Perplejos ante el final del espectáculo

Perplejos ante el final del espectáculo

No hay solución posible a nuestros problemas democráticos mientras no se discuta al nacionalismo y su tramposo relato del conflicto. No se puede contentar a quien no quiere ser contentado.

En El arte de amargarse la vida, un clásico librito de psicología relevante y divertido, combinación improbable en ese género, Paul Watzlawick, ilustrando la teoría del doble vínculo, abordaba esas situaciones que, en virtud del marco en el que están instaladas, no conceden salida buena. Cualquier “solución” agrava el problema. Sucede, por un suponer, si nuestra pareja nos pide que le digamos: “Te quiero”. Si respondemos a su requerimiento, nos reprochará que se lo decimos porque nos los ha pedido, y si no, pues confirmaríamos su temor. En fin, que no hay manera. El lío, en realidad, radica en dar por bueno el viciado guion que contempla como aceptable una demanda que, por su naturaleza, no puede ser satisfecha. Para salir de tales encanallamientos vitales debemos romper los falsos dilemas, desmontar el relato.

Sospecho que en esas estamos en nuestro delirante debate público. Basta con ver toda esa ontología política, con menos anclaje en la Constitución que en el Antiguo Régimen, a la que nos exponen los informativos a diario: conferencias de presidentes, barones territoriales, reuniones bilaterales de comunidades autónomas, parlamentos políglotas, asimetrías competenciales. Si nos lo cuentan hace veinte años, ni entenderíamos de qué se habla. Pensaríamos que volvíamos a los tiempos del Sacro Imperio Romano, con sus Dietas Imperiales, sus principados, ducados, condados, ciudades libres, obispados y abadías, chalaneado para decidir a quién colocaban “al mando”, esto es, quién ofrecía más a cambio del voto. Ni el maestro Sosa Wagner, que tanto sabe de aquel mundo, sería capaz de explicárnoslo.

Para escapar al relato, obviamente, lo primero es reconocerlo. A mi parecer, se levanta sobre un falso axioma, según el cual España es una anomalía constitutivamente antidemocrática. Esa tesis, fundante para el nacionalismo, sostiene nuestra historia política reciente. También la Transición y la Constitución del 78. En particular, el sistema autonómico, que se entiende como una forma de resolver el llamado “problema territorial”, de reparar una injusticia de origen que, en lo esencial, consistiría en el aplastamiento español de unas genuinas naciones democráticas cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Esa opresión se habría traducido en políticas hostiles, centralizadoras en la gestión, uniformadoras en cultura y expoliadoras en economía. Un proceso de varios siglos, cuya expresión moderna es un proyecto nacionalista español represor que en el caso catalán adquiere especial virulencia a partir 1714, con la Guerra de Sucesión, cuando Felipe V promulga el Decreto de Nueva Planta, sellando “el fin de las libertades catalanas”. Desde entonces para acá, sin tregua, una imposición tras otra, hasta la última, la victoria de Franco en la Guerra Civil, un conflicto entre la España medularmente reaccionaria y los nacionalismos no menos esencialmente democráticos. El llamado “régimen del 78”, cristalizado en la actual Constitución, tutelada en su gestación por fuerzas franquistas, nacida sin ruptura con el régimen anterior, no sería más que la prolongación suavizada de la dictadura. La consagración de la monarquía borbónica, cuya restauración fue decisión de Franco, sería la mejor prueba.

Esa es la fabulación que, gestada por los nacionalistas, aceptada y difundida por la izquierda, ha acabado por inocularse en nuestro entero ecosistema político. A partir de ahí, todo lo demás. Y es que, una vez se asume que España se construye contra las genuinas naciones, encarnación de los valores democráticos y quintaesencia del progreso, resultan casi obligadas algunas de las pautas reguladoras que han regido nuestros debates públicos durante los últimos cuarenta años. Les sonarán: atender a las exigencias de los nacionalistas supone ahondar la democracia; desmontar la nación común y su expresión institucional, el Estado, se interpreta como una política de izquierdas; la “moderación política” se calibra según el grado de acuerdo con los nacionalistas; cualquier centralización es regresiva o, lo que viene a ser lo mismo, “España”, “centralización” y “franquismo” resultan términos intercambiables; los nacionalistas establecen los parámetros del talante y la tolerancia de nuestros políticos y deciden las sanciones de nuestras convenciones morales. Un conjunto de tesis que se condensan en una: resolver el llamado “problema territorial” es resolver el problema de la democracia. Con una implicación inmediata: enterrar definitivamente al franquismo requiere acabar con España como nación política común.

Ese guion nos instala en una dinámica de dilemas sin solución para los que no sirve repetir mil veces: “Te quiero”. Frente a él, hay que contraponer otro, más ajustado a los hechos y más decente moralmente, que disolvería las falsas preguntas. Su supuesto de partida sería radicalmente diferente: el “conflicto territorial” es un pseudoproblema y, por esa misma naturaleza, falsa, los intentos -infructuosos por definición- de resolverlo están en el origen de la mayor parte de nuestros problemas de calidad democrática. Problemas, estos sí, muy reales y de creciente magnitud. Como resultado del falso diagnóstico, el propio tratamiento ha alimentado la enfermedad. Entre esos tratamientos, me temo, se incluye el propio sistema autonómico, su perverso sistema de incentivos, responsable del agravamiento de las patologías que, supuestamente, estaba llamado a resolver. Una inexorable competencia por bienes posicionales, mil variantes del dilema del prisionero e incentivos electorales para levantar barreras de entrada se han aunado en una enloquecida carrera cuyo único resultado cierto es el desmantelamiento del Estado. Para decirlo más claro: un Estado fallido.

Todavía peor. Con los años, el falso problema nunca diagnosticado ha derivado en otros problemas bien ciertos, comenzando por la incapacidad para abordar los retos genuinamente políticos que atañen a nuestro futuro. La única política posible es el parcheo, el ir tirando al precio que sea. Lo mismo que pasa con esas (falsas) enfermedades psicológicas cuyo tratamiento (terapias de conversión sexual, recuperación de experiencias pasadas) acaba en otras enfermedades bien reales (depresión, falsos recuerdos).

No hay solución posible a nuestros problemas democráticos mientras no se discuta al nacionalismo y su tramposo relato del conflicto. Asumirlo y pretender resolverlo atendiendo a las exigencias de quienes han inventado el conflicto y viven de cebarlo es tan quimérico como aspirar a que todos ingresemos el doble de la renta per cápita. Como se ha dicho mil veces, no se puede contentar a quien no quiere ser contentado. En realidad, el mayor problema de nuestra democracia son los recreadores del pseudoproblema territorial, que carecen de acicates para resolverlo. Se nutren de un conflicto que crean y mantendrán mientras favorezca sus intereses políticos. No es raro. Resulta común en muchos oficios, especialmente cuando se trata de mercados de información asimétrica. Mi ejemplo favorito, y mi cruz, son los informáticos de la Universidad que, año tras año, cuando ya sabe uno cómo orientarse en la página web cambian las reglas de juego.

Vaya por delante que no quisiera que mi pesimista diagnóstico fuera verdadero, pero, como es sabido, la vida pocas veces se acompasa con nuestras querencias. Sabido, aunque olvidado en estos tiempos tan propicios al fantaseo palabrero, a desatender nuestra obligación intelectual de resistir la tentación de entregarnos al wishful thinking. Si no lo hacemos, seguiremos donde estamos. Como si habitáramos en una de esas composiciones imposibles de Escher, vamos de arriba abajo sin encontrar la (inexistente) salida. Solo si no nos encelamos en el trampantojo cabe la posibilidad de escapar al laberinto. A estas alturas lo veo improbable, pero al menos habremos hecho lo debido. Acabaremos igualmente lúcidos, pero no con cara de tontos.

Para muchos amigos, consideraciones como las anteriores resultan inútiles. En el mejor de los casos, gimnasia intelectual. En la práctica, no nos quedaría más que entregarnos a la atosigante conllevancia. Lo de siempre, dicho en plata. Quizá. Por mi parte, si, por un suponer, el famoso meteorito estuviera ya en camino, preferiría saberlo, aunque nada pudiéramos hacer. En el empeño de pensar en serio tenemos la obligación moral de no ignorar cómo son las cosas y, si es menester, salirnos del guion. Quede para los políticos administrar los mensajes. Algunos tenemos la suerte de no debernos a los electores sino al afán de verdad.

Tal como están las cosas, convertido el falso diagnóstico en consenso compartido, sospecho que lo único que nos queda, y en eso estamos, es contemplar perplejos el final de nuestra historia común. Si acaso, podemos modular el ritmo de la descomposición. Por mi parte, creo que, en estas cosas, como en el deterioro del amor, no siempre lo más lento es lo mejor. Se nos va la vida y se nos agria el carácter en empeños imposibles. Quizá mejor cortar por lo sano y, pasado el trago, a otra cosa.

El Mundo (18.10.2024)