Geopolítica de (ridículas) trincheras
Tenemos una España y una Europa tecnológicamente dependientes, industrialmente endebles y energéticamente inestables, con demasiadas vulnerabilidades
Los efectos secundarios de muchas tertulias son peores que las peores resacas.
Cuando se habla de política internacional, es habitual encontrar la ristra habitual de lugares comunes y usos espurios de una realidad cada vez más compleja y convulsa, repleta de intereses crudos y descarnados.
Uno de los enfoques habituales del espacio liberal-occidental ha sido la utilización constante de una doble vara de medir que, por conocida, no deja de ser insoportable.
No se trata de dejar de aspirar a un Derecho internacional cuya razón de ser viene fundada en sólidas justificaciones, sino de aplicar una mínima coherencia cuando uno reclama, frente a ciertas autocracias y regímenes tiránicos, un comportamiento que consiente y patrocina en socios y aliados.
Este fue el primero de los reproches que algunas voces libres e independientes hicieron tras la ilegal e ilegítima invasión de la Rusia de Putin a Ucrania.
Así, la catedrática Araceli Mangas recordó, en aquellos días aciagos, que la invasión del tirano distaba mucho de ser una tropelía aislada ni una vulneración de Derecho internacional inédita en nuestra historia reciente.
A los que señalaban el precedente de Crimea, pero ocultaban la guerra del Donbás y las carencias democráticas que aquejaban a Ucrania (bastaría con repasar las páginas más negras del nacionalismo ucraniano o la exclusión lingüística durante décadas de la población rusófona en ese país), con un sistema político a años luz de ser ejemplar, la profesora Mangas, demócrata y europeísta sin mácula, les recordaba otros precedentes europeos para la vergüenza, en este caso occidental.
Así, las tropelías cruzadas en la guerra de los Balcanes, las ilegalidades flagrantes cometidas por la OTAN en la antigua Yugoslavia o el escandaloso amparo de señaladas potenciales occidentales a Kosovo, un ejemplo palmario de la geopolítica de principios guadianescos, esos que aparecen o desaparecen a conveniencia, según quién los vulnere o agreda, según nuestras particulares filias o fobias, según los intereses políticos de turno, con frecuencia entrelazados con los económicos y geoestratégicos.
¿Qué decir de Afganistán, Irak, Siria o Libia?
Son demasiadas las páginas contradictorias de un relato agujereado por la hipocresía de la realidad para sostener, sin rubor, un relato de superioridad moral de la democracia liberal (discurso formalmente impoluto), pero contradecirlo a diario, organizando eventos deportivos con pingües ganancias en Catar o Arabia Saudí, sometiéndose a los permanentes chantajes de Marruecos o trazando a diario relaciones comerciales con excepcionales dividendos con todo tipo de autoritarismos aliados.
La doble moral occidental no es la única miopía cotidiana cuando la geopolítica entra por la puerta del debate público.
Ahí están los jugadores de Risk, sacados de algún pasaje de la Guerra Fría, incluso algunos que se dicen de izquierdas, compitiendo con la geopolítica guadianesca liberal en un tablero disparatado.
Son los que aplauden a dictaduras con reflejos imperiales que persigue redefinir unas fronteras (reconozcamos que totalmente fallidas, como las que se generaron tras la caída de la URSS) con base en criterios etnolingüísticos, recreando una suerte de Gran Rusia al más puro estilo zarista.
Son los que no tienen problemas en amparar discursivamente regímenes autoritarios, siempre y cuando se encuentren formalmente frente a Estados Unidos, al menos hasta la fecha.
Aplauden y admiran una especie de disidencia presuntamente incontrolada frente a un atlantismo zafio e hipócrita, basando sus hipótesis en presupuestos disparatados: que España tiene algún margen de maniobra para reorientar su política internacional sin tener en cuenta su posición de dependencia y subsidiariedad.
Que a la Rusia de Putin le interesa en algo la soberanía nacional de España y sus intereses.
Que detrás de ese contrapoder se puede encontrar una oportunidad para articular una alternativa al capitalismo global, como si Rusia no fuese también un epítome del peor capitalismo de Estado, con sus oligarquías privilegiadas, sus lacerantes desigualdades sociales, y sus mafias bien relacionadas con las mafias de otras latitudes, tanto occidentales como aliadas.
En el culmen del delirio, algunos ven en Trump una suerte de garante del pacifismo, y otros lo retratan como un demonio imprevisible.
O, aún más simplón y habitual, como un loco peligroso, como Putin, en el clásico ejercicio psicológico de encontrar en los atributos de la personalidad del gobernante la capacidad de explicarlo todo.
Ni están locos, ni carecen de (su) racionalidad, ni son referentes de la paz mundial, ni alternativas al capitalismo neoliberal de corte atlantista.
Son, simplemente, dos autócratas con posibles intereses coincidentes.
No se entiende que la izquierda vea en ellos alternativa de nada, máxime cuando el pretendido pacifista que preside Estados Unidos propugna en la franja de Gaza continuar con la masacre salvaje que lleva a cabo Israel, mientras que en política económica se apoya sin reservas ni disimulo en una plutocracia tecnológica sin ningún interés redistributivo ni de garantía de la justicia social.
De nuevo, intereses descarnados triturando cualquier principio.
No es la única posición ridícula la de esa supuesta izquierda que, con tal de buscar aliados en cualquier lugar que huela a contrahegemónico, es capaz de tragarse los sapos más desagradables y comulgar con imposibles ruedas de molino.
También en las filas de la derecha liberal y aderezos centristas, los que durante años han predicado una fidelidad perruna y exagerada a un atlantismo dogmático, como si los «intereses de Europa» (complejos y dispares, cuando no contradictorios entre Estados, seamos serios) o los intereses de España estuvieran en guerras lejanas y bases remotas, mientras que nuestros presuntos aliados nos daban la espalda ante el chantaje marroquí y la inseguridad flagrante de Ceuta y Melilla, dos ciudades españoles que la OTAN no protege, sino que desampara allanando el camino a quienes las amenazan.
Este mundo complejo parece exigir, cada vez más, adhesiones tribales inquebrantables, repudio dogmático a los grises, tomas de posición monocromáticas entre blancos y negros, entre buenos y malos, entre nosotros y los otros.
Esto parece estar ocurriendo de nuevo entre las diferentes facciones políticas de nuestro país. Mientras que el entretenimiento discursivo se despliega con dosis notables de sectarismo, España sigue siendo un país con enormes debilidades estructurales.
Con unas carencias industriales flagrantes, en un sur de Europa que vive a golpe de fondos europeos que, sin embargo, no son transferencias incondicionadas porque no hay una Hacienda común ni una verdadera unión fiscal (nunca les interesó a los liberales que querían una moneda común, pero sin la contraprestación redistributiva que necesitaban naciones como la nuestra), sino préstamos con letra pequeña.
Cuando el grifo se cierre, posiblemente regresen las exigencias de «reformas estructurales», que en su día fueron recortes y austeridad salvaje con efectos letales, y que nadie puede descartar que vuelvan a serlo.
Una España y una Europa tecnológicamente dependientes, industrialmente endebles y energéticamente inestables, con demasiadas vulnerabilidades.
El tablero de ajedrez se mueve inquietantemente, pero algunos prefieren vivir instalados en trincheras artificiales y ridículas. Un marxista clásico diría, con razón, que detrás de esas trincheras se esconden, una vez más, poderosos intereses económicos.
El Español (3.03.2025)