‘Fodechinchos’ y madrileñofobia: los imbéciles felices que nacieron en alguna parte

‘Fodechinchos’y madrileñofobia: los imbéciles felices que nacieron en alguna parte

Si algo positivo tiene Madrid es su condición de lugar de encuentro, de mestizaje constante y de apertura: no es raro encontrar madrileños cuyos padres no nacieron aquí.

Vaya veranito. La última, como nos contaba con su gracejo habitual Antón Losada, la de los fodechinchos. Los turistas madrileños que actúan como auténtica plaga en Galicia. Invasivos, inoportunos, despreciativos, molestos.

Que se lo digan al dueño de un restaurante en cierta localidad costera asturiana que solía engalanar la entrada de su local con un cartel inequívoco: «No se admiten perros ni madrileños». Parece que el alcalde le pidió al paisano que quitara eso, ye, que no convenía al negocio ni al pueblo. Y cuentan las malas lenguas que lo hizo, vaya si lo hizo, para dejarlo en versión abreviada: «No se admiten madrileños».

Otra que me llegó de buena tinta hace poco, la de los pumas: ya saben, «putos madrileños». Je.

Si este verano, el cantonalismo y la xenofobia vienen faranduleras, con palabras sonoras y alegres, hace unos años, al desatarse la pandemia de la Covid-19, salían disparados un poco más mustios y macabros. Recuerden que a algunos les dio por señalar con mucha saña a esos madrileños que volvían con sus familias de origen, a sus lugares de nacimiento, o esos otros que encontraban refugio en residencias ubicadas en otras partes de España. Al parecer, iban portando los virus de un lado para otro.

Pero lo importante era otra cosa: madrileños tenían que ser, claro.

A decir verdad, los gentilicios despreciativos en España no siempre han tenido un toque folclórico. A veces se han cruzado, convendremos en reconocer, algunas líneas rojas. Y es que España es un país único en el mundo, aceptemos la singularidad, en lo que a identidades se refiere: no recuerdo otro en el que el gentilicio de una parte del país se utilice para insultar a un compatriota.

Durante décadas ocurrió eso, por ejemplo, en el País Vasco, donde «cacereño» era una palabra connotada despectivamente para señalar a los «inmigrantes» (luego explicaremos la tara política que implica aceptar esta palabra), principalmente trabajadores de origen humilde provenientes de Extremadura y Andalucía, en un ejercicio que entremezclaba con simpar precisión dosis importantes de clasismo con otras tantas de racismo.

Ñordos, maketos, charnegos, primos de Jaén que viven de las «paguillas» mientras que nosotros trabajamos. El elenco de epítetos y frases de tufillo racista es interminable. En el fondo, no late otro sentimiento distinto al que asoma detrás del gracejo del oriundo que señala al forastero. En esto sí somos campeones olímpicos, midiéndonos la identidad, ese asidero sencillo al que siempre se aferran los idiotas.

Lo cantaba Georges Brassens, ese genial poeta francés, cantautor universal: «todos los imbéciles han nacido en algún sitio». Aunque acaso lo genuinamente más imbécil de todo no sea eso, puesto que los pobres, ay, no eligieron el azaroso inicio de sus plomizas vidas. Lo más idiota es que, a cada paso, nos lo estén recordando.

El filósofo Santayana decía que «el nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía». Convendría matizarle, quizás, que todos tenemos nuestros afectos y querencias, que no siempre coinciden con un contorno estrictamente nacional o, como preferimos en España, regional.

Mi identidad preferida, la más innegociable de todas, es el Atlético de Madrid. Tiene sentido, las identidades tienen mucho que ver con el corazón. Cuando se elevan a categoría política, entramos en un terreno pantanoso, que no pocas veces nos han llevado en la Historia al precipicio de guerras, masacres y baños de sangre.

Si el terreno identitario lo reserváramos para nuestros afectos, lealtades y sentimientos, estaríamos dentro del orden, incluso, de lo clínicamente saludable. Cuando la identidad se esgrime para negar la posibilidad de existir políticamente al otro, tenemos un problema, y uno de los graves.

España es, también, el único país del mundo donde la xenofobia y el racismo a veces se nos envuelven como simpáticos y progresistas. Eso le pasa a alguno que se considera de izquierdas. Teniendo meridianamente claro lo impresentable que resulta bloquear el acceso a la ciudadanía a los extranjeros que cumplen las leyes y solicitan ese estatus de protección, se acepta en cambio como natural la propuesta de extranjerización forzosa y unilateral de los que ya son nuestros conciudadanos.

¿Qué es, si no, el separatismo con pretextos étnicos? O uno de los singles de este verano, el cupo catalán. Una forma de cargarse la redistribución imperativa con los más pobres (de eso va una comunidad política) en nombre del supremacismo y de la secesión de los ricos, que suscribe un gobierno que se dice de izquierdas.

En el fondo del folclórico patetismo sobre los madrileños no late nada distinto a lo que llevaba a los peores vascos a espetar «cacereño» a modo de insulto. Y es que sigue habiendo quien considera que nacer en un lugar distinto al de tu vecino te hace mejor o superior. Algunos lo envuelven de rivalidad regional más o menos risible, otros de racismo indisimulado.

Ocurre, como adelantábamos más arriba, cuando aceptamos en el lenguaje cotidiano el uso de «inmigrante» para apelar a un compatriota español que se mueve de una región a otra. Así lo formulamos con frecuencia: inmigrantes andaluces, inmigrantes extremeños.

Esa formulación está viciada de origen. No hay inmigrantes en una misma comunidad política. Hay ciudadanos que se mueven de un lugar a otro, simplemente. Nada es de nadie en exclusiva, y todo es de todos en pie de igualdad. De eso va una nación política, no de exaltaciones identitarias o culturales, ni de unanimidades forzosas, sino de una trama de derechos y deberes compartida, con la compleja implantación territorial e institucional de esa ciudadanía común.

Por cierto, mientras que algunos se entretienen en hacer censos regionales de turistas y calibrar el espíritu del pueblo, quizás cabría hacer un par de recordatorios finales.

El primero, una duda sobre la identidad madrileña. Como cuando Borges reflexionaba sobre la filosofía popular, comparándola con la equitación protestante. ¿De qué estamos hablando? Si algo positivo tiene Madrid es su condición de lugar de encuentro, de mestizaje constante y de apertura: no es raro encontrar madrileños, como quien escribe, cuyos padres no nacieron aquí.

No es privativo tampoco de Madrid, bien pensado. Es la esencia misma de los ciudadanos, mestizos de pura cepa. Las raíces, decía Steiner, son de los árboles. Las personas, más allá de afectos y paisaje, y de biografía, que tenemos todos y no sólo los nacionalistas, también tenemos piernas para movernos de un lugar a otro. No estamos condenados a vivir apegados a un concreto terruño, aunque es respetable para quien lo desee.

Lo que no es aceptable es utilizar las miopes filias de cada uno para señalar con el dedo supremacista al otro, aunque se revista de gracejo cantonalista.

El segundo recordatorio, también veraniego, aunque algo más escalofriante, apunta a lo que ocurre cuando del lugar de origen se hace una categoría de segregación política, incluso aniquilando al diferente.

Eso ocurrió en España durante décadas, y se hizo en nombre de la identidad. Más de ochocientos muertos lo atestiguan. Y otros tantos mutilados, perseguidos y exiliados (otro síntoma de enfermedad moral: exiliados en su propio país ¡y en democracia!). COVITE ha denunciado estos días la celebración de setenta y un actos de apoyo a ETA durante las fiestas de verano en el País Vasco y Navarra.

No sólo los imbéciles, también los canallas nacieron en alguna parte.

El Español (22.08.2024)