Una sociedad en la que el Estado de derecho rige incluso para los sujetos éticamente repudiables será siempre moralmente superior a una en la que los tribunales sean sustituidos por «espacios seguros»
Resulta difícil imaginar un fin de ciclo más sórdido.
La caída a los infiernos de Íñigo Errejón trasciende el sálvame digital en que se han convertido las redes sociales, aún más tóxicas de lo habitual: es un símbolo de la descomposición definitiva de un espacio político y de una forma de entender la política. Una forma esencialmente perversa y paradójicamente antipolítica, consistente en hacer de la misma una simple prolongación de los ombligos, egos y braguetas de sus protagonistas. La constante confusión entre lo público y lo privado, en un cóctel indigesto y democráticamente letal. Mientras que lo personal, en su vertiente más casposa y mezquina, se convertía en político, lo político -cualquier proyecto de intervención social reconocible, no digamos ya con una vocación de transformación real- se difuminaba en favor de la pantomima de estos eternos adolescentes, tan arrogantes con los demás como permisivos con sus excesos; ludópatas del simbolismo hueco y la frivolidad constante.
Su despedida epistolar no pudo ser más grotesca. La banalización de las palabras. La pueril invocación de causas supuestamente estructurales, convertidas en un comodín facilón para eludir toda responsabilidad individual. Ni el caricaturista más cruel habría dibujado semejante retrato: «El límite de contradicción entre la persona y el personaje», «subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica», «forma de vida neoliberal». La traducción no puede ser más obscena: no era yo el sinvergüenza, el incoherente incapaz de comportarse conforme a los estándares de moralismo que exigía a los demás, sino el heteropatriarcado y el Consenso de Washington los que me hicieron así.
El contexto en que eclosionan las acusaciones no es menos hediondo que el tufillo que desprende el adiós de Íñigo Errejón. Sus compañeros de viaje y algunos formadores de opinión nos cuentan ahora que se sabía desde hace tiempo. ¿Qué es lo que se sabía en concreto y quién lo sabía? ¿Desde cuándo? Convendría empezar a precisarlo e hilar fino, delimitando las responsabilidades de cada cual, para que todos sepamos quién calló y sobre qué, quién pudo amparar y quién miró hacia otro lado.
Por orden de prioridades, primero convendría recordar que no deberíamos encontrarnos ante un permanente tribunal digital o televisivo de guardia, reformulaciones posmodernas de las viejas pulsiones inquisitoriales. En un Estado de derecho, el mismo en el que nunca creyó esta gente, a los hermanos y hermanas se les escucha, y se garantiza que puedan ejercitar sus derechos con plena libertad. No se les somete a juicios paralelos, ni se les cree o condena automáticamente por ser quienes son. Ni por sus apellidos ni por sus genitales. Tampoco por su renta, poder de influencia o clase social. De eso va una idea profundamente emancipadora, consistente en someter a cualquier hijo de vecino a la generalidad de la ley, expresión de la voluntad general y verdadero dique de protección frente a los abusos de los poderosos.
Errejón, en el fondo, está siendo devorado por el caldo de cultivo que ha alimentado, junto a tantos otros que ahora se rasgan las vestiduras. Y ahí siguen. Pablo Iglesias se afanaba en recordarlo durante su obscena aparición televisiva, la noche de la defenestración de su antiguo colega: según el ex vicepresidente del Gobierno, gracias al Ministerio de Igualdad «todas las mujeres son víctimas sin necesidad de una sentencia».
La frase no tiene desperdicio. Es la expresión precisa y destilada de todos los desvaríos de los últimos tiempos. Resulta hiriente para cualquier sensibilidad democrática. Para cualquier perspectiva racionalista e ilustrada. También, por supuesto, para el feminismo, al que su partido y el citado Ministerio se han encargado de maltratar con un proceder esperpéntico y con bodrios legislativos, uno tras otro.
En realidad, hemos ido demasiado lejos en el peligroso deslizamiento por una pendiente incompatible con el Estado de derecho. Estamos naturalizando algo tan esperpéntico como que, en la España de 2024, formular una denuncia policial o judicial y someterse al amparo jurisdiccional sea una forma de proceder extravagante, que conviene eludir para no encontrarse, ay, con las resistencias del patriarcado, otra palabra conjuro. Uno pensaba que España era una democracia plena, a pesar de todas sus carencias, con unos juzgados de Violencia sobre la Mujer que durante años fueron pioneros en la justicia y el derecho comparados, de los que tantos sacaron pecho, loando la existencia de juzgados especializados en perseguir esa lacra intolerable de la violencia de género, con una legislación y unos protocolos de actuación que no se caracterizan por ser especialmente timoratos en la protección de las víctimas.
También creíamos que en una sociedad democrática avanzada la coeducación contribuye activamente a barrer los vestigios de cualquier discriminación y permite caminar hacia la consolidación definitiva del ideal de ciudadanía, ese horizonte ilustrado que el feminismo contribuyó a completar, incorporando al mismo a más de la mitad de la población, secularmente excluida de todo derecho.
Lo que nunca será una contribución a la civilización es presentar a nadie como víctima preventiva de nada, ni fomentar las delaciones o denuncias anónimas, ni considerar más riguroso ni, menos aún, respetuoso con los derechos fundamentales de las personas la instauración de sistemas alternativos al del garantismo judicial para acusar a cualquier ciudadano, como si algunos prefiriesen las filtraciones y los mentideros digitales a los verdaderos tribunales de justicia. Un comportamiento tan inquietante y arbitrario nos conduce a un abismo civilizatorio del que nos será muy difícil regresar.
Cuando la presunción de inocencia o el garantismo son observados como pretextos o justificaciones de una dominación patriarcal, entonces puede que estemos definitivamente perdidos. Algo así ha venido a sugerir en sus redes sociales Irantzu Varela, otra sospechosa habitual de las sandeces más peligrosas: «No denunciamos porque la policía y el sistema judicial son parte del problema. No nos creen, no nos escuchan, se burlan de nosotras, minimizan nuestras heridas».
Lo que obviaron todos los Torquemadas posmodernos es que desmontar las conquistas del garantismo puede tener efectos expansivos para todos, empezando por los que ahora son devorados por el populismo moralista que cultivaron y con el que trataron de estigmatizar al resto. Supone despreciar, además, la tradición de la mejor izquierda que luchó durante décadas frente a modelos autoritarios y brutalmente punitivistas: herencia suya son principios como la irretroactividad de las leyes penales y de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de los derechos individuales, la tipicidad de las conductas punibles, la mínima intervención del derecho penal, la proporcionalidad o la presunción de inocencia. El desprecio generalizado a la racionalidad jurídica y a todas estas conquistas condujo a legislar de la manera más demagógica que uno pueda imaginar, refundiendo tipos penales y ampliando horquillas penológicas con una supuesta finalidad ejemplarizante, aunque el efecto conseguido fuera exactamente el contrario, gracias a la clamorosa y acreditada incompetencia de los autores del disparate.
Lo que olvidan todos ellos, en definitiva, es que si uno siembra vientos suele recoger tempestades. Aprendamos la lección. Una sociedad en la que el Estado de derecho rige para cualquier hijo de vecino, incluso para los sujetos más incoherentes y éticamente repudiables que nos podamos imaginar, será siempre moralmente superior y, de lejos, políticamente preferible a una en la que los tribunales de justicia sean sustituidos por «espacios seguros», repletos de insinuaciones, filtraciones morbosas y ajustes de cuentas. El búmeran irradiador no es justicia poética, aunque a veces lo parezca, sino un síntoma de putrefacción democrática.
El Mundo (30.10.2024)