Las leyes no se cumplen, hasta que se cumplen. Y es peor

Las leyes no se cumplen, hasta que se cumplen. Y es peor

Como no son héroes, acatan. Ya se quejarán otros. La dignidad, si acaso, otro día

El trámite legislativo -por así llamarlo- en Cataluña es singular. Se saltan las leyes y, luego, cuando llegan las sentencias judiciales, se incumplen. Incluso hay innovaciones recientes: indultos, amnistías y leyes escritas al dictado de los delincuentes, el método más eficaz para acabar con los delitos.

Las aportaciones recientes no deberían llevarnos a olvidar otra, clásica -con algún precedente en las leyes de Núremberg-, practicada durante muchos años: se facturaban leyes delirantes con el compromiso, más o menos explícito, de no aplicarlas o de aplicarlas de aquella manera. Sucedió con la imposición de rotular en catalán los comercios. Cuando alguien levantaba la voz, se contestaba: «Tranquilo, si, al final, cada uno hará lo que quiera». Así fue durante bastante tiempo. Una calculada dejación que reforzaba el mensaje: «No enredéis, en la calle no pasa nada». Hasta que pasó. Llegaron las multas y, como nadie había protestado antes, con razón se respondía a quien lo hiciera: «De qué te quejas, solo se está cumpliendo la ley». Y se quedaba sin réplica.
 
Lo mismo sucedía con los requerimientos lingüísticos. En la enseñanza media, en la práctica, las clases se daban en español. Lo normal y debido: es la lengua común y ampliamente mayoritaria de los catalanes. Hasta que, un día, llegó el comisario y mandó parar.
 
Pero el procedimiento ha sido más siniestro -y envilecedor- en la universidad. Los rectores, cuando se reunían, imponían por unanimidad requisitos lingüísticos a los docentes. Luego, en privado, muchos te reconocían que, de aplicarse, se acabarían los criterios de excelencia y meritocracia. No es lo mismo escoger a los mejores entre cinco que entre cincuenta mil. Aunque, naturalmente, los aborígenes, que eliminaban competencia, aplaudían: así no vienen los de fuera. Los más sensatos, y cobardes, trampearon: se exigía a los profesores un vago compromiso de aprender catalán. Como Messi y Neymar, que también lo firmaron.
 
El problema es que, más temprano que tarde, también allí llegan los comisarios. Incluso a los departamentos con justificada reputación internacional, con profesores de mil procedencias y cuya lengua franca es el inglés. Muchos de ellos -créanme- en el 2017 ni se enteraron de lo que pasaba. Y, claro, a ellos también les ofrecen trampear la ley: balbucear cuatro palabras -ante un prompter si es menester- para conseguir el nivel XL de catalán. Sus reglas son distintas a las aplicadas a los enfermeros españoles.
 
Como no son héroes, acatan. Ya se quejarán otros. La dignidad, si acaso, otro día. Y eso que muchos profesores tienen precio de mercado y podrían trabajar en cualquier parte del mundo. Amor al bien y a la verdad, pero sin abusar. Con ese barro se forja la universidad y el coraje de los intelectuales: por lo bajo, se burlan. Pero con su complicidad legitiman la barbaridad. Como los viejos catedráticos en la dictadura, cuando juraban los principios del Movimiento Nacional.
 

El Mundo (18.12.2023)