto Comunista. Aquellas páginas, tan plúmbeas, podían prologar cualquier cosa, incluida una guía de teléfonos. Astutamente, tiraban del recurso de la obra abierta y la cháchara de las múltiples interpretaciones, esto es, la negación de la precisión, cuya exigencia máxima es la exclusión de las vaguedades: una vaciedad es compatible con cualquier cosa. Lo de Mallarmé: “Le sens trop précis rature/ Ta vague littérature”.

Pero no me sorprendió. Cuando escribí La deriva reaccionaria de la izquierda utilicé el clásico panfleto para mostrar la incompatibilidad de su trasunto ilustrado con la izquierda que tan impecablemente representan Podemos y (¡ay!) el PSOE. En veintitrés páginas Marx criticaba los nacionalismos de raíz cultural, las religiones, las apelaciones a la tradición y defendía la ciencia, el internacionalismo, las virtudes de la globalización y el vigor circunstancialmente liberador del capitalismo. El librito, no está de más recordarlo, se publicaba en los mismos días en los que, desde las páginas de la Neue Rheinische Zeitung, su autor defendía la Revolución de 1848, el intento de unificación alemana genuinamente democrático, derrotado por la oposición de la reaccionaria Prusia que, andando el siglo, acabaría imponiendo su propio proyecto de unificación.

Lo que sí me sorprendió fue encontrar a los pocos días descalificaciones al Manifiesto entre la derecha que, apelando a mis argumentos, había criticado a la izquierda reaccionaria por reaccionaria. Si se estaba de acuerdo con los argumentos de La deriva, no se podía descalificar sin matices un texto elogiado por los mejores liberales, como Kolakowski, cuyas reflexiones sobre estos asuntos glosé en este periódico hace unos meses (Fascismo y Comunismo).

Otro asunto son las descalificaciones que apelan a los usos de El Manifiesto, según las cuales, allí estaban la momia de Lenin y el Gulag. Un asunto sin duda complicado, el de atribuir responsabilidades a conceptos e ideas, sobre el que también hay algunas cosas escritas, algunas por servidor. Yo, sin ir más lejos, no achacaría a la Biblia los crímenes cometidos por los cristianos. Incluso me costaría culpar al cristianismo de los asesinatos de Franco, por más que no olvido las invocaciones a “la cruzada” en el 36. Tampoco creo que la Biblia deba cargar con las muertes de la más salvaje guerra del siglo XIX, la de Crimea, aunque no ignore que la barbarie comenzó en Jerusalén, el Viernes Santo de 1846, cuando, en el altar de la crucifixión del Santo Sepulcro -al principio con crucifijos, candelabros, cálices, lámparas, incensarios y pedazos de madera que arrancaron de los santuarios sagrados y más tarde, con cuchillos y pistolas–, sacerdotes, monjes y peregrinos latinos y griegos convirtieron aquello en un campo de batalla, con el resultado final de más de cuarenta muertos regados por tan santo lugar. Más dificultades tengo para disculpar a “nuestra” herencia cristiana de acelerar el tránsito al otro mundo a sus partidarios—de uno en uno, o a miles, en las guerras de religión-por discrepancias acerca de la Santísima Trinidad, unas líneas del Credo, la virginidad o la naturaleza de María, el pecado original, la gracia, el purgatorio o la parusía. Hasta donde conozco, las disputas entre marxistas acerca de la caída tendencial de la tasa de ganancia se han resuelto de forma más civilizada.

Las historias mencionadas también forman parte de ese Occidente que los entusiastas de cualquier guerra fría elogian incondicionalmente. Hay muchas historias en nuestra historia: las guerras de religión, que llegan hasta ahora mismo, en los Balcanes; el socialismo y Lenin; Hitler y los innecesarios bombardeos sobre población civil de Hiroshima y Nagasaki; la izquierda reaccionaria, los trastornos posmodernos y el multiculturalismo. Por eso me cuesta, ante la barbarie de Afganistán, invocar la defensa de “nuestra civilización”, una variante más del argumentario nacionalista: es bueno porque es mío. Algunos preferimos cribar nuestras herencias con la razón –esa que nos permite desprendernos de la tiranía del origen– y, en inexorable consecuencia, limitar nuestro compromiso a los valores de la Revolución francesa, los de la Constitución de 1793, los del Estado de derecho y, naturalmente, los de El Manifiesto.

El Mundo (16.09.2021)