En misa y repicando: el Gobierno protesta contra su propia política de vivienda

En misa y repicando: el Gobierno protesta contra su propia política de vivienda

Una política inmobiliaria cortoplacista, el desmantelamiento de la VPO y el descontrol de los pisos turísticos han convertido un derecho social en un bien especulativo

A nuestros representantes políticos deberíamos exigirles, al menos, que nos traten como adultos. No sería poca cosa, en un tiempo donde hemos naturalizado que quien está en el Gobierno se manifieste exigiendo soluciones, no sabemos si al Espíritu Santo o a los Reyes Magos.

El voluntarismo más infantil devino, hace mucho, tomadura de pelo. Hay quien pretende ser a la vez Gobierno y oposición. Tener responsabilidades ejecutivas, pero comportarse como si estuviera en la asamblea de la facultad.

Resulta asombroso que varios ministros del Gobierno se manifiesten por el asunto de la vivienda. Llevan seis años gobernando, se supone. Gobernar no debiera ser tuitear, pero tampoco limitarse a una aritmética parlamentaria tramposa para ocupar el poder.

Hace falta algo más. Por ejemplo, capacidad y voluntad reales para llevar a cabo políticas públicas que mejoren la vida de la gente.

Si algo demuestra el lacerante asunto de la vivienda es el fracaso clamoroso del modelo neoliberal, aunque lo niegue la derecha más dogmática. El mercado no es un reloj preciso, sino en el mejor de los casos uno que exige que se le dé cuerda constantemente. Ya no son sólo los célebres fallos de mercado, sino una realidad mucho más cruda: la autorregulación hace aguas, a la vista está el tozudo principio de realidad.

Durante años, en España se generalizó una política de crédito sencillo y generalizado, sobre la que no se ha hecho un balance serio. Eran tiempos en los que los departamentos de riesgo de las entidades bancarias no tenían demasiado trabajo: cualquier operación, por inverosímil que fuese, obtenía luz verde.

Se financiaba la adquisición de la vivienda, sin hacer un análisis fiable sobre la solvencia del deudor hipotecario. No sólo al 100%, sino que además se ofrecía crédito adicional para una reforma, un coche o el apartamento de la playa.

Ese proceder no estaba exento de trampas ni riesgos para el prestatario. Así, el mercado se inundó de hipotecas repletas de cláusulas abusivas y condiciones leoninas que, cuando la burbuja estalló y se desató la crisis, generaron un verdadero cataclismo social y dieron con muchas familias en la calle.

A nuestros representantes políticos deberíamos exigirles, al menos, que nos traten como adultos. No sería poca cosa, en un tiempo donde hemos naturalizado que quien está en el Gobierno se manifieste exigiendo soluciones, no sabemos si al Espíritu Santo o a los Reyes Magos.

El voluntarismo más infantil devino, hace mucho, tomadura de pelo. Hay quien pretende ser a la vez Gobierno y oposición. Tener responsabilidades ejecutivas, pero comportarse como si estuviera en la asamblea de la facultad.

Resulta asombroso que varios ministros del Gobierno se manifiesten por el asunto de la vivienda. Llevan seis años gobernando, se supone. Gobernar no debiera ser tuitear, pero tampoco limitarse a una aritmética parlamentaria tramposa para ocupar el poder.

Reyes Maroto, portavoz socialista en el Ayuntamiento de Madrid, durante la manifestación.

Hace falta algo más. Por ejemplo, capacidad y voluntad reales para llevar a cabo políticas públicas que mejoren la vida de la gente.

Si algo demuestra el lacerante asunto de la vivienda es el fracaso clamoroso del modelo neoliberal, aunque lo niegue la derecha más dogmática. El mercado no es un reloj preciso, sino en el mejor de los casos uno que exige que se le dé cuerda constantemente. Ya no son sólo los célebres fallos de mercado, sino una realidad mucho más cruda: la autorregulación hace aguas, a la vista está el tozudo principio de realidad.

Durante años, en España se generalizó una política de crédito sencillo y generalizado, sobre la que no se ha hecho un balance serio. Eran tiempos en los que los departamentos de riesgo de las entidades bancarias no tenían demasiado trabajo: cualquier operación, por inverosímil que fuese, obtenía luz verde.

Se financiaba la adquisición de la vivienda, sin hacer un análisis fiable sobre la solvencia del deudor hipotecario. No sólo al 100%, sino que además se ofrecía crédito adicional para una reforma, un coche o el apartamento de la playa.

Ese proceder no estaba exento de trampas ni riesgos para el prestatario. Así, el mercado se inundó de hipotecas repletas de cláusulas abusivas y condiciones leoninas que, cuando la burbuja estalló y se desató la crisis, generaron un verdadero cataclismo social y dieron con muchas familias en la calle.

Las ejecuciones hipotecarias, que desembocaron en costosos e interminables procedimientos judiciales y en lanzamientos de familias vulnerables, estaban fundadas en un abanico de supuestos abusivos, que algunos quieren borrar del imaginario colectivo. Intereses de demora absolutamente leoninos, cláusulas de vencimiento anticipado y cláusulas suelo nulas, hipotecas multidivisas, IRPH, etcétera.

El TJUE aún hoy sigue corrigiendo las carencias de una legislación y una jurisprudencia nacionales demasiado complacientes con la banca.

Mientras que la burbuja inmobiliaria se inflaba de forma irresponsable, los poderes públicos miraban hacia otro lado. La confianza dogmática en el fundamentalismo de mercado, durante los años 90 y 2000, trajo como corolario el desprecio total por una política de vivienda digna de tal nombre.

Mientras que las reformas legislativas iban liberalizando el mercado de alquiler durante esos años, y se fomentaba la compra con aquella política crediticia tan irresponsable, la vivienda pública iba quedando como un reducto cada vez más desatendido. Las promociones de VPO se diseñaban con el objetivo de ser descalificadas e incorporadas al mercado privado.

Después de la crisis, las políticas de devaluación interna se convirtieron en el imperativo comunitario y nacional para restablecer los equilibrios macroeconómicos.

España pagó un alto coste en términos sociales, implantando políticas orquestadas por la troika y aplicadas de forma dócil por los gobiernos de Zapatero y Rajoy. Todas ellas con el denominador común de contraer el gasto público, aplicar importantes recortes sobre nuestro frágil Estado de bienestar, liberalizar el mercado de trabajo, abaratar el despido y reducir los salarios.

Esos antecedentes configuran la situación actual. Graves problemas de productividad; un tejido empresarial con frecuencia alabado demagógicamente, pero en el fondo insostenible, repleto de microempresas y autónomos; salarios estancados y alarmantemente bajos, con condiciones de precariedad indignas y un fraude laboral asfixiante; y el acceso a una vivienda convertido en una verdadera quimera para muchísimos ciudadanos que ven cómo lo que debería ser un derecho básico en un Estado social no es más que una promesa incumplida sistemáticamente.

Una cortoplacista política inmobiliaria, que no de vivienda. El desmantelamiento a favor de intereses espurios de la VPO residual que manejaban las Administraciones públicas. El fenómeno cada vez más descontrolado de los pisos turísticos. La conversión de un derecho social en un mero bien de especulación para muchos agentes del mercado. Todo ello conforma un panorama sombrío para demasiados ciudadanos.

En las últimas cuatro décadas, los inmuebles de precio protegido se han desplomado respecto al total de los nuevos inmuebles construidos. Los datos sobre vivienda social son alarmantes. ¿Cómo tomar como modelo el exitoso caso vienés si el parque de vivienda pública en España es apenas del 2,5%, frente al 24% de Austria, el 30% de Países Bajos o el 9,3% de media en la UE?

Necesitamos incrementar de forma urgente el parque de vivienda pública. Y establecer que el mismo sea íntegramente en alquiler, interviniendo así de forma activa, e incluso radical, el mercado. Pero también de forma inteligente, consiguiendo no sólo que se reduzcan los precios, sino también que no se detraiga vivienda del propio mercado y se reduzca aún más la oferta disponible.

Debemos establecer, igualmente, una política de control exhaustivo de los pisos turísticos, sin mirar hacia otro lado con un fenómeno con demasiadas implicaciones nocivas. Y que, en determinadas zonas tensionadas, indudablemente encarece el mercado.

Es imperativo que el acceso a una vivienda digna sea un derecho básico de los ciudadanos garantizado por el Estado, no por otras personas, a las que se les carga el mochuelo porque el Estado no sabe lo que hacer o no quiere hacerlo.

Aunque resulte kafkiano, es más sencillo manifestarse contra uno mismo que sacar adelante unos Presupuestos que permitan invertir importantes sumas de dinero público en la construcción de al menos dos millones de vivienda pública en alquiler, rehabilitar la que se pueda rehabilitar y movilizar la que esté vacía a través de medidas fiscales inteligentes y socialmente exigentes.

Y, desde luego, garantizar que la política pública de vivienda que se planifique desde el Estado pueda aplicarse en todo el territorio español, evitando un galimatías competencial, el autonómico, paralizante.

No hay dinero, dirán algunos. Entre otros, los que sostienen que el dinero debe quedarse en el bolsillo de los ciudadanos, sin reconocer que, en el fondo, defienden una distribución radicalmente desigual de ese dinero, donde la herencia, la cuna y la familia determinan si uno tiene derechos o no.

Si quieren que lo haya, empecemos por lo que el Gobierno no hace: una profunda reforma fiscal progresiva, atendiendo a la tributación de las rentas del capital en el IRPF, gravando suficientemente la riqueza y el patrimonio.

Y, también, recuperando un impuesto de sucesiones armonizado y justo, esencial si nos tomamos en serio una sociedad donde la igualdad de oportunidades vaya por delante de la tiranía del origen.

Una sociedad más justa, en la que el problema de la vivienda no esté resuelto sólo para aquellos que tienen la fortuna de nacer en una familia con posibles.

El Estado social es la antítesis del Estado liberal abstencionista del XIX, sin provisión de servicios públicos ni garantía de derechos sociales. Los derechos de los ciudadanos los debe garantizar ese Estado social, sin lavarse las manos ni tirar balones fuera.

Para eso, necesitamos un Gobierno que gobierne a favor de la justicia social y que deje de manifestarse contra sí mismo. En misa y repicando, imposible.

El Español (23.10.2024)