La izquierda no debería sentirse cómoda teniendo como interlocutores a aquellos que acogen a pistoleros de un proyecto etnicista, racista y totalitario como el de ETA
A través de las redes sociales tuve acceso a la carta que María Teresa Castells, una de las fundadoras de la Librería Lagun de San Sebastián, envío a El País en 1996. La compartía, oportunamente, su nieto Martín Recalde.
La carta resulta un documento imprescindible si nos tomamos en serio la memoria y la dignidad de las víctimas del terrorismo. Desgarradora y emocionante a partes iguales. Apela, como bien señalaba Martín, a la esquizofrenia política en la que vivió forzosamente y durante años mucha gente olvidada por nuestros poderes públicos y por nuestra política: esos luchadores antifascistas y demócratas que, después de sufrir el oprobio de la dictadura franquista, concatenaron en democracia otra persecución totalitaria, la de la banda terrorista ETA.
Como señalaba Joseba Eceolaza en su libro ETA: la memoria de los detalles, hay una parte de la izquierda que sigue considerando que las víctimas de ETA no son suyas (nuestras). Que no les (nos) pertenecen. La aberración moral supera, incluso, al desatino político. Sólo así se entienden las declaraciones de Irene Montero mostrando una bochornosa aceptación acrítica de la inclusión por parte de EH Bildu de 44 candidatos condenados por terrorismo (ahora sólo 37 tras la renuncia de siete de ellos a sus actas).
Nos pueden ahorrar lo obvio: ya sabemos que legalmente pueden hacerlo. Pero, como señalaba el otro día Jon Viar en su artículo El mito del crimen, a nadie se le ocurriría aceptar como un jugador democrático legítimo, menos aún como socio imprescindible para la gobernanza de España, a la Falange Española, que presenta en sus listas electorales por Bilbao a García Juliá, uno de los asesinos de los abogados de Atocha.
Ningún demócrata puede aceptar con normalidad y confort moral que se rehabilite a uno de los pistoleros que atentó, en plena Transición, contra un símbolo de la lucha por las libertades y la democracia: los abogados laboralistas, sindicalistas y militantes comunistas que fueron asesinados en 1977 en Atocha. Sólo la derecha nacionalista más rancia, los nostálgicos de la dictadura, pueden ahorrar la condena moral y política a semejante aberración.
¿Por qué hemos de aceptar entonces que la izquierda oficial de este país pueda tener como socios parlamentarios y políticos a los que acogen en su seno la herencia del terrorismo sin acometer la menor condena o rectificación? Dejar de matar no es un mérito ni un aval de nada. Es el mínimo exigible en democracia.
El problema, como ocurre en el caso de la extrema derecha, es que se aceptan las ideas totalitarias que llevaron al crimen: se produce una ratificación de las mismas, nunca una rectificación.
Ejemplos de la ruptura con el terrorismo etarra, ejemplos válidos y referenciales para una democracia, hay varios.
Para empezar, los de aquellos condenados en el proceso de Burgos de 1970, entre los que se encontraban figuras tan relevantes como Mario Onaindía o Teo Uriarte, que no sólo rompieron con los métodos mafiosos y criminales del terrorismo, sino también con un proyecto político subyacente, incompatible con la existencia de una comunidad política plural y democrática (y también con la vocación igualitaria, universalista y emancipadora del socialismo, incompatible con la metafísica nacionalista).
Porque, no lo olvidemos, los medios siempre estuvieron estrechamente ligados a los fines. Cuando uno se considera ungido de la aberrante legitimidad de cribar una comunidad política bajo criterios de exclusión etnolingüística o identitaria, el medio criminal está a un solo paso. Claro que ese paso es esencial, y no todos los nacionalistas lo dieron, pero el recorrido previo conducía ya a la aniquilación de la propia unidad cívica y plural del país, a la impugnación completa de la convivencia democrática.
Si uno considera que los impuros, los mestizos o los maketos no pueden ser verdaderos vascos porque contaminan la pureza racial o la condición esencial de la «vasquidad» (aunque ese sintagma sólo refleje un delirio, pues no existe tal cosa), la contaminación totalitaria se ha producido ya, aunque no se ejecuten tales ideas en sus fórmulas más letales.
El levantamiento de una frontera étnica entre conciudadanos, la extranjerización de los que ya disfrutan de la condición de iguales, la propulsión de ideas racistas contra los inmigrantes que «venían de fuera» («cacereño» fue durante años un insulto) son parte esencial de un caldo de cultivo incompatible con las más esenciales bases democráticas, y desde luego con la vocación universalista y emancipadora del socialismo.
Sé que no es políticamente rentable, menos aún desde una perspectiva de izquierdas, ser contundente contra esos 44 candidatos condenados por pertenencia a la banda terrorista, ni frente a la fuerza política que los ampara.
Sé que buena parte de la izquierda de este país (de la que me reivindico sin titubeos, desde posiciones diametralmente opuestas a las del neoliberalismo, el conservadurismo moral o el nacionalismo esencialista español) ve con incomodidad esta contundencia y claridad en la condena política a los otros nacionalismos y su proyecto de segregación étnica, así como a la herencia política y moral de los que llevaron hasta el extremo criminal ese proyecto racista.
No les debería incomodar esta claridad en la defensa de una comunidad política de ciudadanos igualmente libres y fraternos, en la reivindicación de una comunidad en la que todos fuéramos de aquí y de allí, unos cualquiera en el sentido más igualitario posible, sin exigencias del maldito pedigrí o de la fatídica pureza de origen. Les debería incomodar su guadiánico e incoherente compromiso moral. Que lo que ven aborrecible en el pistolero ahora reconvertido en candidato por Falange lo vean aceptable en EH Bildu, con el añadido de que de estos últimos depende la gobernabilidad de España.
En cuestiones de herencias y tradiciones políticas, y puestos a poner ejemplos de cómo romper con el terrorismo nacionalista vasco, prefiero el ejemplo moral de Mario Onaindía al de un tipo siniestro como Arnaldo Otegi. Resulta doloroso, incluso, tener que hacer semejante comparación, pero visto lo visto resulta imprescindible.
Algunos se sienten cómodos considerando como interlocutores válidos a aquellos que acogen en su seno electoral a pistoleros y justificadores de un proyecto etnicista, racista y totalitario como el de ETA. Otros preferimos estar con los que sufrieron su embate criminal y su sistemática persecución. Con la buena gente de la librería Lagun, por ejemplo, con la memoria de María Teresa Castells, José Ramón Recalde e Ignacio Latierro, entre muchos otros héroes cívicos y morales de nuestro tiempo, cruelmente olvidados por la amnesia histórica que, a ratos, trata de imponérsenos.
No se puede elegir entre totalitarismos. No vale condenar la quema de libros y los ataques a los escaparates de la icónica librería donostiarra, símbolo del antifascismo y de la lucha valerosa por la libertad, cuando los que atacaban eran los Guerrilleros de Cristo Rey, o cuando quien censuraba era la criminal dictadura franquista, y mirar hacia otro lado cuando los que quemaban los libros, hostigaban y destrozaban escaparates eran los cachorros de la banda terrorista.
Y en esas, tristemente, seguimos, como amargamente denunciaba María Teresa en 1996. Hoy algunos consideran que la izquierda tiene que estar del lado de los que quemaban los libros y forzaban a la mudanza obligatoria de la buena gente de Lagun, desde la parte vieja de la ciudad donde estaba su antigua sede, y dar la espalda a las víctimas de esa pira totalitaria. Amnesia histórica y doble moral, en suma.
En mi nombre no. En nombre de la izquierda que representa El Jacobino, tampoco. Como escribió Primo Levi, «preservamos una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento».
El Español (18.05.2023)