Desconexiones y reconexiones

La desconexión emocional con España se ha instalado en la vida cotidiana de la mitad independentista de la población catalana, mientras que la otra mitad continúa conectada aunque de modo defensivo. Todo ello en un contexto de creciente crispación.

La lista de los eufemismos con que los líderes del proceso soberanista han redefinido una serie de conceptos es larga y fecunda. Quizás la más notable sea la expresión “derecho a decidir” para substituir el derecho a la autodeterminación y eludir que Catalunya no reúne las condiciones que, según el derecho internacional, le harían acreedora de ello. Asimismo se acuñó el concepto de “elecciones plebiscitarias” completamente desconocido en la teoría y la práctica política o “proceso participativo” para caracterizar el simulacro de referéndum del 9N. Otra de estas locuciones, de resonancias orwelianas, es la llamada “desconexión” que en realidad busca esconder el término más crudo de secesión o separación escasamente atractivo para los medios nacionales e internacionales.

[Este artículo recoge el parecer de la ASEC/ASIC sobre el «proceso soberanista»]

La elección de estas palabras es casual. Por ello, el término de desconexión exige un análisis más profundo en la medida que revela algunos de los deseos e impulsos del inconsciente colectivo nacionalista/independentista.

La desconexión política con España, que ahora propugnan los dirigentes nacionalistas, estuvo precedida por la larga y ancha desconexión ideológica y emocional impulsada durante los 23 años de pujolismo en los que se aposentó la hegemonía del nacionalismo catalán. Durante este periodo, las clases medias fueron formateadas doctrinalmente y se procedió a una sistemática e incansable exaltación de los llamados “hechos diferenciales”. Así se impuso la lógica binaria según la cual todo lo que procedía de España era pernicioso y despreciable frente a la superioridad y excelencia de todo lo genuinamente catalán. Un planteamiento simple que no exige grandes esfuerzos intelectuales y que resulta un fuerte estimulante para la autoestima de las clases medias atomizadas y despolitizadas, base social del pujolismo y ahora del independentismo de masas.

Sin duda, la punta de lanza y leitmotiv de esta estrategia fue la lengua, considerada el principal hecho diferencial y el ADN de la nación. Durante aquellos años se sucedieron sin solución de continuidad interminables polémicas lingüísticas que tuvieron su punto de inflexión con los Decretos de Inmersión (1992) y la Ley de Política Lingüística (1998) de la que surgió la contestación de un grupo de intelectuales progresistas, organizados en torno al Foro Babel, que combatieron sin éxito el modelo monolingüe impuesto por la Generalitat. Un intenso debate que mostró la sumisión de las grandes formaciones de la izquierda parlamentaria del momento, PSC e ICV, a los dogmas del nacionalismo lingüístico/identitario y que está en el origen de Ciutadans.

En el curso de estas luchas de posiciones ideológicas, por utilizar el concepto de Antonio Gramsci, cristalizó la denominada metonimia nacionalista. Es decir aquel mecanismo mediante el cual una parte del país (la nacionalista) era tomada por el todo. De manera que sólo los nacionalistas podían ser considerados auténticamente catalanes, generando unos mecanismos de exclusión que el proceso soberanista no ha hecho más que exacerbar y amplificar como muestran los insultos recibidos por el exconseller de ICV Joan Boada o por la fiscal jefe de Barcelona, Ana María Magaldi a raíz del juicio del 9N.

Otro aspecto fundamental de la etapa pujolista fue la ambigüedad estructural de la Generalitat que operaba unas veces como una administración autonómica del Estado español y otras como el embrión de un futuro Estado catalán. Una contradicción concentrada en la figura del president de la Generalitat, quien según el caso se comportaba como un presidente autonómico o como la máxima autoridad de una nación sin Estado. En este periodo funcionó una suerte de aprendizaje de las elites nacionalistas sobre la gestión de la administración. El proceso soberanista ha roto con esta ambigüedad y ahora la Generalitat se postula claramente como la matriz de las instituciones del Estado independiente.

Así pues, durante los largos años de hegemonía convergente, se sentaron las bases de la desconexión ideológica, identitaria y sentimental de la ciudadanía nacionalista con el resto del Estado. El sistema de enseñanza y los medios de comunicación públicos de la Generalitat y privados afines jugaron y siguen jugando un papel esencial en el adoctrinamiento y difusión de la ideología nacionalista ante la impotencia, cuando no la complicidad de la izquierda catalana.

Prolegómenos de la desconexión

A finales de la década de 1990 este proceso de desconexión mental e ideológica estaba sumamente avanzado. Como demuestra el crecimiento de ERC, una formación que en el Congreso de Lleida (1994) rompió con su matriz federalista y se proclamó independentista, cosechando un notable éxito entre los jóvenes de las clases medias catalanohablantes formados en el sistema de enseñanza nacionalista y consumidores de TV3, la denominada generació independència.

Sin duda, el giro neoespañolista de José María Aznar en su segundo mandato contribuyó a acelerar el proceso de desconexión mental de amplios sectores de la población catalana; incluso, más allá de las clases medias nacionalizadas. Ahora bien, también mostró el doble lenguaje característico del pujolismo que, puertas a dentro, continuaba con su discurso catalanista, mientras que, puertas a fuera, se comportaba como un fiel aliado de Aznar en las instituciones españolas y pactaba con el PP en el Parlament de Catalunya para mantenerse en el poder. Todo ello mientras se multiplicaban los escándalos de corrupción.

El descrédito convergente provocó que, por primera vez desde la reinstauración de la Generalitat, la izquierda catalana tuviese la oportunidad de gobernar el país, bajo la fórmula del tripartito de izquierdas. Ahora bien, bajo la presidencia de Pasqual Maragall se cometió el error estratégico de centrar su acción de gobierno en la reforma del Estatut d’Autonomia que no reclamaba nadie, ni siquiera los nacionalistas. Incluso, para salvar la reforma estatutaria, Maragall rectificó en su denuncia sobre el 3%, punta del iceberg de la corrupción estructural de CiU.

El agrio y largo debate estatutario fue el marco donde CiU pudo recuperar su hegemonía política, pues la hegemonía ideológica nunca fue puesta en cuestión por el tripartito. Un ejecutivo copado por representantes del sector catalanista del PSC, muchos de cuyos dirigentes ahora militan en las filas de Junts pel Sí, y ERC que operaba como el guardián de las esencias nacionales. Un periodo donde TV3, como se decía entonces cáusticamente, era la única televisión pública del mundo al servicio de la oposición. A despecho de las críticas del diputado del PSC Joan Ferran, sobre la “costra nacionalista” que dominaba en el medio. Quizás si el tripartito, en vez de embarcarse en la reforma estatutaria, hubiese centrado su acción de gobierno en el eje social y perseguido la corrupción convergente, la izquierda continuaría en el poder.

La crisis financiera no sólo castigó duramente a las clases medias sino que provocó una oleada inédita de movilizaciones populares. Así se convocaron dos huelgas generales y en Catalunya fue donde el 11M fue más duramente reprimido con la violenta disolución de la acampada de Barcelona, pero donde también se planteó la acción más radical con el sitio al Parlament de Catalunya para boicotear los primeros presupuestos de los recortes de Artur Mas, quien histriónicamente asistió a la sesión en helicóptero.

Este escenario, especialmente el temor de una eventual alianza entre las clases medias y la clase trabajadora contra los recortes del gobierno de Mas, dispararon todas las alarmas en la dirección convergente. Como confesó el conseller Santi Vila, la aventura soberanista se utilizó como la salida para desviar la atención ante la creciente contestación social y aglutinar a las clases medias formateadas en el pujolismo con el objetivo de la independencia como panacea de todos los males que aquejaban al país. Así se redirigió el malestar de estas capas sociales contra España (Espanya ens roba), con un argumentario extraído de la Lega Norte (Roma ladrona).

La sentencia contra el Estatut sirvió de desencadenante de este movimiento y consumó el pasaje del autonomismo al independentismo del nacionalismo catalán. De este modo, se verificó la justeza del análisis de Miroslav Hroch sobre la evolución de los nacionalismos sin Estado en el sur y este de Europa que atraviesan una primera fase, cultural, de recuperación de la lengua, costumbres y tradiciones; una segunda fase, autonomista, de reivindicación de la autonomía política en el Estado de referencia en función de estos hechos diferenciales y la tercera y última fase, independentista, donde se reclama la creación de un Estado propio.

Ontología soberanista

Para ilustrar los procesos mentales de amplios sectores del independentismo catalán convendrá atender a la entrevista concedida a La Vanguardia por el historiador nacionalista y monje de Montserrat Hilari Raguer. En ella utiliza una especie de remedo del argumento ontológico de San Anselmo. Según este filósofo si nuestra mente es capaz de representarse la idea de un Dios todopoderoso, ésta es la prueba de su existencia, pues en caso contrario no podríamos concebirla. De manera semejante, Raguer asegura que, como muchos catalanes ya se sienten independientes, esto demuestra que la “independencia ya ha empezado y es un hecho sin marcha atrás”.

http://www.lavanguardia.com/politica/20170211/414139825292/hilari-raguer-entrevista-papa-republica-de-catalunya.html

El razonamiento de Raguer, más allá del muy discutible valor lógico de su argumento, revela que una parte importante de la población catalana ha interiorizado el proceso de desconexión y vive su vida cotidiana como si Catalunya ya fuese un Estado independiente. De hecho, sólo esperan que una declaración formal de soberanía verifique este tránsito en el plano de la realidad política.

Ahora bien, si abandonamos la teología católica y utilizamos las herramientas teóricas del psicoanálisis, podría afirmarse que, en las aspiraciones del movimiento secesionista, se materializa la contradicción entre el principio del placer, que no conoce limitaciones ni cortapisas, y el principio de realidad, que limita esos deseos al ámbito de lo factible. De modo que el deseo de independencia podría verse confrontado con las duras realidades políticas derivadas de la falta de una mayoría social en Catalunya a favor de la separación y la ausencia de reconocimiento internacional a la vía unilateral de secesión. La frustración sería el resultado de la descompensación entre estos deseos y la realidad.

Reconexión problemática

Artur Mas, en el impúdico juicio paralelo montado por TV3 el domingo pasado, aseguró, sin faltarle parte de razón que “España ha perdido la mitad de Catalunya” y pronosticó, aquí confundiendo sus deseos con la realidad, que si el Estado español no hace nada “perderá la otra mitad”.

Sin embargo, una porción del 48% de los votos a opciones independentistas en las pasadas elecciones “plebiscitarias” es el resultado de un secesionismo de aluvión, de carácter volátil. Ciertamente, resulta difícil cuantificar el registro concreto de este sector del voto independentista, aunque podría evaluarse que el núcleo duro del movimiento se situaría entre el 30 y 35% de los apoyos obtenidos por Junts pel Sí. Entre algunos sectores de los votantes independentistas empieza a detectarse hartazgo y desilusión por un interminable proceso que no acaba de culminar y cierto escepticismo sobre la posibilidad de realizar el prometido referéndum de autodeterminación. Unos sectores que, no obstante, que podrían volver a reactivarse a raíz de la ofensiva judicial contra los dirigentes del proceso soberanista.

En cualquier caso, la reconexión de estos sectores volátiles de los apoyos al independentismo se plantea muy complicada no sólo por el adoctrinamiento identitario, sino por la ausencia de alternativas atractivas desde España. Desde la derecha el PP únicamente ofrece el mantenimiento del status quo y el cumplimiento de la legalidad. La izquierda aparece excesivamente deudora de los planteamientos de las formaciones nacionalistas, e incapaz de hilvanar un discurso propio en clave republicana y federal. Como apuntó Oriol Junqueras, dirigente de ERC y vicepresidente de la Generalitat, urge declarar la independencia, pues en si España corren vientos de reforma una parte importante de los apoyos a la secesión podrían volverse hacia el otro lado del Ebro, como le ocurrió a Francesc Macià con la proclamación de la Segunda República.

El proceso soberanista ha dividido a la población catalana en dos mitades casi idénticas en lo que se ha denominado “empate infinito”. Entre la mitad no independentista de la ciudadanía de Catalunya está creciendo un sentimiento de irritación frente a la deriva autoritaria e intolerante del movimiento secesionista y se multiplican los signos de una creciente crispación en la sociedad catalana. El grueso de la población que no ha desconectado con España está formado por los trabajadores de los barrios periféricos del Área Metropolitana de Barcelona y Tarragona, procedentes de la emigración del resto de España y que tradicionalmente votan por las izquierdas. El hecho que estas capas sociales no hayan transigido con el independentismo es una prueba de la solidez de sus vínculos emocionales con España pues durante décadas “sus” partidos y sindicatos les conminaban a la integración (léase asimilación) cultural y lingüística en la Catalunya pujolista. De hecho, muchos de ellos mantienen estrechas relaciones familiares en sus localidades de procedencia donde a menudo van a pasar las vacaciones.

Esto explica que, en estos barrios y poblaciones, se impusiera Ciudadanos en los comicios plebiscitarios del 27S, donde la cuestión de la secesión se situó en el centro monotemático del debate electoral y que, meses después, en las dos elecciones generales españolas, se impusiera En Comú Podem, cuando la contienda electoral se ubicó en el eje social. Ahora el giro a la derecha de Ciudadanos, al abandonar los restos de sus planteamientos socialdemócratas, dificultará extraordinariamente su implantación en estos estratos sociales. Aunque las ambigüedades de En Comú Podem respecto a la cuestión de la independencia y su alineamiento con los independentistas en el tema del referéndum se alzará como un obstáculo para convertirse en el partido hegemónico de la izquierda catalana. Este panorama facilita el relanzamiento del PSC que, tras la salida del partido del sector catalanista y su posicionamiento izquierdista en las luchas internas del PSOE, puede aspirar a volver representar las aspiraciones de los trabajadores de estos barrios.

Ahora bien, el rechazo a la secesión por parte de estos sectores sociales es puramente defensivo y la conexión activa con España requiere una propuesta en positivo que, a nuestro juicio, pasa por el republicanismo federal.

Decía Hegel que la historia suele desarrollarse por su peor parte. Si esto fuera cierto, las múltiples contradicciones acumuladas por la sociedad catalana desde hace años podrían estallar de forma violenta en la recta final del proceso soberanista. Un momento en que parece que los gobiernos español y catalán están dispuestos a medir sus fuerzas. El primero utilizando todo el peso de los aparatos del Estado y el segundo mediante la movilización de la parte independentista de la sociedad catalana y esperando que una hipotética reacción violenta del Estado permita ampliar su base social en Catalunya y activar la solidaridad internacional, justamente los puntos débiles del proceso soberanista.

Revista El Viejo Topo (núm. 350 – marzo 2017)