Consideraciones antipáticas después de un vendaval

Consideraciones antipáticas después de un vendaval

Si queremos evitar problemas como los de estos días, hay que adoptar otra perspectiva. Las autoridades han tenido que pedir a los voluntarios que se volvieran a sus casas y las cosas han comenzado a mejorar con la llegada del Ejército.

La catástrofe de Valencia se ha abordado con dos guiones. El primero invoca circunstancias solemnes, «estructurales»: el cambio climático. A buen seguro, no es ajeno a lo sucedido. Y resulta importante saberlo, si queremos evitar o mitigar situaciones parecidas. Eso sí, sin ignorar que, la tarde del martes, al enfrentar el desastre, de poco nos servía ese conocimiento. Sucede muchas veces con las causas de fondo: ante un cáncer de pulmón de nada sirve al enfermo recordarle su tabaquismo; debe acudir a la quimio. La apelación a causas estructurales, tan común en cierta izquierda, no pocas veces es un modo de eximirnos de responsabilidades personales. Errejón y el heteropatriarcado, por un suponer.

Hay otro problema con ese guion. Si queremos afrontar las causas estructurales, por lo general, no nos queda otra que buscar -y permítanme seguir con esa palabrería tan solemne, pero creo que nos entendemos- soluciones estructurales. Y sucede que, si se trata del cambio climático, mi comunidad de vecinos, el Gobierno autonómico, incluso el Gobierno nacional, poco pueden hacer.

Otro dilema del prisionero. Usted, conservacionista, quizá no consuma atún rojo por no alentar las capturas y, si dispone de un barco pesquero, no se acercará al Atlántico Norte, aunque solo sea por escapar a la tentación. Pero, salvo que sea el presidente de un país con una importante flota pesquera, su buena conducta importa poco. Incluso si lo fuera, vendrá a dar lo mismo, mientras no consiga, acuerdos mediante, establecer e imponer políticas planetarias. Ya se sabe, tonto el último.

Sucede con lo que los economistas llaman «bienes públicos globales», que el Nobel de Economía Joseph Stiglitz comenzó a estudiar sistemáticamente allá por 1995: los males recaen sobre todos, con independencia de quiénes sean «culpables». Como en la canción, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas. Por resumir: se requieren instituciones internacionales con soluciones centralizadas.

La otra estrategia baja la escala explicativa. Hasta el detalle. Pasa del cosmos al vecino. En eso andamos: identificando responsables, decisiones erradas, despistes, retraso al decidir, etc. Ningún análisis riguroso. Ninguno que alcanzara los que le he leído a algunos amigos de Facebook, como Mikel Arteta o Juan Vázquez.

Lo común es otra cosa, propiciada por la propia competencia política: disparar contra todo lo que se mueva. Que se mueva al otro lado de la trinchera, naturalmente. Al final, caen justos y pecadores. Por lo general, más justos que pecadores, porque, por defecto, incluso los compañeros de barricada optan por entregar cabezas, antes de los otros reclamen la suya. Con todo, con un poco de suerte, si conseguimos discriminar por debajo de la humareda, que no es fácil, las democracias sirven para esas cosas, para castigar a los inútiles.

Eso al menos es lo que nos cuentan algunos clásicos del liberalismo cuando intentan justificar la democracia, que no es una tarea sencilla para esa tradición. Uno de los más esforzados en ese empeño, W. Riker (Liberalism against Populism, 1982), argumentaba que en las elecciones, aunque no se identifica a los mejores, al menos se castiga a los malos. Algo así como la selección natural. La competencia política como un mercado.

El cuento sería bonito, si fuera verdad. Porque las elecciones, si se parecen a los mercados, es a los peores mercados. A los mercados que impiden la competencia perfecta, por las barreras de entrada. En Estados Unidos, una campaña política cuesta un Congo y solo está al alcance de los millonarios, en solitario (Ross Perot, el primer Trump) o acomunados (quienes financiaban a Harris). Pero no solo allí: por eso Vox acude a un banco húngaro, Alvise a sus trapicheos y a otros, con mejores ideas, no los llega a conocer ni su familia. En esas condiciones, no triunfan los mejores, sino, si acaso, los mejores entre los potentados. Pero ni siquiera, porque los mercados políticos, en realidad, a lo que se parecen es a los mercados más desastrosos, los de información asimétrica.

Los políticos, en su relación con los ciudadanos, vienen a ser como los mecánicos o los informáticos en sus tratos con los consumidores: al final, funciona, pero no sabemos -ni podemos saber- si han hecho el trabajo que nos cuentan. En esos casos, no es que no asomen los buenos, es que se los castiga.

Si queremos evitar en serio problemas como los de estos días, a mi parecer hay que adoptar otra perspectiva, que nos conduce a conclusiones todavía más antipáticas que las anteriores. Comencemos por la incorrección: estas cosas con Franco no pasaban. O no pasaban dos veces.

Expuesto el exabrupto, pasemos al argumento. Para empezar otro exabrupto: el problema con la democracia son las elecciones. Más exactamente, la dependencia del ciclo electoral. Ningún político que quiera salir reelegido tiene incentivos para embarcarse en obras, las que importan, cuyos resultados se verán de aquí a veinte años, como el desvío del Turia. Los votantes padecerán los costes y las molestias en aras de unos beneficios que, en el mejor caso, se verán muchos años después de terminadas las obras. El sistema de competencia electoral propicia los comportamientos miopes y cortoplacistas.

Incluso peor, y es que, cuando las cosas se hacen realmente bien, los beneficios no se ven nunca. Una política que aborde los retos importantes, una genuina gestión que se anticipa a los problemas, no hay modo de transmitirla a los votantes. Si se evitan atentados terroristas, pandemias o inundaciones, si se consigue que la vida transite en un apacible tedio y nuestro orden del mundo resulte previsible, nadie se entera. Y, por tanto, nadie puede rentabilizar una política eficaz. El buen gestor resulta inevitablemente discreto. Y la discreción -como la modestia–no se puede proclamar. En esas condiciones, la mala mercancía sustituye a la buena: el sistema premia al político que anuncia soluciones estridentes, incluso, cuando al cabo de dos meses, nos vende otra vez la misma moto revestida con nuevo celofán. Prima el inútil postureo. Ya saben.

Otra tesis antipática: ante retos de urgencia, cuando estamos ante el problema, solo queda el ordeno y mando, la planificación central. Lo siento por los fundamentalistas del mercado. No ignoro que la mano invisible, el orden espontáneo, resuelve muchos problemas: consolida el uso de las lenguas comunes; purga el lenguaje inclusivo; propicia sistemas eficaces de usos y medidas; refuerza hábitos y normas comunes que allanan el entendimiento (y ligar). Incluso, a veces, resuelve la coordinación de los procesos económicos, como sucede con ese animal tan raro, el buen mercado. Pero no siempre.

En otras ocasiones, la solución radica en un sistema jerárquico de decisión, con instrucciones claras y precisas. En Cuba nada funciona y están en la miseria, pero, cuando llega un huracán, y llegan muchos, apenas hay muertos, si es que los hay. Disponemos de un experimento natural: cuando el Katrina, en Estados Unidos murieron 1.800 personas, en Cuba, ninguno; con el Helen, hace unos días: 191 y cinco, respectivamente. Sí, la intensidad de un mismo huracán no se mantiene entre la isla del Caribe y Florida o Nueva Orleans; varía, pero varía en las dos direcciones y la diferencia siempre es en la misma dirección.

Pero no hace falta ir tan lejos. Lo hemos confirmado también en Valencia. En la metáfora de la mano invisible, cuando cada uno procura su propio beneficio, sin buscarlo, refuerza el beneficio de todos. Las únicas líneas de Adam Smith -a quien hoy, si se lo leyera, le caería el sambenito de «extrema izquierda»- que conocen nuestros liberales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses». El egoísmo sería bueno, por resumir.

Pues bien: ante las catástrofes, en muchos casos, la búsqueda del propio beneficio acaba en lo peor. Cuando el Katrina, en los súper se aplicó la lógica del mercado: las escasas botellas de agua, para quien pudiera pagar los disparatados precios. En nuestro caso, más castizo, se ha visto con la aparición de ladrones, bribones, embaucadores y otros aprovechados de la desgracia ajena. Pero eso ya lo sabemos. Lo que no era tan inmediato es que la espontaneidad tampoco funciona con buena voluntad. Por eso las autoridades han tenido que pedir a los voluntarios que se volvieran a sus casas y las cosas han comenzado a mejorar en serio con la llegada del Ejército.

Y, como decían los clásicos, otro día hablaremos de lo innombrable: del Estado de las autonomías. Más exactamente, de cómo el actual desarrollo científico-tecnológico ha convertido en caduca la retórica autonómica.

Pero creo que ya he agotado mi cupo de antipatía por esta vez.

El Mundo (13.11.2024)