Cuando pude ser corresponsal en África
Pasó el tiempo en el que los corresponsales gozaron del insuperable privilegio de la información asimétrica. Nos contaban lo que querían y nadie podía tasar sus informaciones.
Cuando paso por Madrid, los amigos me preguntan por «la situación en Cataluña». Yo, por asegurarme un instante de gloria, ahueco la voz y repentizo cualquier ocurrencia. No sé qué les hace pensar que tengo más información que ellos, sobre todo porque saben que, en mi ciudad, carezco de vida social. A lo sumo, si lo que importa es «el contacto directo con la realidad», podría hablar de mi comunidad de vecinos.
En realidad, me sorprende que los amigos, más inteligentes y mundanos que uno, participen de lo que bien podría llamarsela superstición del corresponsal. Hace unos meses, en una emisora de radio, para sostener la ocurrente tesis de que ciertos sucesos de Nigeria suponían un peligro putiniano «por abajo», que cerraría el círculo con la agresión a Ucrania, se supone que «por arriba», buscaron el aval de «un corresponsal en África». Ahí es nada, un periodista que podía estar en Ceuta, encargándose, él solito, de África entera. Nada nuevo. También hay corresponsales en Asia que, desde Tokio, nos cuentan lo que sucede en Bombay. Por un instante tuve una fantasía retrospectiva: durante mis vacaciones en Canarias podía haber impreso con toda legitimidad una tarjeta en la que rezara: «Félix Ovejero, corresponsal en África».
Una fantasía de poco lustre. Pasó el tiempo en el que los corresponsales gozaron del insuperable privilegio de la información asimétrica. Nos contaban lo que querían y nadie podía tasar sus informaciones. Ellos estaban bien pagados y a sus lectores nos sucedía como a los europeos del siglo XVII con las deslumbrantes traducciones de los jeroglíficos del jesuita Atanasio Kircher: se lo inventaba todo, pero como nadie sabía descifrar aquella escritura, se podía entregar a lunáticas recreaciones. Los corresponsales estaban allí y nos lo describían de primera mano. Qué significaba estar allí, naturalmente, nadie lo aclaró nunca.
Afortunadamente hoy, desde nuestros ordenadores, con un poco de criterio lógico para calibrar razonamientos y sentido común para ponderar fuentes, podemos forjarnos opiniones razonablemente fundamentadas. También ayuda la posibilidad de consultar trabajos académicos dedicados a contrastar informaciones. Yo, por ejemplo, en traducción al inglés, estoy leyendo sentencias del año pasado de los tribunales ucranianos sobre el Maidán. Les anticipo la conclusión general: nada se parece a lo que nos dijeron. Otro día les cuento.
Por desgracia, comúnmente, solo podemos disponer de buena información cuando ya nada importa. Bueno, sí, a veces nos ayuda a entender historias recientes como, por ejemplo, lo que está sucediendo en Georgia. Lo que nos dicen que está sucediendo, quiero decir.
El Mundo (1.01.2025)