Archivo del Autor: Félix Ovejero

Perplejos ante el final del espectáculo

Perplejos ante el final del espectáculo

No hay solución posible a nuestros problemas democráticos mientras no se discuta al nacionalismo y su tramposo relato del conflicto. No se puede contentar a quien no quiere ser contentado.

En El arte de amargarse la vida, un clásico librito de psicología relevante y divertido, combinación improbable en ese género, Paul Watzlawick, ilustrando la teoría del doble vínculo, abordaba esas situaciones que, en virtud del marco en el que están instaladas, no conceden salida buena. Cualquier “solución” agrava el problema. Sucede, por un suponer, si nuestra pareja nos pide que le digamos: “Te quiero”. Si respondemos a su requerimiento, nos reprochará que se lo decimos porque nos los ha pedido, y si no, pues confirmaríamos su temor. En fin, que no hay manera. El lío, en realidad, radica en dar por bueno el viciado guion que contempla como aceptable una demanda que, por su naturaleza, no puede ser satisfecha. Para salir de tales encanallamientos vitales debemos romper los falsos dilemas, desmontar el relato.

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El origen de la superioridad moral de la izquierda

El origen de la superioridad moral de la izquierda

La izquierda reaccionaria, aferrada a la defensa de las identidades, es contraria al debate democrático. Descarta la posibilidad de entendimiento. Y es ahí donde asoma la perversa superioridad moral.

En contra de una opinión muy extendida, los ricos no son moralmente peores que los pobres. Y para malos malos, los ricos que vienen de pobre: simpatizan menos con los pobres que los ricos de toda la vida. Tampoco es verdad que los ricos sean más egoístas que los pobres. Ni que tengan peor disposición social. Al menos eso muestran diversas investigaciones empíricas y experimentos sociales que, por una vez y porque son muchos, me ahorro citar. Todos parecen avalar la conclusión de que -para decirlo a la antigua manera- los proletarios no son buena gente.

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Sánchez contra la ‘ventana de Overton’: discutamos la esclavitud

Sánchez contra la ‘ventana de Overton’: discutamos la esclavitud

Con la ayuda de la izquierda, el independentismo ha impuesto su marco mental al conjunto de una sociedad que aspira a romper. Que nos traguemos la cháchara de la conciliación, dados los objetivos, es un delirio

Según parece, el primero en presentar la idea fue el naturalista Louis Agassiz allá por 1860, aunque ha pasado a la historia como la ventana de Overton: al principio las propuestas se descartan por desacordes con la ciencia o el sentido común; más tarde, se critican por contrarias a la religión o la moral; y finalmente, nos parecen obvias. Sucedió con el voto de las mujeres o de los negros, o con el matrimonio homosexual. Está sucediendo con los derechos de los animales y, anticipo, sucederá con los derechos de las máquinas inteligentes. Las valoraciones cambian. Repasen el complicado estreno de la película La vida de Brian, hoy tan aplaudida.

También es la historia de las conquistas políticas: el sufragio universal, los sindicatos, las desamortizaciones, la laicidad, la prohibición del trabajo infantil, los impuestos progresivos, las vacaciones pagadas o la jornada de 40 horas, esas cosas que ahora (casi) todos damos por normales fueron en otro tiempo condenadas como majaderías subversivas contrarias al orden natural. La primera en olvidar esa historia, por cierto, ha sido una izquierda incapaz de reconocer que nuestro mundo se parece mucho al que soñaron sus clásicos.

Normalmente asociamos ese proceso a un aumento de las libertades o los derechos. Ahora discutimos asuntos y propuestas que hasta hace dos días ni imaginábamos. Pero hay otro modo de mirar la ventana. Desde fuera. Porque la ventana es abocinada. De un lado se amplía y de otro se estrecha. La consolidación de unos resultados es inseparable del desprecio de otros. Como en la ciencia, responder unas preguntas supone prohibir muchas de las anteriores, descartarlas no porque se contesten, sino porque se juzgan desprovistas de sentido. Nadie se pregunta cuánto pesa el flogisto, cuál es la densidad del éter o dónde se ubica el alma. Cada avance teórico importante conlleva aligerar el bagaje de falsos problemas. Incluso de problemas morales. Ahora mismo, a la luz de resultados -no siempre concluyentes ni unívocos- de investigaciones neurológicas, algunos se preguntan si hemos de despachar conceptos como el libre albedrío o la responsabilidad, piezas basales de nuestro mundo moral e institucional. Una pregunta prematura, a mi parecer: grandes revoluciones requieren grandes certidumbres.

Visto así, el progreso moral aparece no solo como una ampliación de los debates, sino también como la eliminación de otros. Ya nadie propone reconsiderar la esclavitud o el voto de las mujeres o de los negros. Ni siquiera quienes discuten el sufragio universal, como los libertarios (Jason Brennan, destacadamente), o el sistema de representación mediante votos (los defensores del sorteo), desprecian el principio de igualdad ciudadana. Esas cosas no se tocan. Lentamente, ese poso de prohibiciones se acaba decantando en las constituciones. El «coto vedado» de Garzón Valdés o «la esfera de lo indecidible» de Ferrajoli: un conjunto de derechos fundamentales destinados a proteger las libertades -incluida la satisfacción de necesidades básicas- que no pueden ser reconsideradas (o muy difícilmente).

En España parecía que la derrota del intento secesionista de 2017 conllevó la derrota de sus indignos debates. Pero nos equivocamos. Los dinosaurios morales están otra vez ahí. Las balanzas fiscales, la ordinalidad, las inversiones, la Hacienda propia. Todo ese entramado de temas en los que nos hemos enredado de nuevo asumen el supuesto de que es legítimo discutir si sale a cuenta formar parte de España. Si ese debate se contempla, no se ve por qué los barceloneses no podemos valorar si vale la pena compartir comunidad autónoma con las comarcas más pobres de Cataluña. O si a los españoles no nos iría mejor sin Extremadura o a cada uno de nosotros sin ancianos, discapacitados, enfermos crónicos y otros colectivos desechables, que consumen más que aportan. Todos esos asuntos, en lo esencial, son moralmente idénticos. Si el único que se considera legítimo es el primero es porque para los secesionistas unos son los nuestros y los otros, no. Incluso para los «soberanistas moderados», ese chiste que pasean cada día las páginas de El País: algo así como racistas centristas.

A estas alturas no sorprende que Sánchez haya dado por buena esa trama. O que El País, en posición de saludo, inmediatamente arroje a su brigada de opinión catalana a pasear el cuento de la pacificación. Y sí, nos pacificamos, como el violador y su víctima que se sube la falda. El resultado ya lo vemos: todos embarcados en viciados debates contables. Por cierto, sin que nadie se acuerde del temario completo del acuerdo y su inequívoco espíritu, ese que explica las balanzas: selecciones nacionales, cuya única función es encanallar nuestra convivencia; consolidación de unos procesos de «normalización» lingüística profundamente antiigualitarios y, de facto, racistas (me permitirán que no desarrolle estas tesis, que uno no puede inaugurar cada día la conversación, como si al discutir la contabilidad nacional me pidieran que demostrara los fundamentos de la aritmética). Hay un axioma compartido en esos puntos: «Ciertos conciudadanos (‘españoles’) no son iguales a nosotros». Y por eso hacemos balanzas fiscales selectivas. Solo a unos se los considera conciudadanos. Los demás, extranjeros. Xenofobia superlativa.

Si alguien sale con esas historias, la respuesta debida es un lacónico: «¡A la mierda!». Ni una palabra más. Lo sorprendente es que el PP haya salido con que «el acuerdo no es viable» o con que «van a engañar a ERC», como si el problema fuera la viabilidad o el engaño. Otra vez el Feijóo del «encaje» y la «financiación singular». Los engañen o no, los separatistas -una minoría, incluso entre los catalanes- han ganado: todos estamos aceptando discutir la esclavitud. Incluso si los engañan tampoco pierden. La discusión abandonará los asuntos para pasar a otro terreno en el que los independentistas tendrán razón: el de los incumplimientos.

Algún otro crítico ha recurrido al conjuro de «es inconstitucional», como si por la vía de las leyes orgánicas y la eternización de los recursos ante un Tribunal Constitucional poco dispuesto a poner pegas no estuviéramos asistiendo a un vaciamiento de la ley suprema. Es el gran hallazgo de los independentistas: con una Constitución descosida pueden conseguir la independencia sin los costes de la independencia. La pacificación de la que hablan los mariachis de Sánchez. Si cambiamos las leyes a gusto del violador para despenalizar su delito, seguro que llega el «fin de la unilateralidad». Sin olvidar algo bastante obvio: que algo quepa en la Constitución no lo hace bueno. Un IRPF del 10% como tipo único no es más justo que un IRPF radicalmente progresivo, aunque los dos puedan ser constitucionales.

Una vez más, con la ayuda de una izquierda que parece haber olvidado aquello «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades», el separatismo ha impuesto su marco mental al conjunto de una sociedad que aspira a romper. Que nos traguemos la cháchara de la conciliación, dados los objetivos, es un delirio. Por definición, no cabe acuerdo o estabilidad cuando las metas son excluyentes. El KKK no tenía punto de equilibrio con los defensores de los derechos civiles porque el KKK quería acabar con los derechos civiles. Tampoco los partidarios del matrimonio homosexual y los contrarios. Es una cuestión lógica. O, si les parece muy rotundo, un juego de suma cero: si uno gana, el otro pierde. No hay más. Sánchez está dispuesto a degradar las relaciones entre los españoles (incluidos los socialistas) comprometidos con la nación común al precio de buscar el acuerdo con quienes la desprecian a diario y quieren destruirla, según proclaman.

Les voy a proponer otro guion más acorde con los datos y los principios. Los datos: incluso con el escaso convencimiento con el que se manejó, la aplicación del 155, además de desdramatizar el uso de un artículo de la Constitución que parecía tabú, acabó con las ensoñaciones independentistas. Descubrieron que no todo les estaba consentido y que saltarse la ley tiene precio. El voto independentista bajó y se olvidaron de consultas y alucinadas repúblicas. Ni las pedían ni nadie hacía caso a los pocos que lo hacían. Hoy ERC o Junts no representan a la mayoría de los catalanes. En esas condiciones, la salida más natural en Cataluña era un Illa presidente con el apoyo del PP y Vox, esto es, con los votos de una mayoría de catalanes que respetan la ley, no desprecian a sus conciudadanos y quieren vivir juntos. Lo mínimo. Que no cumple ningún aliado del PSOE.

La propuesta les parecerá lunática y fuera de lugar. Ese es el problema. La mejor demostración de que hemos destrozado la ventana.

El Mundo (20.08.2024)

Sobre la imposibilidad de resolver los falsos problemas

Sobre la imposibilidad de resolver los falsos problemas

En un artículo aparecido hace casi veinte años en el Times Literary Supplement, Jerry Fodor, uno de los mejores filósofos del último medio siglo ―aunque solo sea por su capacidad para revisar sus ideas―, expresó una duda que cualquiera que se dedique a los asuntos del pensamiento cobrando por ello y se tome a sí mismo en serio no puede dejar de compartir, aunque no se atreva a expresarla en público: «En mis días malos, me pregunto para qué sirven los filósofos».

Revista de Libros (19.07.2024)

Democracia, ¡cómo te queremos!

Democracia, ¡cómo te queremos!

Las elecciones francesas confirmarían la crisis de la democracia liberal. No podemos ignorar sus achaques. La autocomplacencia es la peor disposición para abordar racionalmente los problemas colectivos.

Cuando los resultados no gustan, aparecen los cordones sanitarios y nos olvidamos de la consigna, tantas veces repetida durante meses en España: debe gobernar el que más votos obtenga. Mejor Macron, el último, muy último, si le descontamos los votos prestados. Las elecciones francesas confirmarían la crisis de la democracia liberal. Nada nuevo. Cada 50 años, con la regularidad de las estaciones, una oleada de literatura recuerda sus achaques. Hace 100 años (Ortega, Pareto, Michels, Weber, Schmitt, Kelsen), hace 50 (Crozier, Huntington. Watanuki, Pateman) y también ahora mismo. La ola bibliografía más reciente la ha inventariado Emmanuel Todd, sociólogo serio por demógrafo, en su imprescindible La derrota de Occidente. Con una tesis coincidente: la democracia presenta problemas. Montones de libros. Y eso que no incluía uno de los mejores, el de Adam Przeworski, La crisis de la democracia.

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¡Dejen de respetar al pueblo!

¡Dejen de respetar al pueblo!

Mimetizarse con los ciudadanos, atendiendo a sus querencias inmediatas, incluidas las más primitivas, refuerza una extendida confusión, entre votos y calidad de las ideas, con graves implicaciones políticas

Una derrota electoral no equivale a una derrota de las ideas. Lo sabemos todos, incluidos los políticos. Sin embargo, cuando les vienen mal dadas, acatan la tópica cursilería circulante al explicar o justificar sus derrotas, comenzando por la más desastrada de todas: «no hemos escuchado la voz de los ciudadanos (el pueblo, los votantes, etc.)». Una chatarra reforzada no pocas veces con la tramposa metáfora espacial que conduce a delirios como uno que escuché en la radio al día siguiente de las elecciones: «extrema derecha moderada» (les confieso que estaba esperando un remate «…de centro izquierda»). Y, claro, para complacer a todos, y no molestar a nadie, no dicen nada. Perdón, hablan de eficacia, honradez. Y de cumplir la ley. Gestionan. Hasta se muestran orgullosos de la falta de ideología.

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