El impacto no acaba con el atentado, su onda expansiva atraviesa generaciones. Y en las víctimas es una constante el combate contra el odio y la venganza.
Gerry Adams, dirigente histórico del Sinn Féin, escribe en su ‘Autobiografía’: «Matar puede ser o no correcto, pero a veces es necesario». La hechura de la necesidad para justificar la aniquilación de vidas es una constante en las mentes asesinas. Sobre la violencia de esa índole hay abundante literatura, académica, testimonial y de ficción.
Al rubro testimonial, con variadas dosis de ficción, pertenecen ‘Salir de la noche’, de Mario Calabresi, hijo de un comisario asesinado por la extrema izquierda italiana en los años de plomo; ‘El colgajo’, de Philippe Lançon, un superviviente de la masacre de ‘Charlie Hebdo’ en 2015; y ‘El olvido que seremos’, de Héctor Abad Faciolince, hijo de un médico asesinado por sicarios de Pablo Escobar en Colombia. Los tres éxitos editoriales comparten ciertos rasgos.
El primero es la desolación, la dificultad de recomponer las vidas tras la pérdida de sus padres (Abad, Calabresi), o las terribles heridas de un atentado en el que murieron varios compañeros (Lançon). Calabresi describe el impacto como un naufragio. Lançon se ve como «exiliado de mi propia vida». «No he escrito en tantos años por un motivo muy simple: su recuerdo me conmovía demasiado para poder escribirlo» (Abad). El impacto no acaba con el atentado, su onda expansiva alcanza a los próximos y atraviesa las generaciones; a la manera de ‘Los abrazos perdidos’, la pieza teatral de Roberto Romero, Calabresi refiere la rabia de su hermano al ver al asesino del padre disfrutando con un hijo y su nieta: «La diferencia está aquí, no lo olvidéis».
En segundo lugar, destaca la desautorización de las justificaciones de los asesinos. «Bastaba con ir a la casa de un funcionario de prisiones al que habían disparado y encontrarse con su jovencísima mujer y su hijo en brazos: hasta un idiota habría comprendido que había que parar a las Brigadas Rojas» (Calabresi); «cualquier hombre que mata se resume en su acto» (Lançon); «¡Hijueputas!, grito, es lo único que grito, ¡hijueputas!» (Abad); «uno puede ser exterrorista pero no puede ser exasesino» (Calabresi).
En tercer lugar figura lo que podríamos llamar el dolor social por el «analfabetismo de la sensibilidad» (Calabresi), que se manifiesta por defecto en la soledad y el abandono, y por el otro extremo en las muestras de apoyo y comprensión hacia los asesinos, la fascinación por la violencia. Lançon califica de abyección del pensamiento la entrevista de un intelectual que se mostraba complaciente con la violencia y fascinado por lo que comportaba de estimulación y de «gran noche». Calabresi menciona la firma por ochocientos intelectuales de un documento que definía injustamente a su padre como un torturador, fue parte de la campaña que decidió su suerte. Y, por contraste, el malestar que genera en las víctimas el ver a los asesinos ante las cámaras o promocionando libros. Tenemos cerca el ejemplo de un jefe de ETA convertido en vedete del celuloide. Lançon evoca por su parte «hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda estaba dotado para el desprecio, el furor, la mala fe, la ausencia de matices y la invectiva degradante». Como el de la extrema derecha, añade.
En cuarto lugar y en respuesta a lo anterior, les importa dar voz y prestancia a las víctimas. Es el ‘leitmotiv’ de Calabresi, en el libro y en sus entrevistas, desde la apreciación de lo que cuestan las palabras claras de condena a la violencia a su insistencia en la inconveniencia de pasar página sin haber hecho los deberes. Lançon lo expresa así: «El asesino ha herido al hombre pero ha fallado con el testigo». La centralidad del lenguaje instituye el imperativo de las plumas: «Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo» (Abad).
En quinto lugar, en todos ellos es una constante el combate contra el odio y la venganza; el empeño por reconstruir lo dañado a partir de la consideración de las víctimas; la apelación a valores de humanidad y respeto. Dice Abad de su padre: «Todo fundamentalismo era para él pernicioso, y no solo el de los creyentes, sino también el de los no creyentes»; el autor titula «Contra el odio» una columna en ‘El espectador’. Calabresi refiere el empeño de una viuda de librar a sus hijos huérfanos «de cualquier sentimiento de rencor y odio».
Calabresi detalla en un artículo cómo Lançon se salvó al demorarse para mostrar a Cabu un libro que llevaba en una bolsa que le había regalado Héctor Abad. El de Calabresi es para Abad un libro «magnífico y muy emocionante». Lançon refiere su encuentro con Abad y su aprecio por la bolsa que le regaló. La presencia de España es reiterada en el libro de Lançon, reseñista de Fernando Aramburu, por lo que resulta un punto sorprendente que no se mencione el terrorismo vasco, que tan bien se acomoda a la observación de Goya recogida hacia el final de ‘El colgajo’: «Las gentes de buena voluntad no quieren una sociedad en la que el sueño de la razón engendra monstruos». Abad recuerda, por el revés, el «¡Viva la muerte, abajo la inteligencia!», de Millán Astray.
El Correo (6.04.2024)