La democracia liberal como democracia liberal
El sintagma democracia iliberal se aplica a quien convenga en cada ocasión, estirando sus costuras hasta resultar irreconocible. Nadie precisa las condiciones necesarias y suficientes para acogerse a esa rúbrica.
De vez en cuando un concepto académico pasa de las musas al teatro. Por lo general, para mal. Cuando salta a los agrestes terrenos de la trifulca desaparece su modesta precisión, o toda la precisión que cabe esperar en las llamadas ciencias sociales, que, para qué engañarnos, tampoco son la geometría. En su nuevo uso, convertido en arma del arsenal arrojadizo o laudatorio del género mediático, el sintagma, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, se aplicará a quien convenga en cada ocasión, estirando sus costuras hasta resultar irreconocible. Naturalmente, nadie precisa las condiciones necesarias y suficientes para acogerse a esa rúbrica. Lo único que tienen en común los miembros de ese club es que le caen mal o bien al usuario de la voz. Si me permiten la pedantería, con el léxico de la semántica de los mundos posibles: no hay pulcra intensión sino desnuda intención.
Sucedió en los días de Zapatero con republicanismo y democracia deliberativa; más recientemente, con populismo y siempre con fascista, comunista, progresista o liberal. Incluso (¡ay!) con izquierda reaccionaria. Según parece, el último concepto llamado a ingresar en tan desafortunado colectivo es democracia iliberal. Inicialmente, en 1970, cuando lo acuñó el politólogo norteamericano, Fareed Zakaria, aspiraba a designar a los sistemas políticos que anteponen los resultados electorales a las libertades civiles y el imperio de la ley. Y así se mantuvo durante mucho tiempo, incluso cuando fue reivindicado en 2014 por Viktor Orban, quien, sin abandonar su feroz anticomunismo, se alejó de su temprano liberalismo para recalar en su actual nacionalismo católico.
Orban puede ser un zascandil, pero, ciertamente, no es un ignorante. Como académico de la Facultad de Derecho era consciente de la mercancía que estaba en juego. Vale la pena reconstruirla, porque estamos ante lo que muy bien se puede considerar el mayor dilema moral de nuestros sistemas democráticos. Para contarlo mejor, resulta obligada una rápida excursión por los sublimes terrenos de la filosofía política.
Por obvias razones, no podemos entender democracia iliberal sin antes aclarar qué entendemos por democracia liberal. Que no es pan comido. Y es que liberalismo y democracia no se llevan bien. Hay un problema de compatibilidad entre el sustantivo y el adjetivo que, en su versión más elemental, es fácil de ilustrar: si todos lo votamos todo, incluido cómo me peino o si debo invitar a mis vecinos a cenar, peligra la libertad personal. Las decisiones públicas pueden minar las elecciones privadas. La tensión la reconocieron los clásicos del liberalismo. Por ejemplo, Isaiah Berlin, en su más conocido ensayo: «La libertad no tiene conexión lógica alguna con la democracia o autogobierno»; o Hayek, entre otros lugares, en su famosa entrevista en El Mercurio de 1981, en los tiempos de sus vergonzosos tratos con Pinochet: «Es posible a un dictador gobernar de modo liberal. Y también es posible a una democracia gobernar con total falta de liberalismo». Y si buscan más precisión, ahí está la demostración (en sentido estricto) de la incompatibilidad en forma de teorema por parte del Premio Nobel de Economía Amartya Sen en 1970.
No sin resignación, con nuestros diseños institucionales, entre ellos la democracia constitucional, hemos conseguido pastelear cierta conllevancia entre los dos valores: el autogobierno colectivo y el de cada cual. Los iusfilósofos, sutiles como los ángeles, han dedicado al asunto sus más matizadas reflexiones. Siempre con modestia y resignación, eso sí, sabedores de que hay dilemas morales, hard cases, que no se resuelven con la habitual grisalla palabrera que opera según el principio cabalístico «si lo nombras, existe». Conocen algunos de sus productos: independentismo democrático; islamismo moderado; nacionalismo integrador. Frente un problema conceptual, se incrusta un adjetivo y, ¡tachán!, problema resuelto. Como si por hablar de círculos cuadrados o de solteros casados adquirieran realidad.
No digo yo que con democracia liberal estemos como ante sonidos silenciosos o fuegos fríos. Tampoco, en rigor, como ante humanos de media tonelada o arañas del tamaño de elefantes, entidades perfectamente imaginables, aunque físicamente imposibles en nuestro planeta (por la gravitación). Pero andamos cerca, muy cerca, de otras irrealidades como amor sin dependencia, cotufas en el Gofo o Sánchez sincero. No es imposible, pero…
Si las cosas son así, si el adjetivo debilita al sustantivo, el problema conceptual no lo tendría la democracia iliberal, que, en algún sentido, sería lo más natural, incluso una tautología, como perro animal o triángulo poligonal. La complicación aparecería con la democracia liberal, enfrentada al reto de no desatender, en nombre de uno de los principios, el otro. Que es lo que me temo que comienza a suceder con las alegres descalificaciones de resultados electorales bajo la acusación de democracia iliberal. Descalificaciones que, cuando se traducen en prácticas políticas, atentan no ya contra la democracia, sino hasta con los principios que quieren preservar. Y es ahí donde los incorpóreos asuntos conceptuales se mudan en problemas políticos bien reales.
Sucede que, ante resultados electorales que, ex ante, se juzgan «peligrosos» o simplemente antipáticos, se invoca la preservación de principios liberales para despreciar la voluntad de los ciudadanos. El reciente blindaje del Constitucional en Alemania; la arbitraria suspensión de las elecciones en Rumanía; las filigranas de Macron para obviar que no representa a nadie; las revueltas callejeras para rechazar resultados electorales en Georgia, que tanto nos recuerdan al golpe del Maidan de hace una década; y hasta nuestros cordones sanitarios «antifascistas», son procesos políticos que, por encima de sus diferencias, comparten unas inquietantes disposiciones antidemocráticas. Más clarito, el otro día, el ex comisario europeo Thierry Breton amenazó con que la UE podría anular las elecciones en Alemania, «como ya hicimos en Rumanía». Es decir: según nos parezcan los resultados.
Con ser graves, lo peor de esos procesos no son los costes de representatividad, de escamotear las opiniones ciudadanas, sino el daño que se causa a los principios que se invocan. Porque cambiar las reglas de juego es condenar al Estado de Derecho, el sostén de la propia democracia liberal. Se enloda lo que se dice honrar, como bien denunció hace muchos años el (olvidado) coautor, con Alan Sokal, de Las imposturas intelectuales, Jean Bricmont, en su excelente Imperialismo humanitario. La ideología de los derechos humanos.
Disponemos de alguna inquietante experiencia histórica de cómo acaban estas cosas que convendría recordar: saltándose todas las reglas, incluso las elementalmente morales. La más cercana para nosotros es la Italia de la posguerra, que durante tantos años vetó de mil maneras la posibilidad de que el PCI llegara al gobierno, a pesar de llegar a ser el partido más votado: desde el terrorismo de falsa bandera de la OTAN (operación Gladio), que comprometió a los servicios secretos de varios países de la Alianza, hasta los corruptos pentapartitos, que tanto nos recuerdan a nuestros gobiernos actuales, con su colofón en los gobiernos de aquel Bettino Craxi que acabó refugiado en Túnez, huyendo de la justicia que lo había condenado por corrupción y financiación ilegal del Partido Socialista. Naturalmente, como ahora, se invocaron los más nobles principios. Sin duda, hay diferencias. Craxi era más feo.
Por supuesto, las consideraciones anteriores no suponen un elogio de las democracias iliberales, con obvios problemas autoritarios. Pero sí una invitación a desconfiar de quienes, con mando en plaza y no menos autoritarios, tiran del sintagma para hacer de su capa un sayo. Para que me entiendan, piensen en Ursula Von der Leyen, que, en sus discursos sobre el estado de la Unión, nos previene regularmente contra los peligros de la democracia iliberal. El mes pasado, en una entrevista en Politico, Emily O’Reilly, durante más de una década ombudsman de la UE, confesaba no haberse podido reunir ni una vez con la presidenta de la Comisión Europea y que lo peor era cuando, queriendo cumplir con las obligaciones de su cargo, entre ellas el control de la trasparencia y la rendición de cuentas, chocaba con los «poderosos consiglieri» del gabinete de la presidencia: «Se puede entender la frustración que se siente cuando durante meses llevamos adelante con paciencia un caso de acceso a documentos, citamos la legislación [del Tribunal de Justicia de la Unión Europea], hacemos todo eso, y aun así nos dicen que no».
Vamos, que ni democracia ni liberal.
El Mundo (30.01.2025)