Los agricultores ante la globalización
Se equivoca la izquierda cuando desprecia las protestas de sectores que no son convencionales dentro del clásico esquema capital-trabajo. Se trata de un malestar identificable con los desequilibrios de la globalización.
La pandemia puso de manifiesto algunas costuras de un mundo globalizado sin reglas políticas comunes y con importantes desequilibrios entre Estados. Durante años, se consideró inevitable e incluso conveniente que el sur de Europa cultivase un modelo productivo especializado en el sector servicios. Vimos entonces, de forma palmaria, cómo esa terciarización tenía importantes externalidades negativas. En el momento de mayor tensión sanitaria y social, España vio sus carencias reflejadas frente al espejo, empezando por la más simple y manifiesta incapacidad de producir mascarillas y demás material sanitario, con una alarmante dependencia del exterior.
A comienzos de la década de 1980, la industria española representaba el 28,6% del PIB; en la actualidad, algo más del 15%. La propia Unión Europa ha marcado el objetivo comunitario de establecer, al menos, un 20% de peso industrial sobre el PIB, del que seguimos lejos. Las cifras esconden cierta paradoja porque el proceso de construcción europea sigue careciendo de unos instrumentos de integración política equilibrados y simétricos que permitan al sur europeo recobrar el pulso industrial, y salir de la dependencia excesiva de la hostelería y el turismo y, en relación con lo anterior, de un tejido empresarial español formado abrumadoramente por pequeñas empresas y autónomos.
A la pandemia le han seguido la guerra entre Rusia y Ucrania, y una crisis energética de primer orden, con sus consecuencias inflacionarias. La soberanía energética, retratada por la excesiva dependencia del gas ruso en buena parte de Europa, sobrevuela de nuevo el debate público. El déficit en inversión tecnológica es una realidad claramente europea que, de nuevo, se hace muy visible en el caso español. La inversión en I+D, que no llega en España al 1,50% del PIB, sigue lejos de los estándares europeos y del índice deseable para mejorar nuestra productividad -asignatura pendiente de la economía española-, y para fomentar sectores con valor añadido. Durante años, lo fiamos todo a un modelo de devaluación salarial completamente fallido.
La contradicción aparece servida ante retos supranacionales que desbordan el ámbito de decisión de los Estados-nación, ante la pérdida de soberanía de estos en un mundo global y ante procesos políticos supranacionales disfuncionales y asimétricos: tratados excesivamente dogmáticos en sus reglas económicas ortodoxas, en los que priman la libre circulación de capitales, la reglas de gasto, el desequilibrio entre Estados miembros y la ausencia de un presupuesto comunitario suficiente para afrontar una verdadera política fiscal común y efectivamente redistributiva.
Las protestas de nuestros agricultores y ganaderos, a pesar de los recelos de muchos al analizarlas, ponen de manifiesto un malestar muy similar al que supura en el diseño de la globalización en materia industrial, productiva o energética. Las cosechas españolas compiten con un mercado global en el que abundan productos con unos niveles de control medioambiental y fitosanitario sustancialmente menores. Esta misma contradicción se refleja en el ámbito comunitario: la Unión Europea asume unos criterios medioambientales ambiciosos y, en ocasiones, muy exigentes, al tiempo que suscribe tratados de libre comercio que sirven para inundar el mercado comunitario con productos de terceros países que no cumplen absolutamente ninguno de esos requisitos. Por no hablar de las condiciones laborales, que, a pesar de los recortes sociales y las reformas laborales lesivas para los trabajadores en las últimas décadas, siguen siendo incomparables en buena parte de Europa con las de los países extracomunitarios.
Como ha señalado con precisión la periodista Pilar Vera, analizando los problemas que aquejan al campo español, «los acuerdos europeos de libre comercio permiten la circulación de bienes de igual a igual entre países o zonas de interés estratégico (Mercosur, Marruecos). Muchas empresas españolas son las que operan directamente en estas zonas, y muchas más las que importan productos desde allí. Por las condiciones socioeconómicas de las que hemos hablado, lo que se produce en el campo español no va a poder competir nunca, ni a precio ni a nivel de producción, con lo que llega de fuera, simplemente, porque sus reglas del juego son distintas. No vemos con qué productos las tratan, no vemos las condiciones de los jornaleros o de las envasadoras en la otra punta del planeta (ni escuchamos hablar sobre ellas)».
En el fondo del debate aparecen, de nuevo, la globalización y la soberanía. El dogmatismo del libre mercado ha generado recelo ante un concepto esencialmente democrático como el de soberanía, que algunos confunden con una especie de autarquía o encierro regional incompatible con el signo de los tiempos. Es justo al revés: cuando apelamos a la soberanía alimentaria, industrial o energética, no estamos más que invocando la necesidad de una comunidad política verdaderamente democrática, con una verdadera garantía de las condiciones materiales de la población. La globalización económica y financiera ha orillado en buena medida esas prioridades democráticas en el marco del Estado-nación, subordinándolas a otro tipo de intereses, y bloqueando que el espacio de soberanía se traslade a una esfera de integración supranacional real. Lo vemos, por ejemplo, con la entrada de los fondos de inversión en el campo español, con cultivos superintensivos y políticas extractivas, que afectan a los precios y a las condiciones laborales de los trabajadores.
En este contexto complejo, se equivoca una buena parte de la izquierda cuando desprecia las reclamaciones de sectores que no son convencionales dentro del clásico esquema capital-trabajo. Se trata, en realidad, de un malestar perfectamente identificable con los desequilibrios de la globalización. Ocurrió en las protestas de los chalecos amarillos en Francia. Como recordaba el geógrafo francés Christophe Guilluy, una buena parte de las clases trabajadoras ya no vive donde se crean la riqueza y el empleo. Hay un cambio geográfico: una brecha entre los grandes núcleos urbanos conectados con la economía global, y las zonas periféricas, cada vez más desconectadas.
Una buena parte del campo español muestra su agotamiento también con unos sectores presuntamente progresistas, cuyo discurso ecologista con frecuencia está desconectado de las necesidades productivas y económicas de las clases más desfavorecidas. El riesgo es doble: no sólo es un discurso incapaz de atender a las demandas de una población que vive cada vez peor en la periferia, sino que se allana el camino para las burdas respuestas populistas de la extrema derecha identitaria. Una contestación demagógica que niega el cambio climático y la evidencia científica, así como su relación con la sequía y la desertificación. Cuestiones esenciales si nos tomamos en serio no sólo el planeta donde vivimos, sino los derechos fundamentales de las personas que lo habitan, empezando por la salud pública y siguiendo por la economía productiva.
Ahora bien, siempre hay una alternativa a la salida fácil de cierta izquierda posmoderna, con su fiscalidad medioambiental regresiva y su desprecio mal disimulado a los perdedores de la globalización que no responden a sus patrones culturales y a su sociología urbana. Por ejemplo, los trabajadores de nuestro sector primario. La salida consiste en poner el foco del debate en la necesidad acuciante de articular una política que transforme verdaderamente las instituciones comunitarias para garantizar la soberanía y guiar la economía con criterios realmente democráticos, y al mismo tiempo impulsar políticas públicas que hagan recaer el peso de los ajustes en las rentas del capital y en los grandes patrimonios y herencias, antes que en la fiscalidad indirecta y en las rentas del trabajo. Además de asumir con responsabilidad y sin dogmatismo los retos ambientales acuciantes para nuestro futuro, con políticas públicas de compensación y protección a las clases populares que vean deterioradas sus condiciones materiales.
En definitiva, lo esencial es que la tentación simbólica y representativa no termine de estrangular el verdadero objetivo de la buena política: el bien común y el interés social.
El Mundo (1.03.2024)