La explicación más sencilla: el racismo catalán
Aliança Catalana ha convertido en programa lo que los nacionalistas sénior han practicado sin tregua en sus políticas, limitándose a recordar el hilo conceptual que une nacionalismo catalán y racismo
Me sorprende que todavía sorprendan los singulares acuerdos de inmigración «con Cataluña». El último trato diferencial, bien preciso en sus números, es el reparto de menores inmigrantes: 806 para Madrid, 795 para Andalucía, 186 para Aragón, 150 para Asturias, 59 para Baleares, 171 para Cantabria, 310 para Castilla y León, 291 para Castilla-La Mancha, 478 para la Comunidad Valenciana, 168 para Extremadura, 325 para Galicia, 34 para Melilla, 189 para Murcia, 164 para Navarra, 88 para País Vasco, 157 para La Rioja… y 27 para Cataluña. La identidad propia no debe contaminarse.
También causaron sorpresa los buenos resultados de Aliança Catalana en las elecciones autonómicas de 2024. Su máxima dirigente, Sílvia Orriols, inequívocamente xenófoba, se limita a presentarse como independentista, contraria a la inmigración y defensora de unos supuestos valores catalanes que, a su juicio, son los valores de Occidente. Todo el mundo invoca a Occidente cuando quiere justificarse.
La «sorpresa Orriols» no fue más que un problema de expectativas, de falsas expectativas. No cabía en el relato clásico con que se ha descrito tradicionalmente a Cataluña. Como si el ordenador del Papa apareciera conectado a una red de pornografía infantil. Nos enfrentábamos a dos opiniones incompatibles. La histórica, la idea que se tiene en España de Cataluña como vanguardia de los valores democráticos, y la reciente, acerca del nervio ideológico de Aliança Catalana. Su éxito electoral se acompasaba mal con la imagen de Cataluña como encarnación del progresismo, puerta de Europa, oasis liberal, alma impolutamente democrática y tierra de acogida. Y ante dos tesis contradictorias, y estas lo son, si no queremos desahuciar una argumentación (de una contradicción se sigue cualquier cosa), no queda otra que revisar al menos una de ellas. Si una es verdadera, la otra no puede serlo. En este caso parece claro cuál es la falsa: el consenso histórico, el cuento de la Cataluña progresista, un mito de nuestro imaginario colectivo.
Porque la realidad catalana es otra, menos decorosa. Especialmente en el negociado de la acogida y trato a la gent de fora. Por lo pronto, presenta un pasado poco lucido, sobre todo en lo referido a la burguesía catalana, encendida defensora del colonialismo español y hasta de la esclavitud hace apenas un siglo, cuando ya pocos estaban por esas labores. Nadie más comprometido con la defensa del Imperio español que las élites catalanas. Y con razón, la razón del interesado: en el Maresme, Sitges, la Costa Brava o el Paseo de Gracia barcelonés se pueden encontrar –incluso tocar– las pruebas: las mansiones levantadas con las fortunas obtenidas en Cuba. De Cuba, por cierto, proceden los primeros mimbres del falangismo español, que encontrarán su estación intermedia en Cataluña, pionera –ya ven– en la introducción del fascismo en nuestro país, según han documentado solventemente X. Casals Meseguer y E. Ucelay-Da Cal en El fascio de las Ramblas (Pasado y Presente, 2023). Pero, en fin, dejémoslo, es historia pasada que ya no mueve molinos y no vale la pena recordarla. Bueno, sí, aunque solo sea por una razón puramente refutatoria: cualquier cosa menos una sociedad acogedora desde su primera papilla. La identidad, ya saben.
Pero no hace falta irnos tan lejos. Como entre nosotros parece que la II República nunca pierde actualidad, no está de más recordar que en aquellos años ERC maltrató –y de qué manera– a los españoles de otras regiones: después de comprobar el fracaso de su particular «operación retorno», cuando la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona alquilaron un tren para devolverlos al sur de España prometiendo comida y bebida gratis para el trayecto, ERC optó por la repatriación forzosa de inmigrantes con argumentos racistas que no se molestaron en disimular. Lo contó Chris Ealham en una investigación relativamente desatendida, Class, Culture and Conflict in Barcelona, 1898-1937. En aras de la precisión, Carles Sentís, entonces destacado periodista de ERC y más tarde franquista, atribuía el origen los problemas sanitarios y sociales catalanes a la promiscuidad de la mujer murciana y un «régimen de amor libre».
Y ahora mismo, pues igual. Los líderes políticos en ejercicio y sus maestros intelectuales han dejado suficientes testimonios. Conocida es la opinión, reeditada en 1976, de Jordi Pujol sobre «el hombre andaluz»: «Un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña». Por si quedaban dudas, en 2004, con 74 años, será más preciso: «[El mestizaje] será el fin de Cataluña (…). Para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más, y también la disuelve; pero llega un momento en que ya no la disuelve».
Las locuras de Pujol resultan pacatas si se comparan con la de Heribert Barrera, histórico dirigente de la ERC reciente. Sus proclamas racistas dan para un tratado: «Los negros de América tienen un coeficiente inferior a los blancos»; «se debería esterilizar a los débiles mentales de origen genético»; «prefiero una Cataluña como la de la República, sin inmigración»; «podemos haber superado la inmigración andaluza, pero no sé si podremos con la sudamericana y magrebí». Estas cosas, y otras peores, se proclamaban no en tiempos de Sabino Arana o en los años 30 del siglo pasado, cuando, en diverso grado, el racismo gozaba hasta de discretos avales «científicos», sino en pleno siglo XXI.
Esa es la doctrina. Una doctrina que sostiene una práctica política que es algo peor que una discriminación étnico-cultural. Para ser un buen catalán se requeriría limpieza de sangre. Sin exageración. Porque no encuentro otra explicación a penalizaciones que alcanzan a los impuros, sin que importe su empeño –de grado o de fuerza– en «integrarse». Como mostró Javier Polavieja (El Nombre de la Bestia, Agenda Pública, 2023), catalanes perfectamente competentes en catalán, aunque «con nombres y apellidos castellanos» (la mayoría de los catalanes, por cierto), reciben en el acceso a los trabajos el trato propio de extranjeros. Mal está, y contrario a los ideales de igualdad y ciudadanía, que se discrimine a los españoles «por no hablar catalán» cuando disponemos de una lengua común, pero esto es algo mucho más inquietante. Se pinte como se pinte, la única differentia specifica –que dirían los escolásticos– de esos (otros) catalanes es que no tienen «sangre catalana».
Así que ninguna sorpresa con Orriols. Su partido se ubica en los entornos de ese impreciso espacio político que damos en llamar «extrema derecha». Un espacio que en nuestro país parece otorgarse en condiciones de monopolio a Vox, aunque Aliança Catalana y los nacionalistas cumplen todos los requisitos para federarse en esa competición. Eso sí, en una liga mayor. En comparación, Vox, un partido clásicamente conservador cuando alcanza alguna coherencia intelectual, ni siquiera juega la promoción. Mientras Vox rechaza conceder la condición de ciudadano a los inmigrantes, los secesionistas no solo no quieren a los extranjeros, sino que, además, quieren privar de derechos a los que ya disponen de ellos, a los españoles, en una parte de España.
Aliança Catalana no es otra cosa que la aplicación consecuente del proyecto nacionalista. Ha convertido en programa lo que los nacionalistas sénior han dejado disperso en declaraciones y practicado sin tregua en sus políticas. Orriols se ha limitado a levantar la mano y recordar el hilo conceptual que ata al nacionalismo catalán con el racismo. Sin complejos. Esa es su singularidad: ha dicho a los votantes, macerados en años de nacionalismo, lo que deseaban escuchar. Casi se puede escuchar el engranaje mental: «Pues claro, ahora lo entiendo todo». Por fin, se sienten libres para decir lo que no se atrevían ni a pensar.
Muchos se deben de estar preguntando cómo era posible que nadie recordara las verdades del barquero nacionalista. Para ellos, Aliança Catalana ha supuesto el principio del fin de una «espiral del silencio»: esas situaciones en las que todos públicamente se reafirman en la idea A, convencidos de que los demás están en lo mismo, en A, aunque en privado crean en B… hasta que el número de discrepantes suficiente como para abaratar el coste de salir del armario diga en voz alta «B». Entonces, de un día para otro, se impone torrencialmente la idea hasta ahora reprimida. Y esa ha sido la función de Orriols. Un detonante. Se ha soltado la brida y ha asomado la bestia. Han llamado a las cosas por el nombre con que los nacionalistas las piensan. Con la complicidad ahora del PSOE, que no pierde oportunidad de degradar la moral pública.
Durante años nos hemos preguntado cómo era posible que en España no apareciera una extrema derecha fetén. Sencillamente, buscábamos en el lugar equivocado. Ya estaba entre nosotros.
El Mundo (19.03.2025)