Malos tiempos para el garantismo
Preocupa el irresponsable desprecio de la proporcionalidad penal por el punitivismo populista
Como señalaba el magistrado emérito del Tribunal Supremo, Perfecto Andrés Ibáñez, en un interesantísimo diálogo con el filósofo del derecho Manuel Atienza, “el principio de presunción de inocencia es un principio no fácil, que necesita una cultura de soporte en cuya difusión o generación en la población no se ha invertido un céntimo”. Las palabras resuenan absolutamente de actualidad, imprescindibles en estos días aciagos.
Lo que subyacía a la necesidad de presentar el consentimiento sexual como un elemento periférico o directamente inexistente de las anteriores regulaciones penales -falsedad clamorosa pero efectista-, que se introducía en la legislación, según el delirante relato oficial, gracias al gobierno más progresista de la democracia, era la pura desconfianza respecto a los principios elementales por los que la izquierda ha luchado históricamente para democratizar la sociedad, anudando las leyes y el procedimiento penal a un sistema escrupuloso de derechos fundamentales y garantías procedimentales.
La reforma, presentada como lo que no era, debía venderse con abstracción de la compleja realidad, porque esa realidad problemática no sirve a la propaganda. Y esa realidad compleja es la de un procedimiento judicial en el que, como tantas veces ha subrayado el propio Perfecto Andrés Ibáñez, «los hechos no deben creerse, sino probarse».
La proporcionalidad penal no es un capricho ni un adorno, como irresponsablemente se ha sugerido desde groseros altavoces justicieros. Que no todos los comportamientos reprochables penalmente en relación a la libertad sexual de las víctimas fueran agresiones sexuales constituía, atendiendo al burdo intérprete populista, una suerte de guiño a los victimarios, una complicidad inaceptable con el delincuente.
Como si el reo condenado por hurto fuera tratado con una excesiva benevolencia por el juez que no entendió que los hechos cometidos fueran constitutivos de un delito de robo con violencia o intimidación; como si el condenado por homicidio, pero absuelto de un delito de asesinato, estuviera, en realidad, siendo gratificado tibia e irresponsablemente por una justicia aquejada de vicios estructurales.
Atendiendo a algunos de los perpetradores de los argumentarios punitivistas de guardia, esos vicios estructurales caen del lado del machismo judicial y la permisividad estructural con aquellos delincuentes antaño condenados por abuso sexual. En esa graduación de penas derivada del principio de proporcionalidad reposaba, a qué negarlo ahora, el germen de la discordia para algunos punitivistas de cabecera.
Ocurre que, al contrario de lo que el populismo barrunta, el Código Penal no es un cuerpo legal que permita una aplicación a la ligera, sino que debe guiarse por algunos principios esenciales para nuestra democracia, como el principio de mínima intervención y la proporcionalidad entre comportamientos reprochables penalmente, delitos y penas.
La justicia, aunque escame a algunos, no puede calibrarse por la métrica de las penas. Si así fuera, cualquier condena se traduciría en la insatisfactoria respuesta que la sociedad democrática articula respecto al reo. Atendiendo a estrictos parámetros de retribución en la pena, cualquier condena que no supusiera la pena de muerte o, al menos, la cadena perpetua, sería una retribución minorada, incompleta e insatisfactoria a la hora de impartir justicia.
Este tenor, más propio de tiempos oscuros, los de la Ley del Talión o el Antiguo Régimen, olvida las conquistas de la modernidad, la transformación que supuso el largo camino hacia el garantismo, que con tanta ligereza se desprecia desde diferentes foros.
Para tristeza de los que entendimos que el presupuesto democrático que, por ejemplo, desecha la tortura como instrumento para alcanzar la verdad en el procedimiento penal era una condición necesaria e innegociable en cualquier perspectiva jurídica democrática y progresista, asistimos a una competencia delirante de cariz populista, que filtra identitariamente el punitivismo. Y que considera que, cuando se trata de este determinado tipo de delitos (la doble vara de medir es un instrumento puramente populista), el furor punitivista se convierte, ipso facto, en una causa de progreso.
La vuelta a la anterior regulación, sin desmontar la calificación penal nominalmente más punitiva, pero tratando de revertir sus efectos paradójicamente más laxos, ha constituido la culminación del estrambote de los últimos días. Pero si algo me preocupa, como abogado y especialmente como ciudadano, es el irresponsable desprecio que inunda nuestro debate público desde hace demasiado tiempo hacia el garantismo, espoleado hoy por la degradación populista.
La teoría jurídica del garantismo, acuñada entre otros por Luigi Ferrajoli, que se asentaba sobre el vínculo estrecho entre derechos fundamentales, garantías procedimentales y democracia, aparece ahora degradada por una pantomima caricaturesca ahormada con los peores instrumentos de la sociedad del espectáculo.
El desprecio irresponsable a los derechos fundamentales del investigado, presentados en el debate público en contraposición a la protección a las víctimas, como si cupiese elegir entre ambas esferas, conduce a disparates legislativos como el vivido.
Entristece profundamente que los cantos de sirena punitivistas no vengan solo de los sectores reaccionarios que han tendido históricamente a mirar con recelo o abierto desprecio los avances del garantismo. Uno que, introduciendo mecanismos de corrección y control a la brutalidad histórica del proceso penal, no ha devaluado la protección de las víctimas, sino que la ha reforzado.
Parece que ahora, a ese desprecio tradicional de sectores reaccionarios, se une un progresismo impostor, desnortado entre sus objetivos populistas y sus resultados contradictorios, que termina desbarrando en un proceso legislativo que exige rigor.
La falta de esa cultura de soporte del principio de presunción de inocencia a la que aludía Perfecto Andrés Ibáñez es una de las más clamorosas carencias de nuestro sistema democrático. En el imaginario colectivo late, tristemente con una frecuencia mucho mayor de la deseada, un relevante desprecio hacia este principio básico de la democracia.
Se olvida con frecuencia que lejos de ser un principio teórico, abstracto y difuso, una especie de cláusula de salvaguarda de los privilegios de alguna élite, la presunción de inocencia es exactamente lo contrario: se trata de una verdadera conquista de la humanidad, que trae causa de las luchas populares masivas en la demanda por la cristalización de un robusto sentido de justicia.
En estos tiempos de identitarismo ubicuo, la pena del telediario se impone con facilidad. Hay, incluso, quien desprecia la labor de las defensas de los investigados y cuestiona, siempre en los mismos delitos, que el juzgador deba situarse en una posición de neutralidad a la hora de juzgar, como si ese estadio previo fuese un vicio de parte y una complicidad estructural con la conducta penalmente reprochable.
Cuando se alcanzan tales extremos, y la brocha gorda campa por sus respetos en el debate público, quien se resiente es la justicia en su conjunto y, con ella, la imprescindible protección de las víctimas, devaluada por un populismo tan agresivo en los fines como torpe y despótico en los medios, y por tanto incapaz de servir a la causa de la justicia.
El cuestionamiento irresponsable del garantismo nos degrada como sociedad, nos aleja de la reparación efectiva de los agraviados por el delito y genera un clima de inseguridad general para el conjunto de la ciudadanía.
El Español (12.02.2023)