Hacia el desmantelamiento del Estado
El republicanismo en su vertiente más social es el único camino hacia la conformación de comunidades políticas con una institucionalidad democrática e inclusiva
En las recientes elecciones PASO de Argentina se ha impuesto el candidato anarcoliberal Javier Milei. Hace tiempo que la realidad supera a la ficción. Aunque no fueron pocos quienes menospreciaron las advertencias al respecto, en el mundo digital, internet y redes sociales, la rebeldía y lo (presuntamente) contrahegemónico son conceptos patrimonializados por una derecha especialmente dogmática en sus andanadas individualistas contra el Estado.
En el caso de Milei destaca una mezcla entre histrionismo formal y burdo fundamentalismo ideológico. En este caso, el dogmatismo se presenta en su forma más extrema. Se pretende reducir al Estado a su mínima expresión, como antesala de su total desmantelamiento. Lo que subyace es, sin embargo, una doctrina económica y política no precisamente nueva en Iberoamérica.
Idénticos fundamentos a los que respaldaron la perversa ingeniería neoliberal implantada en países como la propia Argentina o Chile de los años 70 en adelante. Hoy, los justificadores de la grosera noción de libertad del candidato de La Libertad Avanza pasan por alto que ni siquiera se trata de una reproducción seria del concepto de libertad negativa acuñado por Isaiah Berlin, sino de una dantesca caricatura del mismo.
Esta vendría a hacer equivaler cualquier injerencia estatal con el ejercicio propio de una mafia empeñada en saquear a un individuo que sólo podría ser libre si viviera sin interferencia pública de ningún tipo.
La traducción práctica provoca escalofríos: «Estamos frente al fin del modelo de la casta, basado en esa atrocidad que dice que donde hay una necesidad nace un derecho y se olvida que ese derecho alguien lo tiene que pagar, cuya máxima expresión es esa aberración llamada justicia social, que es injusta porque implica un trato desigual frente a la ley y está precedida de un robo».
El inventario de medidas suicidas resulta estremecedor. Fin de la provisión pública de sanidad y educación, eliminación de las indemnizaciones por despido, desregulación completa del mercado laboral, liberalización del mercado de armas e incluso compraventa de órganos («es un mercado más»). Ni el caricaturista más sórdido podría haber dibujado algo así.
En Ecuador, mientras tanto, el narco ha penetrado de forma significativa en el Estado. En una reciente charla virtual jacobina con el profesor de la ESPOL de Guayaquil Jorge Polo Blanco, el citado apuntaba a algunas de las causas de la gravísima crisis que sufre un país inundado por la ola de violencia y crímenes constantes, entre otros el del candidato presidencial Villavicencio.
Entre ellas, un Estado desmantelado y en permanente retroceso, incapaz de garantizar la seguridad ciudadana, que ha perdido el control de las cárceles en favor del narco. Unas desigualdades lacerantes y unas oligarquías que desprecian a sus poblaciones y demuestran su rapacidad sin ningún escrúpulo.
Las políticas neoliberales no han sido ajenas al desastre. Abandono de políticas públicas, deterioro de infraestructuras, políticas fiscales profundamente regresivas, patrimonialización del país y sus riquezas naturales por parte de unos pocos grupos económicos y financieros que concentran salvajemente el poder. Merece la pena invocar comparativamente la situación de ambos países para reflexionar sobre el acertado aserto de José García Domínguez hace días en una célebre red social: «La alternativa al Estado no es el libre mercado, sino la mafia».
Cuando se realiza un análisis político sobre Iberoamérica es común poner el foco en los efectos nocivos del populismo. Habría mucho que decir aquí. Para empezar, la lejanía que estos sistemas guardan respecto al socialismo democrático, al republicanismo cívico o al propio marxismo.
Pero más allá de la necesidad de hacer un análisis crítico de todo populismo caudillista, es imprescindible entender cuáles son las causas de los mismos y su retroalimentación con el naufragio neoliberal latinoamericano. Con frecuencia silenciado en los análisis ortodoxos que se hacen a este lado del Atlántico. Craso error que impide entender la realidad social de Iberoamérica y su continuado desastre político.
Durante décadas, se ha utilizado América Latina como banco de ensayos de la ingeniería neoliberal impuesta por escuelas de economía como la de Chicago o la Austriaca. La entrevista de Hayek en El Mercurio en abril de 1981 no por conocida resulta menos ilustrativa: «Es posible que un dictador gobierne de forma liberal. Y es posible también que una democracia se gobierne con una total ausencia de liberalismo. Personalmente, prefiero una dictadura liberal que un gobierno democrático sin liberalismo».
La Escuela de las Américas instauró una tradición de golpes de Estado sistemáticos en el patio trasero de los Estados Unidos a través de planes perfectamente diseñados por la CIA y las oligarquías de países como Chile o Argentina.
Se practicaba una represión brutal en el terreno democrático y en la vulneración de derechos fundamentales a través de un Estado escalofriantemente arbitrario y sanguinariamente autoritario (Plan Cóndor, torturas, desapariciones y todo tipo de atentados contra los derechos humanos).
Al mismo tiempo, ese Estado fomentaba su estrechamiento social, la liberalización de los flujos financieros, la desregulación laboral y las privatizaciones.
Posteriormente, esas mismas políticas se llevaron a cabo con envoltorios formales menos agresivos. Cuando la correlación de fuerzas lo permitió, fueron las urnas las que sirvieron para continuar las políticas de desmantelamiento del Estado y consolidación de una dualidad social lacerante.
Llama la atención la constante invocación liberal al control del poder. ¿Es que acaso quiénes blasonan a diario de demócratas liberales no se percatan que, con el desmantelamiento neoliberal del Estado sufrido en tantas partes del mundo, la concentración del poder en manos privadas ha aumentado de forma sustancial, sin pesos ni contrapesos, malbaratando la propia idea de democracia liberal?
Una parte de la izquierda iberoamericana y también europea, imbuida por los aires del posmodernismo y de corrientes indigenistas, se ha equivocado en su generalizado recelo hacia el Estado. Tal vez sin quererlo ha incurrido en una pinza involuntaria, pero peligrosa, con el neoliberalismo económico que quiso reducir los Estados a su mínima expresión o mantenerlos en un estado precario y disfuncional.
A través de una cierta corriente posmoderna se ha considerado al Estado (como si este no pudiera ser democrático, garantista y socialmente orientado) como un instrumento canónico de represión y se han alentado ciertos dejes anarquizantes, muy perjudiciales en el contexto de capitalismo global en el que nos encontramos.
Por su parte, el indigenismo ha cultivado el espejismo de que existe una alternativa emancipatoria en la fragmentación de los espacios políticos. Lo ha hecho a través del blindaje de comunidades que pueden regirse con su derecho propio, como pueblos originarios que deben preservarse frente a las veleidades de asimilación cultural de quienes, al parecer presos de una epistemología occidental, no entienden las bondades de la diversidad cultural y étnica.
Bien haríamos en no errar el tiro. El derecho a la diferencia no puede convertirse jamás en una diferencia de derechos. El pluralismo jurídico exhibe sus costuras cuando es mediatizado por los principales interesados en debilitar la noción de república y de convertir el Estado en un ente debilitado y postrado frente a los intereses mercantiles privados. ¿Acaso a Milei le interesará legislar para poner coto a las multinacionales o le parecerá bien, como ya ha insinuado, la descomposición normativa del Estado en favor del fantaseado libre mercado?
«Vivir aparte» no será nunca una alternativa de emancipación de tantos desposeídos a los que el Estado es incapaz de proveer sanidad, educación, transporte o seguridad. Comprobado está que tampoco el mercado libre, ficción inexistente, resolverá esta dejación de funciones del propio Estado.
Es el republicanismo en su vertiente más social el único camino hacia la conformación de comunidades políticas con una institucionalidad democrática e inclusiva, con un conjunto de derechos políticos plenos, que combata frontalmente las lacerantes desigualdades que alejan la democracia real de la región. Esas mismas que el anarcocapitalismo más demenciado quiere avivar ahora, igual que ayer hicieron las dictaduras militares de los Chicago Boys.
Convendría que la izquierda no tomase el atajo populista ni se quedase paralizada ante la fascinación con la identidad cultural en sus diferentes versiones. Porque ambos son caminos torcidos que convergen, involuntaria pero letalmente, con la impugnación neoliberal del Estado que sigue atenazando a las naciones latinoamericanas.
El Español (22.08.2023)