Trump: el desolador fin de la hipocresía
Se extingue un mundo hipócrita en el que se ejercía el poder de las armas, pero no se invocaba. Una mala noticia, porque la hipocresía es una conquista civilizatoria y proporcionaba un lugar a la esperanza.
Primer capítulo: 1978, con nuestra democracia trastabillando, el MPAIAC, un movimiento independentista canario entregado a prácticas terroristas, operaba desde Argelia liderado por Antonio Cubillo. Cito a Otero Novas, ministro de Adolfo Suárez, en sus memorias: «Un día (Suárez) me cuenta que acaban de verle los servicios de inteligencia y le dicen haber descubierto que era algo fomentado y apoyado por los servicios secretos estadounidenses, que promoverían la independencia de Canarias si España no entraba en la OTAN (…). Le dije que (…) si los nuestros habían creído descubrir esa información, era porque los propios servicios norteamericanos se habrían encargado de facilitársela, haciéndosela ‘encontrar’, sin aparecer los americanos como emisores, para que al Gobierno español llegara un mensaje cuyo contenido, inteligentemente interpretado, fuera el siguiente: controlamos al MPAIAC y, si no entráis en la OTAN(…), promoveremos la independencia de las islas (…). (Suárez) delante de mí le dijo (a Marcelino Oreja, ministro de Exteriores): ‘Convoca hoy una rueda de prensa y como cosa tuya, de ministro, no en nombre del Gobierno, di que con el tiempo España va a entrar en la OTAN’. Marcelino –que era netamente favorable a la OTAN– así lo hizo en la tarde de aquel mismo día. Pocos días después (…) recibo en mi casa una llamada oficial del embajador de España en Argel que me da cuenta de que, en las calles de Argel, alguien había acuchillado a Cubillo (…); cuatro días más tarde el Gobierno argelino clausura las emisiones de Radio Canarias Libre y se acaba el MPAIAC».
Segundo capítulo: 2014, Yanukóvich, presidente electo de Ucrania, con la simpatía de sus ciudadanos desigualmente dividida entre la unión económica con Rusia y Bielorrusia (55%) y la UE (40%), opta tomarse un tiempo y esperar ofertas de los dos bloques. En respuesta, estalla el Euromaidán, una revuelta –que incluye el uso de las armas y el asedio al Parlamento– de mudadizos objetivos. Yanukóvich acepta sus reivindicaciones, promulga una amnistía para los delitos cometidos, propone un Gobierno acordado con todos los partidos y se compromete a dejar la Presidencia antes de nueve meses después de unas elecciones. En mitad del clima de violencia desatado por los insurrectos recibe una llamada de Biden: se tenía que marchar. «El presidente deshonrado huyó de Ucrania al día siguiente». Lo contó en sus memorias el entonces vicepresidente de Obama y lo ratificó este último en una entrevista posterior con la CNN. Según declararon años después dos líderes de las revueltas en entrevistas independientes, «un representante de gobiernos occidentales les transmitió que para justificar su intervención se necesitaba que las víctimas entre los manifestantes llegaran a 100». De lo realmente sucedido en aquellos meses –incluida la procedencia de los disparos- nos hemos enterado por la minuciosa investigación del académico ucraniano Iván Katchanovski, de quien tomo la cita anterior, que ha explotado un vasto corpus de datos que incluye más de un millón de palabras de transcripciones judiciales, 2.500 decisiones judiciales y 1.000 horas de grabaciones de vídeo (The Maidan Massacre in Ukraine, 2024). En aquellas fechas se conoció una conversación en la que, después de que algunos «representantes» de la UE bendijeran el acuerdo con la oposición, la responsable del Departamento de Estado de EEUU, Victoria Nuland, activamente contraria al acuerdo, le decía a su embajador: «Fuck the EU!». Ella misma había participado en las manifestaciones de 2013 en Kiev contra el Gobierno. Como John McCain, candidato a la Presidencia. En octubre de aquel año supimos que, con la colaboración de Dinamarca, Estados Unidos llevaba escuchando las conversaciones de Merkel desde hacía más de diez años.
La serie podría prolongarse. En 2011, dos días después de una llamada de Obama, Zapatero presentó en el Parlamento un cambio radical de su política económica. Menudencias si se comparan con lo que supimos tras la lectura de correos de Hillary Clinton sobre Libia: EEUU, Francia y el Reino Unido justificaban la intervención con fines humanitarios, cuando, en realidad, buscaban acceso a los recursos petroleros, facilitando armas y apoyo a extremistas islámicos. Y Kosovo, Irak, etc.
Estas historias de intromisiones presentan dos trazas comunes. La primera, epistémica: nos enteramos (a posteriori) por vías indirectas (memorias, sentencias judiciales, filtraciones, etc.) de que la historia real no era la oficial. La segunda, moral, cínicamente moral: se invocaban valores. De hecho, merced a los recortes de Trump en USAID, hemos descubierto que la CIA creaba oenegés que, apelando a los derechos humanos, preparaban el terreno para posteriores intervenciones. Sociedad civil de cartón piedra a golpe de talonario. Como en Cataluña.
En el abandono de la justificación moral radica la inquietante novedad de Trump. No quiere decorarse. No está para hipocresías. El poder desnudo como argumento. Lo teorizado por Carl Schmitt. Lo atribuido a Mao: «El poder no radica en las razones, sino en la punta del fusil». Y a Stalin: «¿Cuántas divisiones tiene el papa?». Al principio, algunos entre nosotros celebraron que chuleara a Colombia y a México. Luego, ya no tanto. Para sus entusiastas, una virtud: le echa pelotas. Tienen razón. Y eso es lo malo. Hagamos un poco de historia.
Erosionado lentamente el derecho de conquista desde la Paz de Westfalia y, casi definitivamente y de mala manera, con el Congreso de Viena (salvo para los imperios en su trato con las «razas inferiores», como ocurrió con el reparto de África durante la Conferencia de Berlín), toda intromisión bélica ha requerido una justificación. Así apareció una ingeniería de los pretextos: Bismarck, el más retorcido, consiguió que Francia le declarara la guerra que él buscaba; los Estados Unidos en Cuba con la voladura del Maine; Hitler pretextó una supuesta invasión de Polonia; la URSS, en Praga, «salvando el socialismo»; Irak y las armas de destrucción masiva. Los principios decorando los intereses.
Y así seguimos. Ahora mismo, el conflicto de Oriente Medio, presentado como enfrentamiento de ideas (entre las democracias y los totalitarismos, entre Occidente e islamismo), no resiste la desvergüenza de las alianzas: Arabia Saudita, buen amigo de Israel, y nuestro, con bases militares occidentales, a quien honramos con las más cotizadas competiciones deportivas, ni se molesta en fingir elecciones. Es una teocracia wahabita, la versión más fundamentalista del islam, donde las ejecuciones anuales no bajan de varios centenares y la situación de las mujeres es tal que, en comparación, Irán parece una comuna hippie.
Aunque para legitimidades hipócritas –por cambiantes–, las de Rusia. Hasta dos días antes de la invasión, Putin alegaba que su objetivo era salvar a Ucrania del comunismo. Retomaba una tesis expuesta por su maestro espiritual, Solzhenitsyn, en una carta a Yeltsin de 1991: las fronteras de Ucrania eran «un invento de Lenin». Fanático nacionalista, cristiano ortodoxo (lean la Constitución) y defensor del capitalismo oligárquico más bestia (un IRPF único del 13%), Putin se instalaba en una corriente de pensamiento reaccionario bien consolidado en la Rusia postsoviética. La tesis del Nobel, por lo demás, disponía de avales, como admitió incluso, en su libro Ucrania no es Rusia, Leonid Kuchma, presidente ucraniano entre 1994 y 2005, neoliberal después de comunista e implacable crítico del régimen soviético, para quien su identidad y su lengua habían sobrevivido gracias a la URSS. Hasta ahí, todo normal… pero, de pronto, poco después de la invasión, Putin, sin modificar su ideario, cambió de registro y pasó de la represión en baja intensidad a los comunistas a reivindicar el pasado soviético, en un movimiento simétrico, pero de dirección inversa, al de Stalin en la Segunda Guerra Mundial cuando recuperó con honores a los zares rusos. Todo es bueno para el convento nacionalista. Siempre con «principios» por delante, naturalmente. Por debajo, sus razones eran otras, atendibles: la seguridad, no quería bases de la OTAN en sus fronteras. La neutralidad, según figuraba en la declaración de independencia de Ucrania.
Este es el mundo hipócrita en extinción: se ejercía el poder de las armas, pero no se invocaba. Una mala noticia. La hipocresía es una conquista civilizatoria. Un modo de honrar, esquinadamente, principios morales. El tributo que el vicio rinde a la virtud. El pequeño resquicio moral para un derecho internacional que nunca nadie ha respetado. Minúsculo, cierto, pero, mientras existía, proporcionaba un lugar a la esperanza.
El Mundo (28.02.2025)