La izquierda institucional debe someter a juicio crítico su seducción por un autonomismo diferencial y competitivo que la derecha nacionalista y neoliberal usa contra la igualdad entre españoles
Las palabras izquierda y derecha llevan largo tiempo maltratadas por «los hunos y los hotros», por decirlo con Don Miguel de Unamuno. No lo celebro. Creo que el conflicto político y las divergencias ideológicas son ineludibles en cualquier sociedad democrática. Para que se puedan dar con un mínimo rigor es imprescindible que la trampa y la hipocresía no sean norma, como es costumbre consolidada. A vueltas con la fiscalidad, parece que se empieza a reparar en algunas de las incoherencias que han hecho fama en nuestro debate público.
El ministro Escrivá pidió la centralización de competencias en materia de fiscalidad ante la decisión legislativa del gobierno del PP en Andalucía de bonificar el Impuesto de Patrimonio. Al ministro no le faltaba razón al criticar el zoco de rebajas fiscales en que se ha convertido España. Ahora bien, si queremos mantener siquiera un átomo de coherencia en la argumentación, convendría recordar que quien sugiere semejante necesidad forma parte de un gobierno conformado por dos partidos, PSOE y Unidas Podemos, que llevan años estigmatizando cualquier propuesta de centralización legislativa. Ya saben, semejante planteamiento estaría reservado a los reaccionarios de la derecha. En su versión actualizada, a Vox, un partido nacionalista español que reivindica una patria esencialista y socialmente vacía. La defensa de la ley común e igual para todos ha devenido en causa reaccionaria, según cierta oficialidad falsamente progresista. Quizás sea éste el principal delirio político en España, y no es fácil por cuanto se trata de una competición concurrida.
El ministro Escrivá debería, en primer lugar, pedir explicaciones al propio PSOE. Hace algunas semanas, en una tertulia televisiva, Salvador Illa, preguntado por quien suscribe, volvió a confirmar el compromiso del PSC y del PSOE con el Estado de las Autonomías. No hay rectificación alguna sobre el principio de ordinalidad o sobre el federalismo asimétrico. El primero, si recuerdan, fue introducido por el PSOE en el debate territorial para incentivar a las regiones más ricas a poder mantener su posición preferente a la hora de gastar: una presunta combinación entre los incentivos a la competencia y la solidaridad interterritorial que, lejos de conjugar nada, venía a enterrar definitivamente cualquier atisbo de redistribución. El federalismo asimétrico, sintagma tramposo que escondía una vindicación de corte abiertamente confederal, era y es, simplemente, la institucionalización de la desigualdad, acompañada de una centrifugación exhaustiva de casi todas las competencias constitucionales reservadas para el Estado central, como la que ha experimentado España bajo los diferentes gobiernos sometidos al vasallaje nacionalista. Entonces, ¿cómo entender la apelación del ministro Escrivá a favor de la centralización fiscal?
Solo puede explicarse desde la asunción de la hipocresía generalizada en la política española. La misma que embarga a Unidas Podemos cuando piden armonizar fiscalmente dentro del régimen común, pero aplauden con furor los regímenes fiscales especiales del concierto económico vasco y el convenio navarro; los mismos que, sin discusión, suponen privilegios fiscales de sendas regiones especialmente ricas de España, como son País Vasco y Navarra. La justificación de los dos partidos de la izquierda oficial es dar por buena la matraca de los derechos históricos o de la singularidad foral. Apelar a criterios étnicos y prepolíticos que trituran la igualdad entre españoles, quebrando la redistribución dentro de la comunidad política democrática: la Historia como fuente de derechos para unos ciudadanos en detrimento y agravio de los demás. La desigualdad por bandera. Una enmienda a la totalidad a uno de los versos más radicalmente democráticos y emancipadores de La Internacional (sustituida de facto por la plurinacional): «Que la igualdad ley ha de ser». Pues ya no.
En una imposible cuadratura del círculo, el propio Salvador Illa trataba de deslindar el Estado de las Autonomías de las lógicas confederales entre regiones que están fracturando desde hace mucho tiempo la redistribución y la propia sostenibilidad de los maltrechos derechos sociales. Apelaba a una suerte de responsabilidad de las comunidades autónomas para escapar de la tentación competitiva, pero sin tocar una descentralización que se defiende ya sin atisbo de racionalidad, como puro dogma de fe. Eludió contestar por qué su partido ha auspiciado durante años políticas tan neoliberales e insolidarias como un pacto fiscal para Cataluña o la conveniencia, Montilla dixit, de que «el dinero de los catalanes se quede en Cataluña» si se quiere evitar la secesión. Días después, su compañero Ximo Puig anunciaba unirse a la carrera de las taifas competitivas.
En verdad, el debate sobre descentralización y competencia fiscal es ideológicamente revelador e indicativo de todo lo que falla en España, con un tablero político, social y territorial roto por las desigualdades. No es de extrañar que los fundamentalistas de mercado, aquellos que arremeten cada día contra un sistema fiscal cuya progresividad lleva degradándose sin parar durante décadas, vean en cada impuesto un robo por parte del Estado o utilicen el manido y falso argumento de la doble imposición, exhibiendo su dogmatismo o, aún más grave, su clamorosa incapacidad para distinguir hechos imponibles o sujetos pasivos de cualquier tributo. El IRPF es hoy mucho más regresivo que el que se instauró en 1978 bajo un gobierno de la UCD. El Impuesto de Patrimonio, que fue acorralado por el propio PSOE en los tiempos en los que Rodríguez Zapatero repetía a los cuatro vientos que «bajar impuestos es de izquierdas», y el Impuesto de Sucesiones y Donaciones han ido desapareciendo en buena parte del territorio político una vez que fue transferida su capacidad normativa a las CCAA. En El síndrome catalán, Thomas Piketty, con el que se deja ver Yolanda Díaz sin al parecer prestarle demasiada atención, dejaba claro que la transferencia de una parte del IRPF a las CCAA abocaba necesariamente a esa competencia a la baja; como vemos que ocurre entre Estados en la UE, ante la inexistencia de unión fiscal y de armonización, por ejemplo, en el Impuesto de Sociedades. Lo ratificaba también Gabriel Zucman, otro economista solvente: «Cuanto más descentralizado esté el sistema fiscal más difícil será tener un sistema impositivo progresivo». La reforma fiscal con la que amaga el gobierno, tímida y timorata a pesar de contar con elementos acertados, corre el riesgo cierto de estrellarse ante una realidad objetiva: en el confederalismo imperante, la progresividad fiscal encuentra escollos insalvables y el neoliberalismo, apenas ninguno.
Las izquierdas hegemónicas deben replantearse si quieren que sus ejes programáticos sean los de un curso de coaching o los de una agenda social transformadora. En caso de optar por la segunda vía, convendría atender a las razones por las que Isabel Díaz Ayuso defiende con uñas y dientes la autonomía fiscal de Madrid o por qué tiene la capacidad de bajar el 0,5 % del IRPF autonómico, en todos los tramos y en plena pandemia: no solo es ideología, es también un diseño territorial que favorece esas políticas. No es casual que economistas como Daniel Lacalle siempre hayan defendido que el cupo vasco (y el sistema de concierto) sea la solución a la financiación autonómica y deba extrapolarse a todas las CCAA. Tampoco lo es que otros defensores del Estado mínimo como Juan Ramón Rallo hayan loado las bondades del modelo de competencia fiscal entre autonomías, buscando maximizar la descentralización al extremo, conscientes de que, con ello, la redistribución y la capacidad política para enfrentar las crecientes desigualdades se limitan fuertemente. Si algún día quiere escapar de su cárcel de complejos, hipocresías y contradicciones, la izquierda institucional debería empezar por someter a juicio crítico su seducción por un autonomismo diferencial y competitivo que las derechas nacionalistas y neoliberales usan contra la igualdad socioeconómica y territorial entre españoles. Y hacerlo con coherencia, no con principios de usar y tirar según quien tenga enfrente. La alternativa jacobina no es un capricho, sino la única vía creíble de articular un proyecto de izquierdas para España.
El Mundo (25.10.2022)