Mimetizarse con los ciudadanos, atendiendo a sus querencias inmediatas, incluidas las más primitivas, refuerza una extendida confusión, entre votos y calidad de las ideas, con graves implicaciones políticas
Una derrota electoral no equivale a una derrota de las ideas. Lo sabemos todos, incluidos los políticos. Sin embargo, cuando les vienen mal dadas, acatan la tópica cursilería circulante al explicar o justificar sus derrotas, comenzando por la más desastrada de todas: «no hemos escuchado la voz de los ciudadanos (el pueblo, los votantes, etc.)». Una chatarra reforzada no pocas veces con la tramposa metáfora espacial que conduce a delirios como uno que escuché en la radio al día siguiente de las elecciones: «extrema derecha moderada» (les confieso que estaba esperando un remate «…de centro izquierda»). Y, claro, para complacer a todos, y no molestar a nadie, no dicen nada. Perdón, hablan de eficacia, honradez. Y de cumplir la ley. Gestionan. Hasta se muestran orgullosos de la falta de ideología.
El ejemplo intelectualmente más deprimente es Alberto Núñez Feijóo, intentado desdibujar perfil. Hay que dar cobijo a todos: nacionalistas (moderados, naturalmente); socialistas (desengañados); derechistas (tibios). A fuerza de tironear, las costuras populares están a punto de reventar. Y se sorprenden de que, ante sus ambigüedades, aparezcan otras opciones políticas que, al menos, tienen identidad política. Se sorprenden y exigen cierre de filas con sus indefiniciones. Resulta un tanto penoso escuchar sus lamentos de lo que es consecuencia de su propia inanidad. La mayor suerte ideológica de Feijóo es Pedro Sánchez. Una bendición. Para desarmarlo le basta con el principio de contradicción, con recordarle el Pedro Sánchez de ayer al Pedro Sánchez de hoy.
Pero seamos justos con el líder popular. Su vacuidad es un tributo obligado de la moderna política y su culto a los votantes. Se trata de «captar votantes» tirando de aquí y de allá. El inexorable populismo de todas las democracias. Por eso, todos, ante los reveses electorales, acuden al conjuro «no hemos estado atentos a los votantes». Una convicción que, asumida en consecuencia, lleva a confundirse con el paisaje, a esa otra necedad de «parecerse a la sociedad». ¡A la sociedad que quieren cambiar! Habría, por tanto, que ser nacionalistas en el País Vasco y nazis en el Berlín de 1933. En Valencia, muy preñada; y muy doncella en Madrid. Y moderado nacionalismo en el Ecuestre. En realidad, quienes eso sostienen, de tomarse en serio, deberían abandonar la política. La política, por definición, busca modificar una situación, cambiar las cosas. La política, sí, es obligada ingeniería social. Lo siento, amigos liberales: hasta Popper, padre del sintagma, era partidario de la (buena) ingeniería social.
Esa voluntad de mimetizarse con los ciudadanos, atendiendo a sus querencias inmediatas, incluidas las más primitivas, refuerza una extendida confusión, entre votos y calidad de las ideas, con graves implicaciones políticas. Y no, los resultados electorales no tasan la solvencia de las propuestas, sino su aceptación, que es cosa diferente. País Vasco, Berlín, recuerden. Sin duda, en democracia, la aceptación ciudadana es una exigencia inexcusable, no solo para la eficacia de las políticas, pues resulta difícil una intervención pública con una ciudadanía hostil o indiferente; sino, sobre todo, para su legitimidad, porque estamos comprometidos con la libertad y el autogobierno, incluso cuando los ciudadanos quieren suicidarse. Pero eso no debe llevarnos a revisar tesis cuya fundamentación no está sometida a la votación pública. Si la verdad de un juicio dependiera de los consensos, no habríamos salido de la cueva. Seguiríamos como cuando Espartaco. El progreso moral existe porque un día alguien dijo «pues no está tan claro».
Si queremos cambiar las cosas, que en eso consiste la política, hemos de conseguir la aceptación colectiva de nuestras ideas o propuestas o, lo que es lo mismo, hemos de modificar las ideas reinantes. Debemos hacer buena ingeniería social. La aceptación no depende únicamente de la racionalidad de nuestras propuestas. Ni siquiera en ciencia, el paraíso de la razón. En la universidad, salvo aquel grupo de matemáticos que firmaban con el nombre colectivo de Bourbaki -sin dar los buenos días, se lanzaban a la pizarra encadenando axiomas y teoremas- todos los demás, en las clases, solo ocasionalmente «demostramos» teorías. Utilizamos ejemplos, trucos retóricos (como los libros de divulgación científica) y hasta seducimos. Convencemos persuadiendo.
Y en política, aún más. Las ideas, incluso las más justificadas, se extienden unas pocas veces con argumentos y, por lo general, con emociones e incentivos, con intereses. La irracionalidad consistiría en ignorarlo. Operan multitud de inercias psicológicas y emocionales. Muchas veces se impone una lealtad perruna a las siglas, con independencia de las propuestas, como ha sucedido con los votantes socialistas, capaces de aplaudir una propuesta y su contraria. Pero hay muchos más sesgos. Uno de ellos, muy poderoso, es la disposición a ignorar problemas cuya solución requiere asumir costes (hundidos, dicen los economistas) que no hay modo de recuperar. Nos emperramos hoy porque nos emperramos ayer. Así se explican persistencias en matrimonios encanallados y ruinosos comportamientos en inversiones bursátiles. No estamos dispuestos a aceptar un trastorno circunstancial y seguimos en el pozo. Otro sesgo, no menos poderoso, conduce a una preferencia irracional por el statu quo: explica la cobardía de tantos municipios para encarar cambios (calles peatonales, por ejemplo) que exijan obras que requieran un plazo superior al periodo electoral. Sesgos como estos ayudan a entender la resignación de los políticos ante la Paradoja de Juncker: «Sabemos cuáles son los problemas y cómo resolverlos, pero no sabemos cómo ser reelegidos después de hacerlo».
Así las cosas, cualquier intervención política racional y realista se enfrenta al reto de llevar a cabo intervenciones impopulares en escenarios de competencia electoral propicios al populismo. Por resumir: debe navegar entre los principios y los votos. Por lo general, ante ese dilema, nuestros grandes partidos actúan según el principio de menor resistencia: debilitan las convicciones y se mimetizan con los votantes. Todavía peor: ensalzan las realidades obscenas con chatarra palabrera: qué buena es la diversidad, etc. Desde el «Pujol, español del año» hasta el «Otegi, hombre de paz», disponemos de un amplio muestrario.
Pero no siempre sucede de ese modo. El racismo se combatió afirmando los principios y modificando las reaccionarias opiniones ciudadanas, sin recrear presuntas bondades en el KKK. Se tenía claro el objetivo y se buscó la mejor estrategia. Con razones, intereses y emociones: se acabó con «el derecho» a ocultar las identidades mediante capirotes. Hay más casos: el conde de Aranda, para terminar con la capa larga y el sombrero de ala ancha, impuso esa vestimenta a los verdugos; Atatürk, para desalentar el velo en las mujeres turcas, lo hizo obligatorio entre las prostitutas. Inteligente ingeniería social.
Pero para actuar de ese modo hay que saber qué se quiere. Tener claros los fines últimos y los principios que no admiten rebaja. Las políticas se negocian; los valores, no. Sirven los de siempre. Lo argumentó impecablemente, según su costumbre (recomiendo su libro Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?), el filósofo político más sutil de los últimos 50 años, Gerald Cohen, en un texto de reivindicación del socialismo (Back to the Socialist Basis). Se trataba de hacer lo mismo que, para los suyos, había hecho Margaret Thatcher: recuperar -y reafirmar- los principios clásicos, sin dejarse aturullar por la retórica ajena, a la vez que, ajustándose a las circunstancias, se modula el mensaje, las propuestas institucionales. Ese era el modelo a seguir. Por todos. También para la izquierda.
Si no me acabo de explicar, piensen –a contrario sensu– como ejemplo de lo que no hay que hacer, en las respuestas al «problema territorial», esto es, al nacionalismo, el inventor del problema: en lugar de afirmar los principios, nos dejamos atrapar por una ontología (conflicto territorial, diversidad, identidad, etc.) que nos arrastra a un marco mental (el reconocimiento, la pacificación, etc.) que, aceptado, aboca a enredarnos en propuestas reaccionarias: inmersión, pacto fiscal, nación, etc. En lugar de desmontar falacias y mentiras, nos empeñamos en «solucionar» esas fabulaciones. Como si las autoridades de Estados Unidos hubieran movilizado al ejército para luchar contra los marcianos el 30 de octubre de 1938, cuando Orson Welles recreó La guerra de los mundos en la radio y los oyentes se tiraron a la calle. Y no hicieron lo que debían hacer: desmontar las patrañas.
Fíjense si los tópicos circulan sin que nadie lo desmienta: también la historia de Welles es falsa.
El Mundo (25.06.2024)