España tiene un reto pendiente: la política industrial
No es lógico desempeñar un papel pasivo ante la economía financiera, renunciar al control de los sectores estratégicos o dejar la política industrial al albur de los intereses de rentabilidad privada
Un asunto esencial para nuestro futuro es ser capaces de definir una política industrial consistente en el marco de un modelo productivo mucho más sólido. En la economía global en la que nos encontramos, hay evidencias más que sobradas para descartar la errada senda de la devaluación salarial sistemática, aplicada durante años con incendiarios efectos sociales.
Ha lastrado la competitividad exterior de España y condenado a la precariedad generalizada a buena parte de nuestros trabajadores, mermando la capacidad de consumo y ahorro de las familias, y haciendo de nuestra economía especialmente vulnerable a situaciones excepcionales como la pandemia. Los tan loados ERTEs fueron un ejercicio de respiración asistida por parte del Estado a un tejido empresarial caracterizado por el escaso tamaño de las empresas, que en su abrumadora mayoría son pymes y autónomos.
La subida del SMI es una medida correcta y necesaria ante los salarios de miseria y las importantes desigualdades que asolan a la sociedad española, pero no es suficiente. Hay que apostar por un tejido empresarial formado por empresas más grandes, lo cual es extraordinariamente complicado mientras se siga dependiendo de forma tan directa del sector terciario.
Sería igualmente razonable redistribuir el tiempo de trabajo y reducir la jornada laboral de forma efectiva, al tiempo que se persigue, mediante una dotación de medios suficientes a la Inspección de Trabajo y Seguridad Social, el fraude laboral que hoy impera, por ejemplo, en cuanto a las numerosas horas extraordinarias sin remuneración ni cotización, realidad lacerante que contrasta con el desempleo estructural de nuestro país. Al tiempo, debe aumentarse la productividad mejorando nuestra muy deficiente inversión en I+D (en el año 2022, según estadística del INE, un 1,44 % del PIB; ciertamente ha experimentado una mejora en los últimos tiempos, pero claramente muy por debajo de la media de la UE).
La mejor política industrial es la que sí existe, al contrario de lo que durante años se afirmaba desde los poderes públicos. Devaluando salarios, mediante la desregulación del mercado de trabajo, flexibilizando modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo y liberalizando el despido —desde mediados de los años ochenta, excluyendo la timorata última reforma laboral, todas las políticas que han regido nuestro mercado de trabajo han partido del axioma de que la liberalización de las condiciones laborales era el bálsamo de Fierabrás para nuestro males económicos— no hemos sido más productivos ni más competitivos, en una economía global abierta en la que es sencillo encontrar salarios muy bajos en economías emergentes, con los que carece de sentido competir siguiendo ese sesgado patrón.
Sin embargo, el coste en términos de deterioro de las condiciones materiales de los trabajadores ha sido alto. Indudablemente, la pérdida de peso de la industria española ha sido más causal que casual. Hoy, la terciarización, la dependencia excesiva del turismo, la hostelería y, en definitiva, de todo el sector servicios, son claras muestras de debilidad y una deficiencia estructural de nuestra economía.
La UE necesita una reforma profunda y establecer al fin una unión fiscal y presupuestaria que permita abordar el equilibrio entre Estados miembros, hoy inexistente. No es sólo una medida prioritaria para luchar contra la desigualdad sino también es el único camino factible para potenciar la producción en Estados como el nuestro. El actual desequilibrio norte-sur y el dogmatismo de algunos principios neoliberales en los tratados ha sido pernicioso y ha impedido un peso mayor de Europa en el concierto internacional.
Se suele plantear una objeción no exenta de fundamento: ¿acaso es posible armonizar los intereses de naciones tan dispares con intereses económicos, geopolíticos, geoestratégicos y energéticos tan distintos, incluso en ocasiones contrapuestos entre sí? No parece sencillo, desde luego. Pero quizás estemos ante algo ineludible: los Estados-nación son insuficientes en un contexto de producción posfordista, con sistemas de producción deslocalizados, en el que las políticas económicas keynesianas en un solo Estado-nación se encuentran con la clara limitación del principio de libre circulación de capitales que rige en la UE y, en general, de la globalización económica y financiera.
Es por ello por lo que no parece improcedente conformar espacios de integración supranacional, siempre y cuando se hiciera con altura de miras y con una verdadera planificación política conforme a criterios de bien común y utilidad social.
Sin duda, los criterios que fijó Maastricht fueron otros. A la libre circulación de capitales y mercancías y a la configuración particular del BCE —orientado más a controlar la inflación que a fomentar el crecimiento de la economía, si bien durante varios años ha optado por lo segundo, llegando así a violentar los principios de los propios tratados, revirtiendo las políticas de austeridad que se aplicaron tras la crisis de 2008—, no le siguió la conformación de una verdadera integración política.
Que aún hoy sigamos debatiendo sobre el mínimo de tributación en el Impuesto de Sociedades, en una discusión bizantina que termina por desgracia abortada por las fuertes resistencias que encuentra, es el ejemplo más palmario de las fallas estructurales de la UE. Este debate está íntimamente relacionado con las posibilidades reales de llevar a cabo una política industrial equilibrada, de la que no puede dejarse fuera a un sur de Europa subalterno y gravemente endeudado.
Necesitamos, además, una configuración política que deseche definitivamente los resabios neoliberales que inundaron la política internacional en los años ochenta y noventa del pasado siglo. Se precisa para acometer una reindustrialización que trascienda las buenas intenciones y las promesas que se lleva el viento. Se suele apelar a la colaboración público-privada como si el sintagma tuviera equivalentes efectos mágicos al de “reformas estructurales” y otros.
Nadie puede estar a favor o en contra de semejantes generalidades, si no se precisa qué significan. Claro que repudiar a priori la institución del mercado es profundamente dogmático, y además poco inteligente a la vista de la experiencia a nuestro alcance. Pero otro tanto podría decirse de quienes estigmatizan la planificación de cualquier política pública. Las grandes empresas (también las privadas) no funcionan como órdenes espontáneos, sino como tramas complejas perfectamente coordinadas y planificadas. El gran problema de fórmulas como las anteriores es cuando devienen en mantras ideológicos que operan con independencia de toda evidencia empírica, y que además se presentan en sociedad como pensamiento neutral y carente de ideología.
En el contexto de la política industrial, es indudable que tenemos que favorecer un marco regulatorio de seguridad jurídica para nuestras empresas, pero eso no se hace impugnando el papel regulador, productivo o redistributivo del Estado. Ejemplos como los de nuestro mercado hipotecario o nuestro sistema bancario, que durante tanto tiempo ha inundado de cláusulas abusivas y condiciones leoninas los contratos de adhesión suscritos por consumidores y usuarios, no han favorecido precisamente la seguridad jurídica de la parte contratante más débil.
Sirva lo anterior para desmentir los apriorismos que dan por sentado el necesario desplazamiento del Estado. No parece lógico que el mismo haya pasado a desempeñar un papel residual o pasivo ante la economía financiera —la desregulación de los mercados financieros, huelga recordarlo, nos ha conducido al desastre en crisis cíclicas—.
Ni parece razonable que en los sectores estratégicos de un país el Estado deba perder toda participación o control (máxime cuando se hace a favor de empresas públicas de otros Estados, como en el flagrante caso de Endesa a manos de Enel, empresa pública italiana).
Ni desde luego resulta inteligente que la política industrial sea dejada al albur de los estrictos intereses de rentabilidad privada, puesto que afecta a toda la ciudadanía, a la competitividad de la nación en su conjunto, y por ende repercute también en toda una serie de parámetros –institucionales, legales, normativos o fiscales– que son clave para el presente y el futuro de España.
El Español (21.12.2023)