Edificar la arena

Edificar la arena

Un axioma de la buena democracia es que no todas las opiniones valen lo mismo. Sin embargo, en virtud de ciertas posiciones de poder, se violenta el principio de que la voz de todos debe ser igualmente atendida.

Varias noticias en lo que va de año sobre los ecosistemas de formación de la opinión pública: la posibilidad de que el Gobierno, publicidad institucional de Telefónica mediante, castigue a los medios críticos; los peligros derivados de la «vicepresidencia en la sombra» en EEUU de Elon Musk; Bezos dando instrucciones editoriales al Washington Post; la cautela con la que medios críticos con el nacionalismo recibieron el cambio de sede de la Caixa, una decisión obviamente política. Y, claro, la triste historia reciente de Prisa. Y un aspecto compartido que afecta a la calidad de la democracia: el poder económico contamina el terreno sobre el que se levanta el debate público. Antes de entrar en ello, recordaré algunas ideas básicas acerca de la relación entre igualdad y democracia.

En alguna de las mil variantes del liberalismo, resulta habitual comparar elogiosamente el mercado con la democracia. Los votantes, como los consumidores, enfrentados a políticos en competencia, escogerían según sus preferencias y, al final, ganaría quien mejor las atendiera. La fábula, que suena bien, tiene un alcance limitado. Hay razones para elogiar al mercado de competencia perfecta, fundamentalmente, porque asegura la eficiencia en la asignación de recursos; y también hay razones para elogiar la buena democracia, porque garantiza leyes que recogen los intereses de todos ponderados en argumentaciones calibradas por criterios de justicia e igualdad. Como siempre en la vida, la realidad se parece poco a tales idealizaciones: los mercados reales son ajenos a la competencia perfecta, una ensoñación que solo existe en los manuales de microeconomía; en las democracias realmente existentes el tironeo y el chantaje se imponen a la deliberación y las buenas razones. En todo caso, mal que bien, tales virtudes; si no se cumplen, al menos, se honran.

Lo que no funciona es la equiparación elogiosa. Hay diferencias fundamentales entre los dos mercados. Primero, los ciudadanos no eligen a la carta un plato en particular, sino un menú completo, programas enteros: no pueden optar por una propuesta del PP y otra del PSOE. Por otra parte, a diferencia de las decisiones de consumo, donde preferir un bien, si se puede pagar, asegura su obtención, en las elecciones la decisión no garantiza la consecución: en realidad, dado su ínfimo peso, el voto de cada cual es puramente expresivo. En tercer lugar, con todas las salvedades derivadas de los diseños institucionales, en política los primeros (solos o coaligados) «se lo llevan todo», no hay medallas de plata. Por último, a diferencia del mercado de bienes privados, donde si yo adquiero un producto tú quedas excluido –sin mi permiso– de su consumo, las leyes funcionan como bienes públicos: no podemos excluir a ningún ciudadano del consumo de la ley, que se aplica tanto a los partidarios como a los contrarios.

Pero la diferencia importante es otra: el compromiso de la democracia con la igualdad, según queda recogido en el principio una persona, un voto. En el mercado no todas las voces se escuchan igual: unas cuentan y otras no. Todos podemos desear un Ferrari, pero solo cuenta la demanda de quien tiene dinero. Por el contrario, en democracia, todos los ciudadanos importan lo mismo. Su igual capacidad de compra resulta irrenunciable. Si el mercado político fuera como el otro, los individuos podrían acumular y mercadear sus votos.

De nuevo, en los detalles, la igualdad política está lejos de resultar impecable. No ya por los diseños electorales, que otorgan más peso al votante de Soria que al de Madrid, sino por las diversas dimensiones comprometidas en la idea de igualdad política. Según el clásico inventario de Charles R. Beitz: igualdad (de poder) horizontal, que se da entre los ciudadanos; igualdad (de poder) vertical, sin posibilidad de distinguir entre ciudadanos y representantes (estos votan dos veces, en las elecciones y en el parlamento, donde su decisión pesa muchas veces más); igualdad de impacto (una persona, un voto); igualdad de influencia, de capacidad para defender las ideas; igualdad de oportunidad de poder político, la propia del sistema de representación mediante sorteo entre los ciudadanos; anonimidad; etc.

La lista anterior, incompleta, no incluye la igual calidad de las opiniones. Y así debe ser: no todas valen lo mismo. La desigual calidad es un axioma de la buena democracia: si el debate entre propuestas tiene sentido es porque algunas son mejores. Si todas valieran igual, resultaría más racional meterlas en un bombo y quedarnos con la que salga. Pero sí que incluye, bajo diversas fórmulas, la igual capacidad de ser escuchados: los votos pesan igual, todas las voces deben ser igualmente atendidas, las distintas propuestas han de estar en condiciones de asomar en el foro público, etc.

Después de estos recordatorios –puro sentido común decantado–, volvamos a los debates recientes. Su obvio núcleo común: en virtud de ciertas posiciones de poder económico, se violenta el principio de que la voz de todos debe ser igualmente atendida. Los medios que expresaban su temor a los recortes de Telefónica admitían su dependencia del poder económico. Condensado: quien paga manda. Sucede con la compañía de telecomunicaciones y sucede con los bancos, como confesó algún editorialista radiofónico, que, con media sonrisa, reconocía su prudencia al tratar asuntos que concernían a sus financiadores.

Por supuesto, que alguien mande no implica que imponga. Cierto. Pero, desde luego, la simple posibilidad complica la equiparación entre la libre empresa y la libre opinión, habitual entre los defensores de Musk. Según estos, su (atribuido) espíritu libertario nos garantiza que en X cualquiera puede terciar. Quizá. El problema es que, al final, la libertad del debate depende de su espíritu. Y cuando la libertad depende de la voluntad del poderoso, desaparece. La afirmación «yo hago lo que quiero porque mi pareja me deja», en rigor, es contradictoria. La libertad no puede depender de la voluntad arbitraria de nadie.

Por centrar la pelota: el problema aparece cuando la desigualdad económica se traduce en desigualdad política. Porque, incluso si suponemos –que ya es mucho suponer– que la fortuna de Musk es merecida, de ahí no se sigue que su riqueza, que le permite una mayor calidad de vida, le otorgue el derecho a tutelar la conversación pública. Ejerza ese derecho o no. Su opinión no puede imponerse por su riqueza. Ahí se corta el hilo que une la igualdad política con las decisiones públicas justificadas. No está de más recordar cómo ha pasado de ayudar con sus satélites Starlink a Ucrania a defender posiciones cercanas a las propuestas rusas. Sus humores deciden el curso de una guerra.

Ante estos argumentos, los defensores de la libertad de empresa (ese complicado sintagma) acuden a otra estrategia: si no nos gusta X siempre podemos crear o buscar otra red social, como hicieron quienes animaron a pasarse a Bluesky. Puro voluntarismo. Y más en estos asuntos: en las redes sociales, no gana el mejor, sino quien llega el primero. Aquí rigen, por encima de la eficiencia, las externalidades de red: el valor que un usuario obtiene de un servicio depende del número de usuarios presentes en la red. Por eso usamos WhatsApp y no sus eficientes alternativas.

¿Nada nuevo? Bien sabemos todos quién corta el bacalao. Pues casi peor: saber que sabemos la endeblez de lo que invocamos, que aceptamos que nuestro noble mundo de principios (la libertad, la democracia, el Estado de derecho) se sostiene sobre una realidad material que juega con otras reglas o sin ellas. Porque seguimos invocándolo. El trastorno tiene un nombre: se llama superstición. Sin desatender que las consideraciones anteriores resultan casi piadosas: ni siquiera mencionan el uso de los macrodatos o de la inteligencia artificial. Si quieren deprimirse del todo, lean el libro Todo el mundo miente, de Seth Stephens-Davidowitz, o vean la (discreta, pero verosímil) serie de televisión The Capture. Y no olviden que el libro es de 2017 y la serie de 2019, esto es, antes de la reciente revolución en inteligencia artificial. Luego, recuerden los principios de la democracia.

Más de una vez, en tiempos de perder, ante los fracasos políticos y los otros, uno ha acudido en busca de consuelo a los clásicos versos: «Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena». A estas alturas, pensando en estas cosas, ya no pienso en Borges, sino en Sísifo. Ni siquiera tanto, en El día de la marmota.

El Mundo (17.04.2025)