Disparar por la espalda

Disparar por la espalda

Cuando se acepta que las leyes las redacte el delincuente o que un país esté en manos de quienes no quieren que sobreviva, ya no cabe argumentar. No habría que argumentar más. Se han borrado los mínimos códigos que posibilitan la conversación. En un western clásico, ‘Horizonte lejanos’, cuando uno de los protagonistas pregunta al otro por qué no podía disparar a un hombre por la espalda, a este solo le queda decir: «Si te lo tengo que explicar, no lo entenderías». Pues eso.

La razón fundamental para justificar la amnistía no es una razón. El argumento común, la pacificación, ha quedado definitivamente desmentido por los únicos autorizados a hacerlo de manera concluyente: sus beneficiaros. No se arrepienten de sus delitos y volverán a intentarlos. El debate está tan zanjado que ya nadie lo invoca. Apenas decorada con la cháchara de “la mayoría de progreso”, ya circula la verdadera razón: seguir al mando. Los intereses de Sánchez. Y los intereses no son razones, al menos, razones morales.
 
Pero, por si alguno de sus defensores atiende a algo más que a intereses, expondré mis razones para oponerse. No apelaré a las jurídicas, bien conocidas. La inconstitucionalidad resulta indiscutible, pero entiendo que a quienes invocan “la política” podría no valerles. Algo puede ser constitucional y criticable (una distribución desigual de la renta) y, al revés, algo puede inconstitucional y, sin embargo, defendible democráticamente (un estado centralista, la república). Ahí van tres de mis razones contra la amnistía:
 
Una. Consagra el axioma básico que encanalla nuestra vida política, según el cual nacionalismo equivale a democracia y España, a dictadura. El separatismo sería la manifestación torpe de una causa justa. De ahí se siguen dos teoremas: toda concesión al nacionalismo es una mejora de nuestra vida democrática; una vez resueltas las injusticias de origen con los nacionalismos se resolverán nuestros problemas. Dos trastornos que están en el origen de nuestros desastres desde hace más de un siglo.
 
Dos. La puesta en circulación de su defensa ha envilecido a muchos académicos que han perdido toda dignidad intelectual. En su servil entrega a Sánchez, que no al socialismo (aparten sus sucias manos, por favor) se han visto obligados a rechazar un día la amnistía y, al siguiente, a aplaudirla. Incluso entre los que no cobran, más de uno, al final de una discusión, ha acabado por decirme que “el partido es mi identidad” (y, todavía peor, cuando “la identidad” no es otra cosa que “lo que quiere Sánchez”. La negación de la libertad de pensar.
 
Tres. Ha inoculado a los votantes socialistas y, en general, a la ciudadanía, una retórica antidemocrática e iliberal que degrada el Estado de derecho y, en rigor, la salud de la república. Lo que sucedía en Cataluña es común ahora en toda España: no importan la ley ni las convenciones morales. La arbitrariedad despótica se impone a la ley democrática. Como en Alemania hace un siglo. El principio de lo peor.
 
Pero, no nos engañemos, no importa lo que digamos. Cuando se acepta que las leyes las redacte el delincuente o que un país esté en manos de quienes no quieren que sobreviva, ya no cabe argumentar. No habría que argumentar más. Se han borrado los mínimos códigos que posibilitan la conversación. En un western clásico, ‘Horizonte lejanos’, cuando uno de los protagonistas pregunta al otro por qué no podía disparar a un hombre por la espalda, a este solo le queda decir: «Si te lo tengo que explicar, no lo entenderías». Pues eso.
 

El Mundo (13.11.2023)