Volodymyr Ishchenko nació en Hoshcha, al oeste de Ucrania, en 1982. Creció en Kiev, enseñó sociología en universidades de Kiev y militó en la nueva izquierda ucraniana. Actualmente es investigador en la Freie Universität de Berlín. Ha publicado artículos en The Guardian, Al Jazeera, Jacobin y New Left Review.
Volodymyr, muchas gracias por acompañarnos. En las primeras páginas de tu libro, Hacia el abismo: Ucrania de Maidan a la guerra, planteas la noción de «desmodernización», un concepto que utilizas para caracterizar la transformación postsoviética en sus ámbitos económico, político y cultural. ¿Qué es la desmodernización en sentido amplio? Pero más concretamente, ¿qué era la modernidad soviética y cómo se ha desmodernizado Ucrania, y todo el espacio postsoviético, desde la caída del comunismo
Evidentemente, existe un gran debate sobre la modernidad soviética. Se argumenta que sí, que la Unión Soviética se construyó como una modernidad alternativa y mucha gente sostiene que no funcionó. Pero es importante recordar que la respuesta a esta cuestión de una modernidad soviética ya se ha reevaluado varias veces. Comenzó a discutirse durante la existencia de la Unión Soviética. Cuando la Unión Soviética se derrumbó, empezó a parecer que esta modernidad siempre había sido defectuosa, si es que existía. En los años 2000-2010, la modernidad soviética empezó a ser reconsiderada, y considerada positivamente de nuevo, Pero entonces la invasión rusa de Ucrania en 2022 dio un nuevo impulso a este argumento de que la guerra es la continuación del colapso de un siglo del imperialismo ruso, que la Unión Soviética sólo había retrasado sin éxito. Creo que la cuestión va a ser reevaluada muchas, muchas veces más. E incluso ahora, vemos que algunos de los logros que se alcanzaron durante el periodo soviético se han reactualizado en el discurso público, en Occidente, pero también en Oriente. Por ejemplo, cuando pensamos en el cambio climático y en que quizá necesitemos una economía global, racionalmente planificada, para contener esos fenómenos destructivos.
Por poner otro ejemplo, hay un libro reciente de Kristen R. Ghodsee sobre los avances en igualdad de género en el antiguo «bloque del Este» y cómo podemos aprender de ello hoy. O también, en cuanto a descolonización, el libro reciente de Rossen Djagalov sobre cómo la Unión Soviética contribuyó a los movimientos antiimperialistas y descoloniales en muchas partes del mundo.
Yo diría firmemente que en la Unión Soviética se produjo un importante desarrollo modernizador. La Unión Soviética creó una serie de instituciones modernas en los ámbitos de la política, la cultura, la educación y el bienestar. Stephen Kotkin lo ha documentado muy bien. Tras la muerte de Stalin, fue necesario un mayor impulso hacia la democratización y algunos dentro de la dirección soviética articularon la necesidad de una democracia socialista. Otto Kuusinen fue quizás uno de los mayores defensores de tal impulso entre las personas que realmente tenían alguna influencia en la toma de decisiones del Partido. Pero no fue así. Había una brecha creciente entre la sociedad soviética modernizada y su política osificada. El pluralismo de intereses de la primera no estaba debidamente representado por la segunda. Un gran número de ciudadanos modernos sovietizados (creados precisamente por el éxito de la modernidad soviética) no estaban suficientemente incorporados a la toma de decisiones políticas. Esto catalizó diversos procesos de alienación política. A partir de entonces, la modernidad soviética entró en crisis, y fue una crisis desmodernizadora.
La URSS se derrumbó y esto puede ser un motivo para cuestionar el éxito de este proyecto de modernización, pero al mismo tiempo hubo un movimiento modernizador evidente, aunque contradictorio, durante toda la existencia de la Unión Soviética. Después se produjo un retroceso, una tendencia a la desmodernización. Sin embargo, el camino que se inició en la Unión Soviética puede volver a empezar en otro momento o quizá en otro lugar y sobre otras bases.
Así pues, tenemos que preguntarnos -y ésta es la pregunta clave- si las transformaciones postsoviéticas ofrecieron un proyecto de modernidad alternativo, más fuerte. A principios de los años noventa, se hablaba de democratización, de expectativas de un futuro brillante. Rápidamente, esas expectativas se desvanecieron y fueron sustituidas por teorías de autoritarismo competitivo, política clientelar, ciclos de autocracias débiles y revoluciones muy débiles que a veces derrocaban a los regímenes pero que en realidad no construían sociedades fundamentalmente diferentes. Podemos añadir aquí la primitivización de la economía, es decir, el colapso de las partes más avanzadas de la economía soviética, que podrían haberse desarrollado pero que, en cambio, fueron privatizadas predatoriamente o simplemente destruidas. También podemos añadir las tendencias desmodernizadoras en la cultura, como el auge del etnonacionalismo, el declive de la educación, la sanidad pública y la mayoría de las demás instituciones fundamentales que sustentan la vida moderna, todas las cuales no fueron realmente sustituidas por algo mejor, al menos en la medida en que nos preocupamos por la mayoría de la población postsoviética y no sólo por las élites y la estrecha clase media.
Así pues, el argumento sobre la desmodernización es precisamente éste: seguimos inmersos en una crisis continua. La crisis comenzó incluso antes de que se derrumbara la Unión Soviética y ha ido en aumento desde entonces. Incluso ahora, no es seguro que hayan surgido ya alternativas más estables. Y por eso quizás, y concretamente en el caso de Ucrania, hemos tenido una política contenciosa tan dinámica. Tres revoluciones maidanas en la vida de una sola generación, lo cual es bastante excepcional. Eso significa que los gobiernos ucranianos han sido débiles. Estas revoluciones generan destellos de entusiasmo, euforia y la idea de que quizá, por fin, algo va a cambiar. Pero luego muy pronto empieza a parecer que las expectativas no se cumplieron y que es necesario otro maidan, que no será necesariamente fundamentalmente transformador y que, en cambio, reproducirá e incluso intensificará de nuevo las tendencias de crisis.
¿Cómo se relacionaba el proyecto modernizador soviético con lo que usted llama la Ucrania soviética y los ucranianos soviéticos? ¿Qué quiere decir con estos términos? ¿Y cómo se ha ido perdiendo progresivamente esta identidad en los últimos treinta años?
Es una pregunta importante. También es importante para mí personalmente, por cómo mi familia vivió en la Unión Soviética, pasando de obreros y campesinos, mis bisabuelos y bisabuelas, a mis padres, que trabajaban en la vanguardia de la cibernética y la cosmonáutica soviéticas. Es una cantidad asombrosa de movilidad vertical en la vida de sólo dos generaciones. Y luego, en la vida de una sola generación tras el colapso de la Unión Soviética, perdimos la mayoría de esos avances por los que trabajaron nuestros padres y sufrieron nuestros abuelos. Algunos de los aspectos más oscuros de la Unión Soviética -el Holodomor y el Gran Terror- también afectaron a mi familia.
Pero el argumento sobre los ucranianos soviéticos es importante, no sólo teóricamente, sino también para explicar la política ucraniana postsoviética y su llamada «división regional». Si observamos los mapas electorales, podemos ver que una serie de elecciones importantes estuvieron polarizadas regionalmente. Pero, ¿qué lo explica? ¿Existe algún tipo de división cultural determinada por la región que pueda explicarse por haber formado parte históricamente del Imperio Romanov o del Imperio de los Habsburgo? ¿O es una manifestación de un conflicto casi étnico entre ucranianos rusoparlantes y ucranianos ucranoparlantes? Mi argumento sobre los ucranianos soviéticos y la Ucrania soviética es una forma de presentar un argumento alternativo contra la tendencia a esencializar esta división, sin dejar de tomarla en serio. Tiene historia, pero esa historia tiene sus raíces en la dinámica de la modernidad soviética, la dinámica de clase y la dinámica de la revolución social. No se trata de un conflicto de mentalidad o de civilización entre «rusoparlantes» y «ucranoparlantes» esencializados.
Una serie de intelectuales se horrorizaron con la invasión rusa y con la justificación de Putin para la misma -básicamente, que Lenin y los bolcheviques inventaron Ucrania- y así, en respuesta a eso, trataron de legitimar el nacionalismo primordial, es decir, reivindicaciones sobre alguna identidad ucraniana existente desde hace siglos. Y aunque la identidad ucraniana existía antes de los bolcheviques, sólo un grupo muy reducido de intelectuales la adoptó en el Imperio ruso. La mayoría de los ucranianos del antiguo Imperio ruso eran campesinos analfabetos y se describían a sí mismos más bien con categorías premodernas, no nacionales. De hecho, fueron los bolcheviques quienes incorporaron a la mayoría de los ucranianos a las instituciones modernas de construcción nacional. Así, fueron las escuelas soviéticas las que alfabetizaron a la mayoría de los ucranianos, fue la prensa soviética la que les explicó que pertenecían a una comunidad nacional ucraniana dentro de la Unión Soviética. Muchos de ellos sintieron esos lazos en el Ejército Rojo.
La mayoría de los ucranianos se estaban convirtiendo en ucranianos, adquiriendo la identidad nacional propia, al mismo tiempo que se convertían en soviéticos, en ciudadanos de la Unión Soviética. Por supuesto, los que vivían en las antiguas tierras polacas de Galitzia y Volinia, por ejemplo, tenían una historia diferente y estaban adquiriendo identidades nacionales propias. La diáspora en Norteamérica y Europa Occidental también tenía una historia diferente. Pero la mayoría de los ucranianos adquirían su identidad nacional a través de la experiencia soviética.
La combinación de «soviético» y «ucraniano» no fue sencilla. Existía un concepto de «pueblo soviético», sobre el que hubo incertidumbre hasta el final de la Unión Soviética: si se trataba simplemente de una unión de todos los pueblos de la URSS, o si implicaba su fusión final en una nación (que se basaría principalmente en la cultura de lengua rusa, pero con importantes incorporaciones de elementos de las culturas de las repúblicas nacionales). Esta última interpretación podría plantear la cuestión de la revisión de la estructura administrativa de la URSS, afectando a los intereses de las élites locales del partido en las repúblicas nacionales. Sin embargo, el debilitamiento del «Soviet» no fue el resultado de algún defecto interno en su identidad, que simplemente dio paso a una identidad ucraniana supuestamente más «natural», sino que fue, por supuesto, el resultado de la desintegración del Estado soviético. Por supuesto, sólo cabe especular que si la URSS no se hubiera derrumbado, el «pueblo soviético» podría haberse convertido en una nación cívica de pleno derecho, combinada con una identidad ucraniana que se habría articulado más como identidad etnocultural y menos como identidad nacional.
No obstante, la Ucrania postsoviética heredó un enorme patrimonio material, institucional y cultural. El proyecto político de seguir desarrollándose sobre la base soviética heredada -aunque en un Estado ucraniano independiente- era posible, pero nunca llegó a desarrollarse, ni siquiera como un proyecto ideológico fuerte con apoyo de masas e institucionalización. Lo «soviético» perdió su conexión con el futuro y permaneció sólo como un pasado, que a veces se percibía como un pasado mejor que las realidades postsoviéticas. Muchos ucranianos lo creían hasta hace muy poco. Según algunas encuestas, más del 30% de los ucranianos lamentaban la desintegración de la URSS incluso en vísperas de la invasión a gran escala de 2022. Las élites políticas y los grupos del electorado ucraniano que podrían haberse sentido atraídos por ese proyecto no se articulaban como «prorrusos». De hecho, la Rusia postsoviética sólo tenía un débil poder blando. Ésta era precisamente la raíz del problema que Putin decidió resolver con la fuerza militar bruta. La reacción a la invasión y el fracaso de su plan inicial, que no tardaron en hacerse patentes, demostraron que no existía una profunda «pro-rusidad» ni siquiera entre la gran mayoría de aquellos políticos y ciudadanos que habían sido denigrados como tales durante décadas por los representantes del bando «pro-occidental». Esta parte de la élite ucraniana no era demasiado «prorrusa», sino más bien demasiado oportunista, y sus votantes demasiado despolitizados.
Desde 2022, se ha hecho popular atribuir la derrota del plan original de invasión rusa a la fuerza de la nación ucraniana, manifestada en particular en un voluntariado masivo. Sin embargo, se trata de una lectura retrospectiva de la historia ucraniana que impone una narrativa teleológica de construcción nacional. Esta narrativa trata sobre el crecimiento y la maduración lineales de la nación ucraniana, articulada de una forma muy específica que rechaza no sólo lo ruso sino también lo soviético como supuestamente traído de fuera como continuación de la dominación rusa. Sin embargo, la unidad basada principalmente en el miedo a la ocupación extranjera es frágil. Las llamadas «coaliciones negativas» contra el enemigo tienden a ser efímeras. Ya vimos estas «accidentadas» uniones tras las revoluciones maidan y se desintegraron bastante pronto y fueron seguidas de divisiones agravadas. Hoy, ya estamos viendo signos de desintegración del proyecto de unidad nacional (supuestamente completo) que surgió tras la invasión de 2022. Esto tiene que ver con los fracasos del ejército ucraniano desde 2023, la creciente comprensión de que los catastróficos costes de continuar la guerra recaerán desproporcionadamente en las clases más bajas y la creciente alienación por la intensificación de las políticas etnonacionalistas.
La identidad soviética estaba ligada a un proyecto progresista universal para el futuro. Ahora Ucrania se encuentra en una situación en la que sus perspectivas de supervivencia, reactivación, desarrollo y modernización dependen totalmente de lo que puedan ofrecer la UE y Estados Unidos. Y es una gran incógnita lo que podrán y querrán ofrecer a Ucrania, dado el empeoramiento de las tendencias de crisis en Occidente. Es importante señalar que esta situación desesperada no es el resultado automático de un equilibrio desfavorable de recursos militares y/o económicos. Hay muchos casos de países más pequeños que han derrotado a otros mucho más grandes, o a coaliciones más fuertes de invasores extranjeros, sin ayuda exterior o con una ayuda mucho menor que la que Ucrania recibe ahora: pensemos en la Francia revolucionaria después de 1789, Rusia después de 1917, Vietnam o Afganistán. Por el contrario, es un signo de la fragilidad de la construcción nacional compradora y periférica, que en el periodo postsoviético se ha desvinculado de la revolución social y la modernización, e incluso se ha dirigido de forma más explícita a la destrucción y el retroceso de los logros social-revolucionarios y modernizadores soviéticos.
Partir de este tema nos lleva a nuestra siguiente serie de preguntas sobre economía política y nacionalismo. Una pieza clave de este proceso de desmodernización es la creación de un nuevo antagonismo de clases en el mundo postsoviético, en el que un bloque formado por profesionales locales de clase media y capital transnacional se contrapone a un bloque de «oligarcas» y clases trabajadoras pasivas. Háblenos de este antagonismo de clases; ¿cómo se manifiesta políticamente y cómo contribuyó tanto a la Revolución Naranja de 2004 como al Euromaidán de 2014?
Necesitamos el análisis de clase porque, en primer lugar, puede ayudar a explicar algunos de los principales enigmas de la política ucraniana, en particular el enigma de la división regional políticamente asimétrica. Si se piensa en esa cuestión utilizando algunos marcos populares -hablantes ucranianos contra hablantes rusos, culturas regionales en competencia-, hay que preguntarse por qué sólo uno de los bandos ha estado siempre mucho mejor movilizado, ha podido derrocar a los gobiernos en revoluciones maidan, ha podido desarrollar una sociedad civil más fuerte. ¿Por qué vemos ciudadanos mayoritariamente pasivos en el otro bando, típico pero engañosamente llamado «prorruso»? ¿Es algo inherentemente ruso no ser lo suficientemente civilizado? De hecho, otro marco popular (especialmente ahora), el «decolonial», reduce simplemente la base social de esta división al legado de la dominación rusa, dominación que puede ser superada por la naciente nación ucraniana mediante una secuencia de revoluciones maidan y, en última instancia, la guerra en curso. Como ya he mencionado, en esencia, se trata de una típica narrativa teleológica de construcción nacional con todas sus deficiencias habituales.
Creo que podemos reflexionar sobre este rompecabezas de forma mucho más productiva a través de las lentes del análisis de clase y examinar las muy diferentes coaliciones de clase que estaban detrás de lo que podríamos llamar, en aras de la brevedad, los campos «occidental» y «oriental» de la política ucraniana.
Este argumento de clase comienza con un análisis del capitalismo postsoviético, que surgió de la desintegración de la economía soviética y de la privatización depredadora de propiedades que antes eran propiedad del Estado, de las que se apropiaron los individuos que ahora llamamos coloquialmente «oligarcas». Pudieron adquirirlas porque tenían importantes conexiones con funcionarios del Estado. Y para eso tenemos un término bastante útil: capitalistas políticos. Proviene de Max Weber, pero recientemente ha sido desarrollado por Branko Milanović, un famoso economista, y por Iván Szelényi, el famosísimo sociólogo húngaro, específicamente con el fin de explicar la evolución en China y los países postsocialistas de Europa del Este y la antigua Unión Soviética.
Los capitalistas políticos son una fracción específica de la clase capitalista que cuenta con una importante ventaja competitiva: adquieren beneficios privilegiados y selectivos del Estado, lo que los diferencia de aquellos capitalistas que se basan más en la innovación tecnológica o en la explotación de una mano de obra especialmente barata. Aunque el capitalismo político no es exclusivo de los Estados de la antigua Unión Soviética, es precisamente porque ésta acumuló tal cantidad de capital como propiedad del Estado que constituye la cúspide de la economía de la que se apropió depredadoramente. Por eso los «oligarcas» se convirtieron en la fracción dominante de la clase dirigente.
La dinámica del capitalismo político estructura una serie de conflictos de suma cero. En primer lugar, dentro del grupo de capitalistas políticos existe una competencia por los beneficios selectivos del Estado. Ese conflicto está muy poco institucionalizado y obliga a trasladar las inversiones de capital fuera del país para protegerlas de los cambios en la élite dirigente; por ejemplo, tras la elección de un nuevo presidente. De lo contrario, sus propiedades correrían un alto riesgo. Una de las consecuencias es la infrainversión nacional.
Otro conflicto está relacionado con el capital transnacional. Esto no se aplica sólo al capital occidental, sino también a los capitales de los países postsoviéticos que basan sus beneficios en estrategias transnacionales. Los capitalistas políticos postsoviéticos estaban interesados en entrar en la élite global, pero para ellos era más beneficioso entrar en la élite global como bloque colectivo, no individualmente. Y para ello necesitaban la soberanía estatal y, con ella, el control monopolístico del Estado. La soberanía estatal, en la que tanto insisten Putin y otros líderes postsoviéticos similares, tiene una base político-económica. No se trata de una obsesión irracional con un concepto supuestamente anticuado. No es simplemente una huella ideológica de la identidad nacional. No es un resentimiento personal de Putin. La soberanía estatal es una organización política de los intereses colectivos a largo plazo de la clase dominante postsoviética.
Al capital transnacional no le interesa el proteccionismo. Además, le interesa la transparencia porque reduce los costes ocultos de la inversión. Esto nos lleva a la clase media profesional, que sólo puede existir porque las élites están dispuestas a utilizar parte de sus excedentes para pagar a determinados sectores de empleados (o autónomos) recompensas más elevadas. Pero si los capitalistas políticos dominantes invierten poco en casa, sólo pueden mantener el apoyo de un sector muy reducido de la clase media leal, y muchas personas con aspiraciones de clase media se sienten excluidas del sistema. En los países postsoviéticos, relacionan la mejora de su estatus profesional, económico y político con la integración con Occidente, en el desmantelamiento de todo el sistema del capitalismo político. Y así, estos tres conflictos de clase de suma cero suelen fusionarse en los países postsoviéticos en un único conflicto, comúnmente articulado en torno a las reivindicaciones contra la «corrupción» y a favor de la «democracia», es decir, contra la usurpación del poder estatal por un estrecho grupo de personas que les permite apropiarse ilegítimamente de los recursos públicos.
Esta es una articulación muy típica del principal conflicto político, no sólo en Ucrania durante las revoluciones Naranja y EuroMaidan, sino también en Rusia, en el conflicto entre las llamadas «dos Rusias»: la de los «oligarcas», trabajadores industriales y pensionistas que apoyan a Putin, y la de las «clases creativas» prooccidentales de la oposición. O en Bielorrusia, en Armenia, o en Georgia más recientemente. Así pues, mi hipótesis es que se trata en realidad de un eje central de conflicto en todo el espacio postsoviético, que traspasa las fronteras (tal vez, con la excepción de los Estados bálticos integrados en la UE). Y tiene sentido pensar en ello como un conflicto común incluso para los países postsoviéticos divergentes, porque todos surgieron de la misma sociedad, economía y política soviéticas y vieron surgir clases bastante similares en el proceso de su desintegración.
Por último, la clase obrera no tiene una representación política independiente ni una articulación ideológica en este conflicto. Está típicamente dividida, y Ucrania es un ejemplo de ello. Los trabajadores que votaban al Partido de las Regiones de Ucrania y a Víktor Yanukóvich no procedían simplemente de las regiones orientales supuestamente «prorrusas». Más bien, eran los que trabajaban en las grandes industrias que eran el legado de la Unión Soviética, pero que se convirtieron, en el proceso de desintegración soviética, en organizadas de forma clientelar. A menudo eran movilizados para votar por sus jefes, y lo aceptaban, porque esos jefes podían ofrecerles la estabilidad de un puesto de trabajo y unos salarios fiables. En el mismo campo se encontraban los empleados de las empresas estatales, a quienes también les importaba la estabilidad porque, aunque estuvieran mal pagados, sus puestos de trabajo eran seguros.
Por el contrario, en el bando occidental encontraríamos, por ejemplo, grupos de trabajadores que encontraron en la Unión Europea la posibilidad de ganar dinero y por eso, muy comprensiblemente, apoyaron la integración de Ucrania en Occidente. O los que trabajan en el segmento de las tecnologías de la información prestando servicios externalizados para las empresas transnacionales.
El resultado más importante de la asimetría de las coaliciones de clase que subyacen a la «división regional» en la política ucraniana es la correspondiente asimetría en la capacidad política. Esto explica por qué, en particular, el bando occidental tenía una sociedad civil más fuerte, que era más capaz de universalizar los intereses de clase particulares detrás de su bando y apoyar su avance con una movilización cívica sostenida.
A partir de esto, podemos decir que hoy en día el universalismo de la identidad ucraniana soviética tiene poca influencia, y en la atmósfera post-Maidan y especialmente post-2022, también ha desaparecido incluso el pluralismo superficial de los campos políticos «occidentales» y «orientales» en competencia. Me parece que tu opinión es que lo que ha sustituido a estas dinámicas es una nueva concepción totalizadora de la identidad ucraniana. En el libro, lo enmarca en los prismas de la política de identidad y la descolonización. ¿Puede explicarnos este argumento? ¿Cuál es esta visión de la identidad nacional ucraniana, cuál es su electorado y qué represión conlleva? ¿Qué «voces ucranianas» pueden oírse y cuáles no?.
Bueno, en realidad estoy cuestionando hasta qué punto la identidad articulada por la agenda política prooccidental ha llegado a ser verdaderamente hegemónica. Esta agenda siempre ha sido en parte delirante y en parte marginadora para amplios sectores de las clases subalternas ucranianas. Ahora hay aún más dudas, debido a la desaparición del entusiasmo que acompañó al fracaso del plan original de invasión rusa, los reveses en el frente para las fuerzas armadas ucranianas, la intensificación del servicio militar obligatorio, los límites de la ayuda occidental, etc. Todo ello ha cambiado el estado de ánimo de la sociedad ucraniana.
Pero aún más, la pregunta apunta al debate que he mencionado antes, sobre la falta de un proyecto nacional positivo de desarrollo para Ucrania. ¿Qué estamos construyendo exactamente en Ucrania? Con el actual debate sobre la descolonización, existe, al menos para mí, una yuxtaposición muy evidente con la forma en que se debatió la descolonización en el siglo XX, cuando los principales imperios europeos se estaban desintegrando y surgían una serie de nuevos Estados a su paso.
Para ellos, la descolonización tenía un significado político-económico muy claro. Significaba la construcción de nuevos estados con agendas de desarrollo y sectores públicos robustos que se suponía debían superar las deficiencias y problemas de las economías coloniales, traer algunas industrias, sustitución de importaciones, igualdad, y la lista continúa. En muchos de esos contextos, la agenda de modernización soviética tuvo mucha influencia en los años sesenta y setenta, si pensamos en África en particular. Pero si hablamos de descolonización en el caso de la Ucrania actual, ¿de qué se trata en términos de economía política? Lo que ha sucedido tras el Euromaidán y tras la invasión es algo casi opuesto a la descolonización «clásica»: reformas neoliberales, privatización, invitación al capital transnacional e intento de reformar el Estado precisamente para que sea más favorable a las inversiones y cosas por el estilo. Los problemas de esas inversiones son evidentes desde hace décadas. El capital transnacional no piensa precisamente en el interés nacional. Puede trasladar su capital fuera del país en caso de que el Estado tenga problemas o si el gobierno adopta políticas no beneficiosas (desde la perspectiva del capital transnacional). En ese caso, muchos trabajadores se quedan sin empleo, se ejerce presión sobre las industrias nacionales, etcétera, etcétera.
En realidad, la «descolonización» ucraniana se articula de forma muy superficial: se trata simplemente de borrar los restos de la presencia rusa y soviética en la cultura, en la educación y en la esfera pública. Esto ha sufrido una mayor intensificación desde la invasión a gran escala, pero incluso antes, en los años posteriores a EuroMaidan, hubo legislación para limitar al mínimo el uso de la lengua rusa en la esfera pública y la educación, «descomunización», etc.
Las políticas de descomunización adoptadas en 2015 se centraron ostensiblemente en el legado soviético, pero se manifestaron en el desmantelamiento de monumentos y la sustitución de símbolos, en el cambio de nombre de calles y ciudades, etcétera. Por tanto, se trataba principalmente de cambiar símbolos. Y aunque pueda parecer superficial, no lo es. Funciona como la típica política de identidad en la que se afirma que hay un grupo de personas que supuestamente comparten la misma experiencia. Somos ucranianos y siempre hemos sido oprimidos por los rusos y en la Unión Soviética. En nombre de este grupo supuestamente unificado, homogéneo, algunas personas muy concretas empiezan a hablar y a articular los supuestos intereses comunes. Estas personas suelen pertenecer a los estratos privilegiados de este grupo y no hablan necesariamente en nombre de los intereses de la mayoría. Resulta que la «descolonización» ucraniana es, ante todo, una política de identidad etnonacionalista desplegada en interés (principalmente) de la clase media profesional, que puede afirmar que ha sido menospreciada, subestimada e infravalorada durante décadas. Ahora pueden reclamar su sitio en la mesa, principalmente por la identidad que supuestamente representan.
Al mismo tiempo, las élites occidentales tienen su propio interés en este tipo de integración e inclusión simbólica de las voces privilegiadas de los grupos subalternos. Al apoyar a las «voces ucranianas», pueden demostrar que están del lado de la lucha noble, por la «democracia» contra el «autoritarismo» y por el «orden basado en normas». Son muletas para su propia crisis de legitimidad. Con Ucrania funcionó mejor hasta la guerra de Oriente Próximo, ahora menos.
Hay una serie de grupos que también son ucranianos pero que no comparten necesariamente las mismas experiencias y puntos de vista que los privilegiados profesionales de clase media anglófona mencionados anteriormente, por lo que, en muchos casos, son completamente silenciados, no sólo en Ucrania sino también en la esfera pública occidental. Por ejemplo, los ucranianos de Crimea, ¿a quién le importa lo que piensan? ¿A los medios de comunicación rusos, quizás? Ucranianos en Donbás, ucranianos en los territorios recientemente ocupados, en Zaporizhzhia y Kherson, ucranianos en Rusia, que trabajaban en Rusia antes de la guerra y que se trasladaron a Rusia recientemente como refugiados, ucranianos que huyeron a Europa como evasores del servicio militar obligatorio, etc. ¿Hasta qué punto están incluidos todos estos ucranianos en la esfera pública ucraniana y occidental? La proyección de una nación unida por la guerra, la imagen que ha dominado los recientes debates sobre Ucrania, se basa en la exclusión: la exclusión del debate de grandes grupos de personas dispersas.
Dentro de la propia Ucrania, hay muchos que disienten en cuestiones clave, que cruzan las «líneas rojas» de la sociedad civil profesional, que pueden apoyar las negociaciones con Rusia porque están cansados de la guerra, que no les gustan las políticas etnonacionalistas, el borrado de la lengua rusa o del legado soviético. ¿Hasta qué punto pueden articular lo que piensan y hasta qué punto se les escucha? O pensemos en los que eluden el servicio militar, quizá el mayor grupo mencionado aquí. Me asombra lo poco que se habla de esto: el hecho de que la mayoría de los hombres ucranianos no actualizaron sus datos de contacto para los centros de reclutamiento militar, lo que debían hacer a mediados de julio, para que se les pudiera llegar más eficazmente con los avisos de reclutamiento. Ahora se les imponen multas relativamente elevadas, lo que complicará mucho su vida cotidiana y su trabajo. Pero aun así, la mayoría de los hombres ucranianos decidieron no actualizar los datos; entre los que no estaban en Ucrania, la cifra de los que ignoraron este requisito supera el 90%. De los que sí cumplieron el requisito, una cantidad desproporcionada eran los que tenían derecho a la exención del servicio militar obligatorio. Muchos también indicaron direcciones falsas en las que no se les podía localizar. La brutal movilización en las calles y en los espacios públicos -llamada «bussificación», porque los hombres son arrastrados a la fuerza a los autobuses de reclutamiento militar- continúa como antes.
En cualquier caso, mi argumento no es que necesitemos más de otras voces ucranianas, diferentes voces ucranianas, no se trata simplemente de multiplicar la diversidad. Mi argumento es diferente: para todos los que somos intelectuales, académicos, artistas ucranianos, deberíamos hacer mucho más que simplemente reclamar este capital simbólico porque somos ucranianos. Más bien, planteemos cuestiones universales en lugar de instrumentalizar nuestra particularidad. Empecemos a pensar en lo que podemos aportar a las cuestiones universales y a los problemas globales, basándonos en nuestra experiencia y conocimientos ucranianos.
Por ejemplo, revoluciones como EuroMaidan ocurren en muchas partes del mundo. Por ejemplo, la Primavera Árabe. Incluso los movimientos populistas de Europa Occidental comparten muchas similitudes cruciales con los maidans ucranianos: movilizaciones vagamente organizadas y vagamente articuladas que, incluso cuando llegan al poder, no consiguen promulgar las políticas prometidas a sus votantes, reproduciendo y exacerbando la propia crisis política a la que esos movimientos y revoluciones fueron una respuesta en primer lugar. ¿En qué se parece la victoria de Zelenskyy a la de Donald Trump o Beppe Grillo en Italia? Pensemos en la continua crisis política de Gran Bretaña. Cada nuevo primer ministro se vuelve profundamente impopular en cuestión de meses. ¿Cómo podemos entender esto desde el prisma de la sucesión de gobiernos débiles en la Ucrania postsoviética?
Empecemos a aplicar nuestros conocimientos a las cuestiones y los problemas que quizá preocupan a la mayor parte de la humanidad. Esta es una tarea más interesante, digna y necesaria para Ucrania, para la humanidad, para la acumulación de conocimientos de relevancia universal que hacerse un hueco en la esfera pública apelando a la identidad única e infravalorada de Ucrania. La palabra «crisis» está en boca de millones de personas en todo el mundo. Hay tendencias de crisis que se entrecruzan y amplifican mutuamente en la economía, la política, la cultura y el medio ambiente: la «policrisis», como la llamó Adam Tooze. ¿Y si la Ucrania postsoviética, que pasa de ser un país con una moderna industria espacial y aeronáutica al abismo de la guerra más destructiva del continente europeo en muchas décadas, es una lupa para algunas de las tendencias mundiales más importantes? Si Francia fue el caso paradigmático de la «Era de las Revoluciones» y Gran Bretaña de la «Era de los Imperios», ¿y si Ucrania, y los países postsoviéticos en general, es el caso paradigmático de la «Era de las Crisis»?
Permítanos terminar con la pregunta que hacemos a todos nuestros invitados, sobre el concepto asociado a nuestro programa, es decir, el antiliberalismo. Como usted ha mencionado antes, últimamente se ha producido un aumento de la represión en Ucrania, dirigida contra medios de comunicación, individuos, partidos y más. Esto parece sugerir que en Ucrania se está gestando una especie de antiliberalismo. Sin embargo, a pesar de ello, el gobierno de Zelenskyy ha sido acogido en el club de las democracias liberales occidentales a una velocidad de vértigo. ¿Qué opina usted al respecto? ¿Es el antiliberalismo un término útil en general, y específicamente en el contexto ucraniano? ¿O prefiere otro?
Creo que es un concepto útil. Es útil de una forma bastante general, pero Ucrania demuestra realmente las formas más específicas en las que es útil. Si pensamos en los cambios postsoviéticos como una crisis continua, el iliberalismo es, de hecho, el concepto para el periodo de crisis. El iliberalismo nos hace cuestionar el liberalismo, iluminar sus problemas y deficiencias. Al mismo tiempo, el iliberalismo, al menos así lo creo yo, sigue siendo principalmente un concepto definido negativamente. Y así, es el concepto para este periodo de crisis, caracterizado como está por el «fin de la ideología».
Antes teníamos alternativas mucho mejor articuladas al liberalismo, a saber, el comunismo y el fascismo. Ahora, tenemos el florecimiento del iliberalismo en diversas formas, precisamente cuando el liberalismo se ha debilitado pero cuando todavía no han surgido alternativas más fuertes al liberalismo. Y así, utilizamos este término negativo, amplio, para describir diversas respuestas a las deficiencias del liberalismo. Y esto nos conecta con el debate sobre la continua crisis postsoviética.
Más concretamente, creo que el antiliberalismo es importante en el contexto ucraniano porque nos empuja a pensar en cómo los liberales se están convirtiendo realmente en antiliberales. Las élites liberales ucranianas, pero también las occidentales, están empezando a legitimar ideologías y movimientos con claras filiaciones y simpatías de extrema derecha. Llamarles simplemente «extrema derecha» es quedarse corto: en muchos casos, estamos hablando realmente de neonazis; los símbolos de Totenkopf se han hecho bastante populares entre algunas unidades militares de Ucrania, hubo una historia reciente sobre soldados de Azov que ridiculizaban Auschwitz, etc. En comparación con las principales fuerzas de extrema derecha de Occidente -la Agrupación Nacional en Francia, la AfD en Alemania o Trump en Estados Unidos-, la «extrema derecha» nominal de Ucrania es mucho más extrema tanto en ideología como en estrategia, y también busca alianzas con los grupos más extremos de Occidente. Pero se supone que debemos creer que no son un problema, que todo está permitido durante la guerra. Además, los liberales centristas han legitimado de repente a la extrema derecha occidental, siempre que adopten una postura proucraniana, como si ningún otro asunto de su agenda importara. Pensemos en Giorgia Meloni en Italia.
Pero legitimar a la extrema derecha no ayudará a derrotar a Rusia. A menudo se plantea de tal forma que parece que no tenemos más remedio que aceptarlos. Pero no es cierto. Es una opción de los liberales, aceptar y tolerar, y seguir defendiendo estas tendencias de extrema derecha. Las unidades politizadas de extrema derecha de las Fuerzas Armadas ucranianas no son tan indispensables, teniendo en cuenta que el país ha movilizado a más de un millón de soldados. Pueden proyectar su estatus de «élite» (en términos de capacidad de combate), pero son una gota en el océano. No es un argumento de peso decir que no se puede hacer nada contra ellos porque, bueno, todo se vendría abajo en primera línea. No, parece que puede ser el caso totalmente opuesto. Si las cosas se derrumban, será la extrema derecha la que aprovechará una vez más la oportunidad para hacerse aún más fuerte y popular, y las élites ucranianas y occidentales, los intelectuales liberales, los medios de comunicación y la sociedad civil que los envalentonaron serán cómplices.
¿Por qué ocurre esto? Si descartamos los diversos argumentos negacionistas, supuestamente militares y «decoloniales» en defensa de la extrema derecha ucraniana y el etnonacionalismo -yo y muchos otros estudiosos ya los hemos criticado bastante-, ¿qué explicación nos queda? Resulta que la extraordinaria normalización de la extrema derecha ucraniana y proucraniana es una manifestación de algunos cambios importantes en el propio liberalismo occidental. Se está tribalizando, abandonando el universalismo. Enfrentado a una policrisis que se agrava, el liberalismo es incapaz de encontrar una solución dentro de su propio sistema de coordenadas y sin socavar sus propias instituciones, por lo que se está convirtiendo en otra cosa. Ucrania nos permite ver este proceso a través de una lupa, pero, por supuesto, es relevante mucho más allá del contexto ucraniano.
Volodymyr Ishchenko nació en Hoshcha, al oeste de Ucrania, en 1982. Creció en Kiev, enseñó sociología en universidades de Kiev y militó en la nueva izquierda ucraniana. Actualmente es investigador en la Freie Universität de Berlín. Ha publicado artículos en The Guardian, Al Jazeera, Jacobin y New Left Review.
Observación de Joaquín Miras: [Blog de Salvador López Arnal]
Da informaciones interesantes. No es claro qué entiende por modernización y desmodernización: la privatizacion de las economías, y el hundimiento de la sanidad y la enseñanza son fenómenos claros en el mundo del capitalismo actual, España, pero también Alemania, Francia GB, EEUU: eso es la modernidad en el actual momento. Es interesante la explicación sobre el proceso de deslegitimación interno que lleva a la disgregación de la URSS, precisamente como consecuencia de su desarrollo económico, desarrollo económico que no creo que pueda ser asociado a «modernización»: por ejemplo, África. Intersante la noción del capitalismo político, y que haya personas que están empleando la hipótesis para explicar no sólo Rusia, sino China, Vietnam, etc. Creo que no hila fino respecto del grupo Putin, que está apoyado en algun sector que sí quiere que el capital oligopólico invierta dentro de Rusia -esa es otra de las bendiciones que le ha proporcionado a Rusia las sanciones: que le ha vuelto capital-. Es interesante lo que explica de la nación ucraniana; tras rechazar que Ucrania sea creación ficticia, reconsidera muchas cosas, con razón: en todas partes, la nación ha sido construcción burguesa capitalista. Antes, los unos, analfabetos, los cultos, universalistas en latín -capital: Roma, es una batalla que aún analiza/vive Gramsci…- el mundo, una colectividad de comunidades aisladas. La idea de la lucha de clases queda reelaborada y una de las centralidades pasa a ser el bloque intelectual, la intelectualidad… Por otro lado, la descomposición actual de la sociedad ucraniana, como consecuencia de la guerra -no dice cuándo comienza: 2014- pero, creo, abre muchas preguntas. Me parece interesante la propuesta de tomar Ucrania como modelo de análisis para las crisis de descomposición que se producen en todo el mundo capitalista. A mi juicio, es, bueno, que yo creo que la cosa del independentismo catalán es expresión de todo esto, y el estado de las autonosuyas…
Illiberalism (22.11.2024)