Vivimos en un mundo en el que los políticos pueden desafiar los hechos, inventárselos incluso, y no pagar ningún precio por hacerlo, consiguiendo así desacreditar la política y rentabilizar de la mejor manera la llamada posverdad
En abril de 2017, la revista Time publicó una noticia en portada en la que se preguntaba: “¿Está muerta la verdad?”, lo hacía a propósito de las fake news y tras realizar una entrevista a Donald Trump.
A mí se me ha venido a la cabeza aquella portada al escuchar a Alberto Núñez Feijóo quien hace unos días le aseguró al periodista Carlos Alsina en una entrevista: “Yo me someto a cualquier test de la mentira durante todo el debate. A mí me importa mucho que no se diga de mí que miento”. Acto seguido, Alsina no dudó en enumerarle todas las mentiras que dijo el día del debate frente a Pedro Sánchez.
No pasó nada, Feijóo siguió con su cruzada de que la verdad está de su parte.
Tampoco pasó nada el otro día, cuando a Feijóo le preguntaron si se comprometía a revalorizar las pensiones con el IPC a lo que respondió: “Siempre lo hemos hecho. Nuestro partido nunca dejó de revalorizar las pensiones conforme al IPC”. Hasta tres veces la periodista Silvia Intxaurrondo le recordó: “No es correcto. No lo hicieron ni en 2012, ni en 2013 ni en 2017″, asegurándole al candidato que tenía los datos contrastados.
Ni tampoco ha pasado nada con la denuncia de Feijóo de que el presidente tiene “800 asesores en La Moncloa” cuando en realidad tiene 390.
Nadie de la audiencia irá a consultar un BOE o un servicio de información oficial para contrastar el dato.
De nuevo, no pasa nada. En realidad nunca pasa nada.
Pero lo preocupante no son las mentiras, que también, lo preocupante es que estas no solo no penalicen. Habitan entre nosotros, campan a diario en tertulias, y debates sin que suponga un problema, porque no solo las más de las veces el periodismo no logra —o no quiere— desmontarlas en el momento en el que estas se producen, sino que, además, cuando se alcanza el desmentido, no parece que acabe llegándole a las mismas personas que antes han sido víctimas del engaño. Añadamos a esto que no solo las mentiras no juegan en contra, sino que el que las utiliza sabe que le sale a cuenta mentir, porque en no pocas ocasiones tienen constancia de que los hechos, reales, objetivos, son mucho menos influyentes a la hora de conformar a la opinión pública de lo que lo son las llamadas a lo emocional que se ocultan tras una mentira y, por tanto, quizás ganen con ella algún nuevo votante.
La prueba de la eficacia de las mentiras —los modernos las llaman posverdad— la vimos en Donald Trump de quien gracias al PolitiFact —una organización sin ánimo de lucro para señalar fake news— supimos que el 70% de las afirmaciones que había realizado durante su campaña electoral eran falsas. No importó, Trump acabó consiguiendo la mayor victoria electoral desde Reagan.
Sí, lo sé, mentir es tan viejo como el mundo, nadie lo pone en duda. Así como que los políticos mienten; que la manipulación de la verdad es uno de los recursos políticos favoritos para condicionar a la opinión pública; que se miente o bien para ocultar errores e incompetencias o bien para ganarse a los votantes frente al rival; incluso todos sabemos que hay una mayor tendencia a mentir desde la derecha que desde la izquierda. Todo eso es cierto, pero dejadme que os diga que el problema a día de hoy en España va más allá. Porque lo que parece claro es que no puede funcionar una democracia en la que en un debate a dos —presidente y presidenciable— el candidato a presidente dé un dato, y el todavía presidente le asegure que es mentira y, acabado el debate, el ciudadano se vaya a la cama a dormir sin saber quién de los dos le ha engañado, porque ninguna mentira es inocua, todas tienen un propósito y en este caso es llevarse el “voto al agua” a costa del derecho a la verdad de los españoles.
Por desgracia, vivimos en un mundo en el que los políticos pueden desafiar los hechos, inventárselos incluso, y no pagar ningún precio político por hacerlo, consiguiendo desacreditar a la política al tiempo que la mentira acaba no solo cobrando mucha más importancia que la verdad, sino que se rentabiliza de mejor manera. Y además ahora esa mentira no se limita al futuro (todos conocemos de las promesas electorales no cumplidas) las mentiras —la posverdad— abrazan también el pasado y el presente. Sin importar que en estos dos momentos temporales todo sea comprobable gracias a los datos para demostrar lo que es verdad.
En fin, parece que sigue vigente la expresión de Orwell:“En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. Y como parece que tampoco en esto están siendo revolucionarios los políticos, esta campaña electoral puede ser el momento en el que los ciudadanos sí lo seamos y no permitamos que se ganen votos mediante las mentiras.
El País (19.07.2023)