El cuento de la diversidad lingüística
El autor reflexiona sobre el debate lingüístico en torno a la normalización de las “lenguas propias” y considera que hay que minimizar la diversidad y que cuantas menos lenguas haya será mejor
Muchos recordarán el chiste. Un responsable de recursos humanos pregunta a un candidato a un puesto de trabajo: “¿Cuántos idiomas habla?”, a lo que este contesta: “Alemán, francés, inglés e italiano”. Muy impresionado, el primero, quizá nacionalista, le pide una precisión más: “Excelente, excelente…pero, pensar ¿en qué piensa?”, a lo que el candidato, en un alarde de sinceridad que, es de temer, no será tenida en cuenta, replica: “¿Yo?, pues, en follar, como todo el mundo”.
Algunos académicos puede que no encuentren la gracia a esta historia. Por obvia. Para la psicología evolutiva somos poco más que vehículos de genes. Los asuntos que tan en serio nos tomamos, y en los que nos apostamos enteros -a nosotros y, ay, a muchos otros-, como el amor o la religión, vendrían a ser fantasías o subproductos de procesos adaptativos que nos entretienen y hasta amargan la vida, pero no tienen otra función que engrasar el trámite. Males necesarios de lo que importa, como la diarrea o los vómitos. Hacen llevadero el trajín, pero lo decisivo, explicativamente, es el trajín. Para decirlo a la manera de un título clásico, de Jared Diamond: el sexo es divertido porque aquel sujeto portador del gen “el sexo es un muermo” se reprodujo más bien poco. Por lo mismo, nos gusta la comida con muchas calorías, suministradora de energía con poco esfuerzo, algo muy necesario cuando andábamos en sociedades con pocos recursos. El azúcar no nos gusta por dulce, sino que lo percibimos como gustoso porque convenía que nos gustara. Por lo mismo, evitamos el sabor amargo, común en los alimentos tóxicos. No hace falta ser un devoto del gen egoísta de Richard Dawkins para aceptar ese guion general.
El cuento tiene otra hondura, más inmediata, de sumo interés para nuestro país. Expone en su mayor desnudez las dos concepciones enfrentadas de nuestro debate político más fundamental. Además, en su núcleo más parsimonioso y sólido. Porque de todas las chácharas que se utilizan para defender la “normalización” de las llamadas “lenguas propias” la única inteligible, que no fracasa por simple inconsistencia, es la que apela al riesgo de que se pierdan concepciones del mundo, maneras de pensar (quede para otra ocasión desmontar esos dos sintagmas de “normalización” y “lengua propia”, engendros tan tramposos como imprecisos cuya única función es instrumental: convertir a la lengua de todos en “anormal” e “impropia”).
Las otras argumentaciones presentes en el debate se hunden por inconsistentes: implican lo contrario de lo que proclaman. Pensemos en las apelaciones, tan repetidas, a las bondades de la “diversidad” que, incluso ya en deriva completamente trastornada, se equipara a “riqueza”, cuando sobran los estudios que muestran que, salvo para el gremio de los filólogos, la diversidad de lenguas -como la de pesos y medidas, anchos de vía, leyes y hasta convenciones culturales- tiene un alto precio: propicia efectos de fronteras; dispara los costes de coordinación; multiplica las ineficiencias. Seamos serios: la diversidad en el caso de la lengua no es una ventaja sino un problema, que atenta contra la función fundamental de las lenguas: entendernos. Y cuantas más lenguas, más serio es el problema.
Algo que no ignoran los nacionalistas y de ahí su empeño en evitar la dispersión o diversificación de las “lenguas propias”: tanto los catalanes, que, razonablemente, perciben un peligro en el valenciano o el mallorquín, como los vascos, que hasta crearon (en 1968) el euskera batúa (euskera unificado) para conjurar el riesgo de que se consolidara la dispersión en diversos dialectos mutuamente ininteligibles e incapaces de sobrevivir. Las políticas de homogeneización, las únicas que dotan de sentido sensato al sintagma “normalización”, resultan estrictamente incompatibles con las apelaciones a las bondades de la diversidad. Si la diversidad fuera buena cosa, habría que alentarla. En rigor, estas políticas nacionalistas apuntan a lo que, de mil maneras, el nacionalismo condena: cuantas menos lenguas, mejor.
Y es que una lengua, para sobrevivir, necesita un mínimo de hablantes, entre cien y doscientos mil. Cuando, como es común, muchas lenguas están confinadas en una misma área geográfica, la supervivencia de unas supone la desaparición de otras. Una vez más, la normalización supone, inexorablemente, acabar con la cacareada diversidad. No hay más, salvo que cada uno de los habitantes aprenda cuatro o cinco lenguas y, aun así, daría lo mismo, porque al final, por necesidades prácticas, para entenderse, todos convergerían en una y, en cuanto eso sucediera, esa se extendería, porque a todos les conviene manejarse en ella. Una vez más, un equilibrio de Nash.
En resumidas cuentas, las apelaciones a la diversidad son simple faramalla hipócrita. Tomadas en serio, las políticas “normalizadoras” suponen minimizar la diversidad. No solo eso, sino que, como ideal regulativo implícito, asumen que cuantas menos lenguas, mejor. Un ideal muy sensato que debería regir la política de nuestros gobernantes. Sobre todo, mientras tengamos una lengua común, mientras no se consoliden nichos de encapsulamiento lingüístico, en cuyo caso habrá problemas de derechos a considerar.
Pero, como decía al principio, hay una defensa inteligible o que, al menos, no supone contradicciones. La del chiste. Anticipo: que sea inteligible no la hace buena ni, en rigor, compatible con el conocimiento científico. Una hormiga del tamaño de un elefante es una idea inteligible, aunque sepamos que en nuestro planeta sea una imposibilidad material: moriría aplastada por su propio peso (nunca está de más recomendar el clásico: D’Arcy Thompson, On Growth and Form, 1917). Esa defensa vendría a decir que, en tanto una lengua resulta inseparable de un modo de conceptualizar la realidad y puesto que todos pensamos mediante una lengua, la extinción de la lengua supone la desaparición de un mundo de experiencias. Algo que se juzgaría lamentable por sí mismo.
Dejaré aparte la última afirmación, normativa: que la desaparición de mundos de experiencias resulte lamentable; no sin proclamar que servidor -a diferencia, tal vez, del vicepresidente de Castilla y León- está muy satisfecho de la extinción del “mundo de experiencias feudal/religioso” que levantó maravillas como las catedrales, por no hablar del esclavista, inseparable de las soberbias pirámides.
El problema es que la otra parte del argumento, la empírica, también resulta insostenible. Es sencillamente falsa la tesis (Sapir-Whorf), ni siquiera en sus versiones más prudentes, referidas a ámbitos limitados de experiencia y a sociedades y lenguas en circunstancias excepcionales de aislamiento. Que carezca de una palabra para designar -no solo yo, tampoco la mejor ciencia psicológica- la emoción que me produce la conducta de Sánchez, no quiere decir que la emoción no la experimente. En realidad, hasta se puede pensar sin usar una lengua. Las palabras no son estrictamente necesarias para razonar. Recientes experimentos muestran que las regiones del cerebro asociadas con el lenguaje no se iluminaron mientras los sujetos resolvían problemas de álgebra; en otras palabras, estaban razonando sin palabras (Joanna Thompson, Can we think without using language?, Live Science, junio 2022).
Ahora bien, como decía, que la defensa resulte insolvente no quiere decir que sea inconsistente. Ni que deje de cumplir una función política. La condensó impecablemente Junqueras en un artículo de 2010: “la identidad colectiva o nacional de un pueblo (Volk) se expresa a través de la lengua (…) la lengua (que) puede unir a los hombres, también tiene capacidad de diferenciarlos”. Ahí está todo: tenemos una lengua que nos dota de una sensibilidad especial y nos separa de los otros; una identidad que justifica una nación.
Ese es el reto fundamental al que debemos hacer frente, el que no podemos escamotear. Y lo primero es no hacernos trampas, dar por buena la quincalla palabrera que todo lo enreda. Eso sí, si algún día en una oferta de trabajo en Barcelona o Bilbao les hacen la pregunta del comienzo, ignoren todo lo dicho en este artículo. Mientan, como todo el mundo.
El Mundo (7.07.20229