LA CATALUÑA QUE QUEREMOS PARA EL SIGLO XXI
MODELO PROPUESTO PARA CATALUÑA
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1. Cataluña después del catalanismo
Apuntes para un nuevo proyecto político:
Desde finales del franquismo hasta el inicio del proceso separatista, la política catalana se ha desarrollado bajo un consenso general en torno al llamado «catalanismo político». Se ha tratado de un acuerdo tácito en el que han participado la gran mayoría de las fuerzas políticas y sociales; sólo el Partido Popular (antes Alianza Popular) y Ciudadanos en los últimos años se han quedado al margen. Este acuerdo daba por aceptadas e incuestionables algunas premisas que en otras circunstancias habrían sido objeto de debate:
– Cataluña es una nación.
– Cataluña es un solo pueblo.
– El catalán es la lengua preferente, especialmente en la enseñanza.
– Los elementos administrativos que se pueden asociar a España son sustituidos o alterados.
Este catalanismo transversal todavía poco desarrollado y que podía tener sentido en tanto que frente común durante la dictadura, tiene continuidad con la hegemonía política que consigue el nacionalismo en las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña de 1980. La izquierda, gran derrotada en estas elecciones, es incapaz de construir un proyecto alternativo para Cataluña y termina aceptando, acríticamente, el programa del catalanismo llevado a cabo por el recién nacido «pujolismo». Este acuerdo tácito debería contentar a las dos grandes corrientes políticas que se apuntan en el eje nacional. Los nacionalistas catalanes verían reconocidos unos principios básicos que darían personalidad política a Cataluña y los no nacionalistas se conformarían creyendo que esta personalidad se enmarcaría en la nueva Constitución Española de 1978. A partir de este momento y de manera abierta pero también de manera soterrada (hoy paciencia, mañana independencia) se pusieron las bases de la «Reconstrucción Nacional de Cataluña». Los partidos de izquierdas, que son los que asumen mayoritariamente la representación de amplios sectores sociales procedentes del resto de España, no sólo aceptan, acríticamente como decíamos antes, este proceso, sino que colaboran en su despliegue, muchas veces de manera entusiasta.
Por diversas razones (el impacto de la crisis económica y los duros recortes de Mas, la llegada de una nueva generación de líderes a los puestos de responsabilidad, casos como el 3%, como el del Palau, etc.), las cuales ahora y aquí no es el lugar de analizar, en otoño de 2012 el nacionalismo, con el inicio del proceso secesionista, rompe de hecho este consenso tácito. Un sector importante del nacionalismo catalán entiende que el trabajo realizado durante cuarenta años ha dado sus frutos y que ya no necesitan mantener el compromiso de aceptación del marco de la Constitución de 1978.
El otoño de 2017, después de cinco años de «proceso», una parte muy significativa de la sociedad catalana, ante la perplejidad de los partidos de izquierda tradicionales en Cataluña, sale a la calle y hace patente, por otro lado ―desde el otro polo de la sensibilidad territorial―, la aceptación de la ruptura del consenso catalanista. Las últimas contiendas electorales, así como las diferentes encuestas de opinión, nos muestran que la sociedad catalana está partida, en definitiva, por la mitad y que las bases que han aguantado la política catalana ya no sirven. Desde la izquierda, con la voluntad de trabajar para construir sociedades justas e inclusivas, creemos necesaria una nueva definición de aquellas premisas que deben servir de base para conducir en esa dirección a la sociedad catalana.
2. De las identidades
Cataluña es una sociedad plural, tanto en el terreno cultural como también en el terreno identitario. Establecer un perímetro identitario que se limite a recoger la identidad de una parte de la sociedad dejando fuera al resto de identidades de la plural Cataluña significa tratar como anomalía la identidad de esos ciudadanos, Incluida la mayor de las anomalías: considerarlos ciudadanos sin identidad.
Presuponer que una identidad única parcial ―también en el sentido de la sinécdoque: aspirando a la representación de la totalidad― puede substituir a ese conjunto de identidades solo sería aceptable si consiguiéramos superar el debate de identidades étnicas y pasar a un espacio delimitado por el concepto de ciudadanía. La identidad cívica es una identidad generada en las personas por el hecho de vivir en un marco jurídico que garantiza un contrato social positivo (equitativo y justo) para todos, en el que su identidad individual/colectiva tiene cabida siempre que cumpla con los estándares democráticos comúnmente aceptados.
La identidad es además algo referente en primer lugar a la persona. Pese a que un conjunto de personas pueden compartir una determinada identidad etnocultural o etnolingüística, sería difícil que en cada una de ellas se percibiese la misma fórmula identitaria, porque lo habitual es que haya gran cantidad de elementos superpuestos y un amplio conjunto de ingredientes o variables no compartidas. La identidad es algo individual que se materializa de forma colectiva. Se genera en relación con y por relación a. Es decir que es el contacto habitual el que establece una comunión de pautas y percepciones que determinan la saliencia de un determinado aspecto de la identidad (marcador), que tiene siempre una dimensión relacional en el sentido de realzar la diferencia frente a personas que se adscriben a grupos humanos que difieren precisamente en ese aspecto y no en otros. Esto se produce a través de dos procesos típicos de la dinámica de grupos: homogeneización intragrupal y diferenciación intergrupal.
En consecuencia no resulta conveniente esencializar ni sacralizar la identidad. De una parte porque es a la vez contingente, mudable y compuesta; de otra, porque es un producto social de la interacción entre las varias dimensiones de la experiencia humana, en primer lugar, y de la relación con el conjunto cada vez más amplio de personas con las que interactuamos en este universo global y virtual, luego. Finalmente, establecer una identidad fija solo es posible mediante la amputación de ciertas dimensiones y la consiguiente restricción de derechos personales en pro de ese objetivo imposible de la pureza esencial.
Por ello no es aceptable que desde el poder político controlado por partidos con una ideología determinada se pueda exigir o condicionar las identidades de los habitantes de un territorio. En este asunto solo es democráticamente asumible una concepción laica o aconfesional del Poder respecto a la identidad. En todo caso solo es aceptable la pertenencia a la comunidad en cuanto que es la que garantiza espacios de libertad, espacios de derechos y de bienestar, y ampara todas las diferencias que no interfieran con el estatus de ciudadanía.
3. De la lengua en el territorio
En una sociedad mayoritariamente bilingüe ―aunque de forma minoritaria aparezcan hablantes de muchas más lenguas que merecerían una consideración especial― plantear un modelo lingüístico que prime una lengua sobre los derechos y libertades de los ciudadanos, porque se pretende proteger una identidad basada en la lengua y su permanencia en un territorio, es simplemente expulsar a otros ciudadanos de un espacio de igualdad respecto a derechos y libertades. Eso en términos de democracia no es aceptable y además es una fuente de inestabilidad que tarde o temprano irá en contra de las libertades, de los derechos y del bienestar.
Cataluña ha sido hasta ahora una sociedad que permite el aprendizaje de dos lenguas prácticamente por ósmosis comunicacional, es decir, que, espontáneamente, las dos lenguas mayoritarias se aprenden fácilmente en su uso popular, bastando después el aprendizaje culto en el sistema educativo. Las sociedades bilingües permiten así, sin gran esfuerzo personal para el individuo ni presupuestario para la sociedad, aprender dos códigos de comunicación de forma no consciente y sin incidentes. Y el dominio de dos códigos lingüísticos facilita además el aprendizaje posterior de otras lenguas.
Desde que se inició el proceso de construcción nacional, ese hecho fue visto como un problema por los teóricos nacionalistas, que emprendieron la colocación de diques que dificultaran la conjunción lingüística, tanto en la escuela como en la vida cotidiana. Una de las dos lenguas fue vista como un elemento hostil que dificultaba la pervivencia de la otra lengua o al menos su posición dominante. Y en cuanto que a la lengua se la consideraba como el pilar fundamental de la identidad deseada, el bilingüismo ”natural” resultaba en la práctica no deseable. El intento de romper ese aprendizaje “osmótico” puede haber sido un éxito en aquellos lugares en los que el dominio de la lengua pretendida como hegemónica y dominante era mayoritario, dado que el dominio expresivo y culto de la otra lengua quedaba en la práctica abortado. Como corolario se conseguía que, en los lugares en los que era mayoritaria la otra lengua, la que no debía ser dominante, su uso culto dependiera del nivel de recursos familiares.
La presencia institucional y administrativa de ambas lenguas en todos los ámbitos sociales es una pieza fundamental para recuperar ese modelo de aprendizaje de las dos lenguas. Aceptando siempre que en el ámbito privado, el no institucional, son los ciudadanos los que eligen las modalidades de uso de ambas lenguas, decidiendo tanto el modo de relacionarse con su entorno como el modo de gestión de su vida cultural o personal.
En una sociedad bilingüe habría que establecer que la única obligación de los ciudadanos es no forzar a otros a cambiar de lengua. Que cada uno pueda expresarse en la lengua que considere que le va mejor según su propio criterio. Eso puede implicar un bilingüismo pasivo, es decir que uno puede hablar en una lengua y su interlocutor en otra, estableciéndose una comunicación fluida.
4. El mundo educativo
La educación de nuestros hijos respecto a la lengua y a los contenidos de la enseñanza debe plantearse con el objetivo de facilitar a esos niños el desarrollo máximo de sus capacidades, de forma que se les den herramientas que potencien su autonomía y sus logros. Eso quiere decir que no puede haber condicionantes ideológicos que limiten ese desarrollo del niño. Por ello la educación deberá tener en cuenta, al inicio del proceso escolar, tanto la lengua familiar de origen, como la situación económica de la familia, que será la manera de garantizar, si no la igualdad de oportunidades, sí al menos la eliminación de una parte de las desventajas de partida que tienen los niños procedentes de entornos desfavorecidos.
La prioridad no puede ser entonces la llamada “construcción nacional”, que subordina el resultado escolar del niño a esa ideología. Por todo ello es necesario tener en cuenta que los elementos que hay que considerar en el tema identitario y lingüístico tendrán que ver con el objetivo de que, al salir del sistema escolar, los niños hayan alcanzado la competencia suficiente en las dos lenguas.
Para todo ello habrá que considerar el entorno lingüístico y social del niño. Si el entorno es mayoritariamente catalanohablante, habrá que dar un refuerzo que permita a los niños suplir las carencias de su contexto social, disponiendo los medios para que el español esté presente en el espacio educativo y, evidentemente, en el del municipio. De manera que el número de horas de clase en español tendrá que adaptarse a esa nueva situación, sin que ello suponga menoscabo en lo concerniente al aprendizaje del catalán. En el caso de un niño de un entorno familiar y geográfico castellanohablante debería realizarse un esfuerzo similar de aprendizaje en catalán, también con la consideración de que su competencia en español quede igualmente garantizada.
En ambos supuestos se debe tener presente la comunicación de los niños con sus padres para recibir ayuda en los deberes y en las dudas que genera el aprendizaje. Resulta injustificable interferir en las rutinas de la comunicación familiar y privada por motivos patrióticos, además de perjudicial, porque hacerlo afecta al desarrollo emocional, intelectual y social (incluyendo aquí la carrera profesional) del niño.
El tema social debe tenerse en cuenta a la hora de distribuir recursos económicos. Si eso debiera tenerse en cuenta incluso en el caso de que habláramos de un territorio con una sola lengua oficial, debería ser objeto de especial atención en el caso de una comunidad autónoma con dos lenguas oficiales, a fin de impedir que la ecuación lengua y clase se consolide y se convierta en una bomba de relojería etnolingüística. Evidentemente, eso exigiría una aportación de recursos superior en el caso de niños con entornos familiares desfavorecidos. La idea fundamental es que el aprendizaje en general y el de las lenguas en particular sea complementado con recursos que permitan superar dificultades en la educación, fruto de un mayor índice de inmigración, menor soporte escolar por parte de las familias, menores opciones de acceso a actividades extraescolares, etc.
5. División administrativa / Estructura territorial
La división administrativa ha sido uno de los caballos de batalla del catalanismo y/o del nacionalismo catalán. El planteamiento, de tan simple, roza el ridículo: la división provincial introducida en 1833 es sólo un producto del jacobinismo que sustituyó la división administrativa tradicional de Cataluña.
Debe empezar por decirse que, desde finales de siglo XVIII, el pensamiento ilustrado bregó por una racionalización territorial. La ocupación napoleónica organiza un sistema de prefecturas que no respeta en absoluto las raíces históricas. Un ejemplo: la prefectura de Tarragona agrupaba territorio catalán, aragonés y valenciano. Era una mala copia de la división departamental francesa.
El primer intento no impuesto fue el de 1822, durante el trienio liberal, con una división provincial en la que se hallan las raíces de la de 1833. Aunque no agrupaba las provincias en regiones, respetaba las divisiones históricas.
Por lo que respecta a Cataluña, basta dar una ojeada a la topología de la división provincial creada en 1833 para ver que los límites no son arbitrarios, al estilo de los trazados con regla y cartabón en África, por ejemplo, o de los diseñados durante la ocupación napoleónica (aunque nunca incorporada formalmente al Imperio francés, la mayor parte de Cataluña fue dividida en departamentos; no en prefecturas, como el resto de España). Es más, si reseguimos el límite de la provincia de Lérida con las de Gerona, Barcelona y parte de Tarragona, puede comprobarse que dicho límite coincide, a grandes rasgos, con el lingüístico de las modalidades oriental y occidental del catalán.
Con casi 200 años de vigencia, resulta absurda la inquina nacionalista contra la división provincial, sobre todo porque las propuestas veguerías resultan más artificiales que las actuales provincias. Por ejemplo, la supuesta veguería central, con localidades a los dos lados del citado límite lingüístico, no parece tener otro objetivo que el de crear un “bantustán” nacionalista. Un enclave geográfico sin base racional, pero que agruparía administrativamente una serie de municipios de fuerte implantación nacionalista.
Gran parte de la argumentación nacionalista sobre el tema se basa en la división comarcal propuesta por Pau Vila en la década de 1930. Hay un aspecto o rasgo muy importante a resaltar en dicha propuesta: se respetaron escrupulosamente los límites provinciales, de tal manera que la excepción se reduce a una, la Cerdaña. Y la causa es que probablemente es de las pocas, o la única, comarca natural (trasciende a la división estatal entre España y Francia). Porque una de dos: o la división comarcal es artificial, como las provincias a las que se ajusta, o la división provincial responde a criterios no artificiales y por eso la comarcal las respeta. De otra manera no se entendería la manera como cuadran una y otra.
La división en veguerías sería por supuesto un absurdo si no sustituyera a las provincias. Sería poco racional establecer tres divisiones superpuestas: provincias, veguerías y comarcas. Si, además, se quiere respetar la división comarcal existente que, repetimos, se ciñe a los límites provinciales, la organización en veguerías no supondría otra cosa que el fraccionamiento de las provincias. Un sin sentido, cuando en toda Europa se tiende a la creación de unidades territoriales de mayor tamaño. Ejemplos: Italia ha agrupado provincias; Francia ha hecho lo propio con las regiones, y se discute la viabilidad de unidades administrativas tan pequeñas como los departamentos, creados en un contexto histórico en el que el sistema de comunicaciones nada tenía que ver con el actual.
Afortunadamente, la persistencia de la división provincial está en manos del Estado. La única alternativa racional a dicha división sería reducir Cataluña a una única unidad administrativa, que se correspondería a lo que ya empieza a ser urgente: una ley electoral con lista única para toda la Comunidad.
Es exigible la disolución de los consejos comarcales, simple fuente de clientelismo, ya que permiten un control político de los municipios por el consejo correspondiente, premiando a los “buenos” y castigando a los “malos”. Es también urgente una ley que permita la creación de mancomunidades para prestación de servicios basados en criterios de racionalidad administrativa. Por ejemplo, el Área Metropolitana de Barcelona, frente a ese fantoche que constituye la comarca del “Barcelonés”. Tampoco hay que dejar de lado la posibilidad de la creación de mancomunidades que vayan más allá de los límites regionales o, incluso, estatales, al menos por lo que hace a la prestación de servicios. Un ejemplo lo tenemos en la Cerdaña, con un hospital transfronterizo, que sirve tanto a la parte francesa como a la española. Un tratamiento de residuos común está en proyecto.
Un ejemplo futurible de mancomunidad que trascendiera los límites entre autonomías, podría ser el que, más tarde o más temprano, se le va a plantear a Lérida, tan cercana a la raya de Aragón. No creemos que fuera por casualidad que la primera universidad de la Corona se creara en la capital de Poniente, como una forma de servir tanto a Aragón como a Cataluña. Parecería que Jaime II el Justo, su creador en 1300, tenía las cosas más claras que ciertos políticos actuales.
Como consecuencia de todo lo anteriormente expuesto, el actual modelo territorial debería ser cuestionado de raíz. Todo indica que en la práctica ha servido para introducir duplicidades y multiplicar las oportunidades para el clientelismo respecto a los partidos actualmente hegemónicos, además de permitir perpetuar un sistema de partidos determinados por su presencia territorial.
El sistema de comarcas es en este momento una traba que impide desarrollar las potencialidades productivas de territorios que no encajan con el modelo comarcal vigente. El caso paradigmático es la metrópoli existente alrededor del municipio de Barcelona. Después de la disolución de la Corporación Metropolitana de Barcelona, que cubría un amplio espectro de necesidades de una gran metrópoli como lo es Barcelona y su conurbación urbana, tuvieron que crear otros entes que suplieran los servicios que la CMB estaba prestando. La metrópoli de Barcelona es el mayor potencial de generación de riqueza que existe en Cataluña y también en el resto de España, al igual que otros ámbitos metropolitanos españoles, con Madrid a la cabeza. Esto es así en todos los países en los que se produce un elemento de atracción de conocimiento y de utilización más eficiente de diversos recursos: transporte, energía, I+D+i, telecomunicaciones, etc. Probablemente en Cataluña el hecho metropolitano solo es aplicable a la zona de Barcelona y, en menor medida, a la de Tarragona.
Es necesaria una revisión global del actual modelo que permita recuperar el concepto metropolitano sin que sea visto como un peligro para el resto de territorios, sin que se vea sometido a filtros con un trasfondo de miedo identitario. No se cuestiona, con el tratamiento del hecho metropolitano, la necesaria distribución de recursos entre ciudadanos recogida en nuestra Constitución, porque no se pide descentralizar esa función, ya que la redistribución solo es posible con un ente centralizado capaz de conocer las necesidades de todo el territorio.
La estructura territorial debe adecuarse a las realidades metropolitanas existentes, de forma que se puedan aprovechar, en beneficio de todos, los efectos sinérgicos de una metrópoli. Una ley debe reconocer esa realidad como un nuevo actor político.
6. Ley Electoral
La ley electoral debe abandonar la actual distribución que permite que un voto partidista suponga una alteración del mapa político. El hecho de que la Ley electoral actual sea la vigente en toda España nos da una idea del interés de la actual hegemonía política, siempre interesada en establecer barreras jurídicas que nos separen del resto de España, en que no se toque la actual situación discriminatoria respecto a los votantes de las zonas metropolitanas.
La justificación existente para primar la presencia de determinados territorios, dado el tamaño de Cataluña, solo es entendible como una mera excusa para mantener las ventajas que permite a los nacionalistas gobernar por escaños pese a obtener menos votos. La justificación ―más bien excusa― en un territorio como el catalán podría servir también para conseguir que la representación municipal tuviera igualmente necesidad de poner cuotas de barrio. Imaginemos lo que pasaría si se piensa, por ejemplo, en Singuerlin o Santa Rosa en Santa Coloma de Gramenet.
Elaborar una propuesta de Ley electoral realmente proporcional debería ser entendido como una exigencia democrática, en cuanto que dificulta que un voto primado de modo partidista pueda alterar el mapa electoral. Ya sea mediante circunscripción única, ya asegurando la igualdad del valor del voto a nivel provincial, habría que buscar la forma de eliminar tan grave carencia democrática.
7. CONCLUSIONES
– Desde la izquierda, con la voluntad de trabajar para construir sociedades justas e inclusivas, creemos necesaria una nueva definición de las premisas que han regido la política catalana desde finales del franquismo, que deben servir de base para conducir en esa dirección a la sociedad catalana.
– Solo es democráticamente asumible una concepción laica o aconfesional del Poder respecto a la identidad. En todo caso solo es aceptable la pertenencia a la comunidad en cuanto que es la que garantiza espacios de libertad, espacios de derechos y de bienestar y ampara todas las diferencias que no interfieran con el estatus de ciudadanía.
– En una sociedad bilingüe habría que establecer que la única obligación de los ciudadanos es no forzar a otros a cambiar de lengua. Que cada uno pueda expresarse en la lengua que considere que le va mejor según su propio criterio. Eso puede implicar un bilingüismo pasivo, es decir que uno puede hablar en una lengua y su interlocutor en otra, estableciéndose una comunicación fluida.
– La educación deberá tener en cuenta, al inicio del proceso escolar, tanto la lengua familiar de origen como la situación económica de la familia, que será la manera de garantizar, si no la igualdad de oportunidades, sí al menos la eliminación de una parte de las desventajas de partida que tienen los niños procedentes de contextos desfavorecidos.
– El actual modelo territorial debería ser cuestionado de raíz. La estructura territorial debe adecuarse a las realidades metropolitanas existentes, de forma que se puedan aprovechar, en beneficio de todos, los efectos sinérgicos de una metrópoli. Una ley debe reconocer esa realidad como un nuevo actor político.
– Elaborar una propuesta de Ley electoral realmente proporcional debería ser entendido como una exigencia democrática en cuanto que dificulta que un voto primado de modo partidista pueda alterar el mapa electoral. Ya sea mediante circunscripción única, ya asegurando la igualdad del valor del voto a nivel provincial, habría que buscar la forma de eliminar tan grave carencia democrática.
ASEC/ASIC (marzo de 2018)