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Cataluña: la victoria de la ficción [Texto completo]

El relato ha vuelto. Lo conocemos bien. España está en deuda con Cataluña. Mejor dicho, continúa en deuda, porque el maltrato es ancestral. Ingenuos, los catalanes en el 78 confiamos en que por fin seríamos escuchados. Nada más falso. Después de años de contribuir a la gobernabilidad, insatisfechos, depositamos nuestra última esperanza en un nuevo Estatuto. Pero una vez más nos encontramos con el desprecio y la falta de diálogo: un arbitrario recorte y hasta un partido de gobierno recogiendo firmas en contra del Estatuto. El independentismo fue la natural reacción al último intento catalán de buscar encaje en España.

Cada una de las afirmaciones contenidas en el párrafo anterior es falsa. Demostrablemente falsa. Pero como no va a estar uno escribiendo el mismo artículo toda la vida, me limitaré a sopesar la tesis de la contribución a la gobernabilidad. Sorprende su popularidad. Después de todo, los nacionalistas, por definición, siempre han aspirado a acabar con el Estado común. Otra cosa es que, como no existía la nación invocada, necesitaran tiempo para inventársela y, por ese camino, acercarse a su meta. Sin duda, en ese tiempo los nacionalistas han asegurado los Gobiernos de Madrid. Pero una cosa son los Gobiernos y otra la gobernabilidad. A la hora de elegir entre dos opciones, siempre escogieron aquella que servía a su objetivo de romper los vínculos con España y construir estructuras de Estado. Se trataba de fer país, mediante una calculada ingeniería totalitaria centrada en medios de comunicación, educación, acción exterior e imposición lingüística. Si tienen alguna duda, lean el documentado libro La telaraña de Juan Pablo Cardenal, una minuciosa descripción de cómo se destruye un Estado con los medios proporcionados por ese mismo Estado. Si a eso le quieren llamar gobernabilidad, pues son muy libres.

También son libres de llamar “diálogo” a la doctrina del peix al cove, el continuo chantaje que apuntalaba “la gobernabilidad”. La resumió Artur Mas impúdicamente en el 2012: “si España no se mueve, habrá ruptura”. En aquella hora el precio consistía en un pacto fiscal que él mismo describía como “la primera estación para la emancipación nacional”. El dilema de siempre: a cambio de aplazar la independencia, pasos hacia la independencia. No hace falta ser Von Neumann para anticipar que en esas condiciones el juego del peix al cove siempre tendría un ganador, el separatismo, y un equilibrio final, la independencia. Una estrategia a la que se sumó el PSC de los tripartitos, principal protagonista del lío del Estatut y del reto al Tribunal Constitucional. Octubre de 2017 era el previsible resultado de años de “diálogo” y de “contribución a la gobernabilidad”. El último paso de quienes se nutrían del descontento que creaban. No deberíamos sorprendernos: estaban acostumbrados a tener el campo franco, a la impunidad. Por todos, por el PP y por el PSOE.

Si queremos entender lo sucedido en este tiempo, la hipótesis del chantaje y la erosión del Estado resulta más parsimoniosa y ajustada a los datos que la tesis nacionalista, asumida y difundida por la izquierda, del maltrato permanente, cuya última versión es el cuento de “el independentismo como respuesta popular al rechazo del Estatut con la sentencia del Tribunal Constitucional en el 2006: después del supuesto rechazo disminuyó el voto estrictamente independentista y a la manifestación del 11 de septiembre de aquel año apenas acudieron diez mil personas. La “reacción popular” aparece cuando lo ordena Artur Mas, en el 2012. Los académicos, naturalmente, los primeros en obedecer.

Pero en septiembre y octubre del 2017 los secesionistas se precipitaron y el juego cambió. El Estado existía y los nacionalistas no siempre ganaban. En realidad, el cambio venía de antes. La gran novedad de los últimos quince años en Cataluña no es tanto la mutación de un nacionalismo que nunca dejó de ser independentista, sino la aparición de una respuesta ciudadana al nacionalismo. Durante muchos años, el pujolismo, manejando intereses y emociones, dineros e intimidaciones, se había adueñado del espacio civil. La oposición al nacionalismo –bien descrita por Antonio Robles en Historia de la resistencia al nacionalismo en Cataluña– se desarrollaba en las catacumbas: unas pocas organizaciones, nutridas por personas con mucho coraje y no pocos años, desamparadas institucionalmente, cuando no perseguidas. Otro de los tributos del diálogo: el apoyo en Madrid a cambio de la dejación del Estado en Cataluña. Fer país, no lo olviden.

La aparición de Cs supuso el comienzo del cambio. Muchos ciudadanos descubrieron que su sentido común no era un trastorno personal. De mil maneras comenzaron a organizarse y a desmontar el relato nacionalista. Seguían en precario, sin el menor apoyo institucional, porque al Estado siempre le ha dado vergüenza defender al Estado, empezaban a asomar en las redes y hasta en las calles. Incluso en el conjunto de España se comenzó a discutir el descarrío fundacional de nuestra izquierda según el cual aunque uno se muestre partidario del gobierno obrero y campesino, del “todo el poder a los soviets”, de socializar los medios de producción o de la dictadura del proletariado, si critica al nacionalismo será un facha. Las manifestaciones constitucionalistas de octubre de 2017 fueron los Ermua en donde se materializó la defensa de la España Constitucional. Se lo parecía hasta a Iceta, siempre atento al viento a la hora de mostrar sus convicciones, que solo se sumó cuando vio las calles llenas de los suyos y sin él.

El 155, incluso con su tibieza, el juicio a los golpistas y hasta el fracaso del segundo momento insurreccional del independentismo, cuando asomó la barbarie en las calles de Barcelona –aplaudida por el ministro Castells– después de las condenas, pudieron haber sellado la derrota del nacionalismo, su estigmatización por lo que exactamente es: un proyecto político radicalmente reaccionario, de base étnica y clasista (Oller, Satorra, Tobeña, “Privileged Rebels: A Longitudinal Analysis of Distinctive Economic Traits of Catalonian Secessionism”, Genealogy, 2020) tan condenable como el racismo o el sexismo. El juego había cambiado y los nacionalistas también podían perder. Hasta se podía empezar a desmontar la máquina de inocular odio. El problema catalán podía empezar a resolverse de la única manera posible: con la derrota moral del nacionalismo. Ellos mismos lo sabían. Ya no buscaban la independencia sino aliviar las penas. El relato veraz podía llegar a imponerse. Solo faltaba encauzar políticamente las energías de los hasta entonces arrinconados. El programa no era complicado en sus primeros pasos. Se trataba de reconocer que el nacionalismo es el genuino problema catalán y, sobre todo, de asegurar que las leyes se cumplían. De tomarse en serio la igualdad entre los españoles. Disposición había. Incluso entre los profesores universitarios, siempre tan apocados, comenzaban a asomar voces críticas.

Desafortunadamente, no fue así. Con la llegada del nuevo Gobierno, en el que no faltan traficantes probados de la chatarra nacionalista, el nacionalismo se ha rehecho. Volvemos a estar en deuda. Incluso con golpistas. La vida cotidiana en Cataluña se vuelve a instalar fuera de la ley y si, de vez en cuando, la ley se cumple es porque las organizaciones ciudadanas asumen ante los tribunales las tareas que el gobierno desjudicializador ha desistido de asumir, como ha sucedido con la retirada de los lazos de las dependencias municipales. Entretanto, la policía renuncia a perseguir delitos que suceden ante sus ojos, incluidas agresiones a periodistas. Se puede comprobar cada día al caer la tarde cuando unos cuantos encapuchados bloquean la Meridiana.

Pero lo peor es que ha vuelto el relato: les debemos algo; incluso disculpas por la actuación de la Justicia, nos dice Iceta, siempre cortesano. El PSC ha abandonado la compañía de los constitucionalistas y vuelve a buscar a los independentistas. Como en tiempos del tripartito. Con dos diferencias importantes. La primera es que el relato lo difunde no solo el PSC sino el Gobierno de España. La política española catalanizada. La segunda es que el tripartito previsible no es el de entonces. La compañía que buscan los socialistas es la de quienes se han saltado la ley y han proclamado su intención de volver a hacerlo. Los independentistas de ahora son probados golpistas. No son bromas. Hemos pasado de ser comprensivos con el nacionalismo a sentirnos en deuda con los golpistas.

Les confieso que, en las horas más cenizas, algunos no evitamos una pregunta contrafáctica: si volvieran a intentarlo, ¿qué haría el Gobierno? Yo, de naturaleza confiada, no dudo de que el gobierno cumple la Constitución, de lo que no estoy tan seguro es de la otra parte del juramento, de que obligue a cumplirla.

Variantes conservadoras [Texto completo]

No arriesgo mucho si digo que el pensamiento conservador se muestra partidario de conservar. Apenas arriesgo un poco más si desgrano esa afirmación en dos principios que, de distinta manera y en distinto grado, solos o de la mano, suscriben los conservadores. El primero, de nostalgia, invita a atribuir retrospectivamente virtudes a lo ya sucedido: cualquier tiempo pasado fue mejor. El segundo, de resistencia al cambio, proclama una desconfianza respecto a las intervenciones públicas que, en algunas versiones, se concreta en la descalificación de todo aquello que da en llamar “ingeniería social”. Mientras el segundo opera ex ante, preventivamente, ante cualquier intervención en el mundo, el primero opera ex post, elogiando el pasado.

Comprometerse en serio con los dos principios a la vez no resulta sencillo. Al menos si se quiere salir del feudalismo. Con frecuencia el conservador se enfrenta a complicados dilemas y no es raro encontrarlo elogiando hoy instituciones o medidas que le parecían insensateces cuando se propusieron. Es la historia entera de nuestras conquistas democráticas, comenzando por el sufragio universal. Lo resumía impecablemente Schopenhauer en una cita que no es la que falsamente se le atribuye en calendarios zaragozanos y páginas de internet: “[a] la verdad, solo se permite una breve celebración de la victoria entre los dos largos períodos durante los cuales se la condena como extravagante o se la subestima como trivial”. Por eso, reaccionarios puros hay más bien pocos. Lo más normal es suscribir uno solo de los principios o presentarlos en versiones aguadas. Cosa que no sucede con los revolucionarios, cuyo rechazo de los dos principios asoma hasta en dos de los versos más famosos de La Internacional: “Del pasado hay que hacer añicos”, “cambiemos el mundo de base”. La Revolución francesa fue la concreción histórica más temprana y consciente de esa disposición. Lo fue a la hora de diseñar las instituciones, comenzando por las constituciones democráticas, genuinas obras de ingeniería social, y lo fue a la hora borrar el pasado, en el calendario, la lengua, el sistema de pesas y medidas y una división territorial trazada con la precisión de la geometría, sin sombra de historia. La razón en marcha, que por allí estaba Condorcet.

El principio de la nostalgia está muy naturalmente asociado al pensamiento conservador. A lo largo del siglo XIX no fueron pocos los reaccionarios –en sentido literal, pues reaccionaban ante las revoluciones democráticas—que se entregaron a alabanzas del mundo perdido, mostrando su desconfianza hacia la ciencia y la razón y lamentando la desaparición de comunidades cimentadas en religiones y tradiciones que, a su parecer, dotaban de sentido a la vida compartida. Poco más o menos lo que hoy sostiene una parte de la izquierda que pone en duda nuestro progreso material y moral, atribuye insondables sabidurías a comunidades indígenas, encuentra oscuras conspiraciones detrás de cualquier avance tecnológico y descalifica como provocaciones las críticas o las burlas a religiones con mimbres totalitarios.

El otro principio, de resistencia al cambio, es de mucho más curso en nuestro tiempo. Eso sí, bajo nuevos formatos, algunos, incluso, decorados como teoría social. Sucede, destacadamente, con la defensa incondicional de la mano invisible, en particular, del mercado: la sociedad se autorregularía espontáneamente y cualquier interferencia sería para mal. El problema no es la defensa del mercado o de la mano invisible, sino el fundamentalismo de la incondicionalidad. Sabemos mucho, y casi todo bueno, de los mercados en competencia perfecta. También sabemos que son infrecuentes. Y también conocemos las bondades de la mano invisible, de las cuales el mercado es tan solo una variante particular. Hay muchos equilibrios sociales relativamente espontáneos en los que a todos nos va de maravilla cuando cada uno procura su propio beneficio. Sin ir más lejos, en la extensión de las lenguas: preferimos aquellas con más usuarios y, con esa elección, contribuimos a la comunicación de todos. Y con las palabras sucede lo mismo: recalamos en las más comunes y, al favorecer su extensión, a la postre, ampliamos nuestras posibilidades de comunicación. A todos no sale a cuenta conducir por nuestra derecha, aunque no está mal que de vez en cuando alguna autoridad intervenga para castigar a quien se sale de madre.

Pero no siempre las cosas son así. Cuando el huracán Katrina devastó Nueva Orleans y comenzó a escasear el agua potable, alguna forma de racionamiento en la asignación de las botellas de agua mineral parecía más razonable que dejar a los supermercados subir los precios a su antojo. Y abundan planificaciones o diseños institucionales, sofisticados y eficaces, que hacen posible el buen funcionamiento del mundo: la coordinación de los miles de vuelos diarios que atraviesan el planeta, las intervenciones de ayuda humanitaria, los viajes a la Luna, los sistemas de trasplantes de órganos, la lucha contra epidemias como el coronavirus, el urbanismo moderno o la gestión de las economías durante las guerras mundiales. Y, por supuesto, también es planificada, y de qué manera, la gestión interna de las grandes empresas y bancos que rigen nuestro fascinante capitalismo. El mercado nuestro de cada día es impensable sin una complicada trama institucional que permite derechos e intercambios. Derechos que no son “naturales” ni incondicionales, comenzando por el de propiedad. Uno no puede hacer lo que quiere con sus cosas: no puede atropellar con su coche, ni montar un laboratorio de metanfetaminas en su casa. Nuestros salarios son tan resultado de diseños institucionales como nuestros sistemas tributarios. Nadie nos confisca lo que “es nuestro”, porque no hay un “nuestro” previo a un marco institucional que es de todos, al menos en nuestras democracias.

Pero hay otra variante del conservadurismo, que bien se podría calificar como “panglosiana”, distinto al de los reaccionarios de pata negra y al de los atolondrados, muy frecuente incluso entre progresistas bien intencionados. Se deja ver en muchas alabanzas a un pasado que jamás existió, atribuyendo guion y racionalidad a lo que fue decantación histórica. Recrean Ciudad de México como si fuera París. Ese deslumbramiento retrospectivo se encuentra incluso al servicio de las mejores causas. Por ejemplo, en muchas loas a los sistemas de representación política de nuestras democracias, que deben más al ruido y la furia que a una meditada ingeniería política, según nos recordó, entre otros, Bernard Manin en su clásico Los principios del gobierno representativo. Otro tanto sucede con el estado del bienestar, que tantos entienden como si alguien hubiese dicho alguna vez “vamos a construir el estado del bienestar”, como si fuera un puente concebido en el estudio de un ingeniero y no el resto de muchos naufragios. Ignorar esa circunstancia conduce a importantes errores de diagnóstico y, lo que es más serio, a una incapacidad para abordar cambios y reformas. Entre nosotros eso sucede con la Transición y su más elogiado resultado, la Constitución del 78. No seré yo quien arremeta contra ella ni quien ignore sus muchas cualidades. Pero mi cariño, por sincero, no es incondicional y no llega hasta nublarme el juicio y comulgar con ese extendido consenso según el cual una calculada combinación de sutil inteligencia y de generosa disposición coincidieron en alumbrar una obra de orfebrería que ahora estaría a punto de desbaratarse por la deslealtad de los nacionalistas. Ni el origen fue tan meditado, entre otras cosas porque en ningún caso lo es, ni, desde luego, podemos ignorar que, en algún sentido, la obra, si la hemos de medir por sus resultados, está lejos de resultar insuperable. No en el sentido habitual, otro de esos cuentos nacionalistas, según el cual nuestro marco constitucional no fue capaz de acoger sus demandas, sino en el de que nuestros presentes lodos no son ajenos a aquellos polvos. Si no ha funcionado bien no es por la deslealtad de los nacionalistas, que es constitutiva, sino precisamente porque antes que poner trabas a su deslealtad ha dado alas a su cultivo.

El problema no radica en defender el pasado ni en resistirse al cambio, sino en convertir en pautas la defensa del pasado y la resistencia al cambio. Se trata, y no es sencillo, de evitar las pautas y las incondicionalidades, de decir de vez en cuando “pues no tengo una opinión formada” o “me lo tengo que pensar”. La buena disposición intelectual atiende antes al cómo se defiende que al qué se defiende. Las instituciones se han de medir por sus resultados y las ideas o las propuestas por la calidad de los argumentos que las sostienen. Por eso resulta tan reaccionario el “de qué se habla que me opongo” como el “de qué se habla que me apunto”. En ambos casos se procede por reacción, sin pensar. Irracionalmente.

“Según la OMS, 125 millones de personas están hoy expuestas al amianto en su lugar de trabajo, a lo que hay que sumar los millones que se exponen al amianto fuera del trabajo (exposición ambiental, doméstica)”

 

“Según la OMS, 125 millones de personas están hoy expuestas al amianto en su lugar de trabajo, a lo que hay que sumar los millones que se exponen al amianto fuera del trabajo (exposición ambiental, doméstica)” 

Entrevista a Antonio Bernardo Reyes sobre Todo sobre el amianto. Una guía visual.

Rebelión (octubre 2019)

“En el procés no hay la violencia literal, histórica o conceptual del delito de rebelión”

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Entrevista con el exfiscal superior de Catalunya José María Mena, que ve en el Supremo uno de los elementos del “choque de patriotismos” catalán y español

“El argumento de que todo lo que no sea la absolución es inaceptable no nos lleva a que las cosas se calmen”, afirma sobre las peticiones independentistas

“Me consta que la fiscal general del Estado está convencida de la rebelión y le parece bien”, asevera

El diario (11.02.2019)

La osadía y la frivolidad de un Ministro

La osadía y la frivolidad de un Ministro

No nos puede sorprender que quienes poseen un desconocimiento tal de la Administración como para suponer que la AIReF puede auditar la totalidad del sector publico piensen que desde unos despachos a muchos kilómetros de distancia se puedan controlar todas las cuentas de la Generalitat hasta el extremo de garantizar que no se ha desviado ni un solo euro y hacer responsable al Gobierno de España de lo contrario. Montoro ha caído en el mismo despropósito que Rivera. Y en lugar de reírse de él y reprocharle su desconocimiento de la Administración y sus planteamientos simples e imberbes, ha entrado al trapo, ha sacado pecho y ha puesto la mano en el fuego de que no se ha desviado un solo euro. Es evidente que va a achicharrarse, pero además ha dado muestras de una enorme frivolidad y de una desmedida osadía.

República (26.04.2018)