Latinoamérica vista sin anteojeras ideológicas
Para denunciar dictaduras y satrapías parece imperativo elegir una pinza u otra, y colocársela en la nariz para no captar el hedor de la impostura moral, a la carta.
Héctor Abad Faciolince escribió un libro imprescindible, que tituló tomando prestado un verso de Borges: El olvido que seremos. En él despliega con mimo una exquisita crónica del compromiso inquebrantable con los derechos humanos de su padre, el médico antioqueño Héctor Abad Gómez.
El libro es un canto de amor de un hijo hacia su padre, una historia familiar conmovedora y la admiración sincera por un hombre bueno que fue vilmente asesinado en 1987 por unos sicarios. Esa muerte no ocurrió de la nada, sino resultado del contexto de extrema violencia política de la Colombia de aquellos años.
Detrás de la misma estaba la mano negra de los paramilitares y de una oligarquía política y económica profundamente incómoda ante la labor del médico y activista en favor de la justicia social, comprometido con la salud pública y la dignidad de todos, especialmente de los más pobres, contra la violencia y por los derechos fundamentales de todas las personas.
La obra estremece y da que pensar. Salvando las distancias temporales, Iberoamérica sigue hoy caracterizada por una injusticia y desigualdad estructurales, por las enormes carencias materiales de buena parte de la población, por unas élites terriblemente privilegiadas y miopes, por Estados fallidos incapaces de proveer seguridad y protección social a sus ciudadanos, crónicamente amenazados por la corrupción y por los autoritarismos.
Por desgracia, también hoy seguimos siendo el olvido que seremos. Cuando se analiza la violencia política de Iberoamérica, parece imposible hacerlo sin anteojeras ideológicas y con honestidad. Es imposible, parece también, hacerlo con los ojos abiertos de par en par, sin parches ni olvidos, sin interesadas amnesias ni silencios acomodaticios.
Ocurre cuando hablamos de Venezuela, conversación completamente chamuscada nada más comenzar, repleta de trampas, miradas evasivas y complicidades cerriles.
No costaría nada a cierta izquierda hacer como Boric, Mujica o Lula y reconocer que el régimen de Maduro es básicamente eso: un régimen despótico que conculca libertades, condena al exilio y tortura salvajemente en el Helicoide. Un burdo sistema autoritario, incapaz además de garantizar la justicia social, la igualdad y el progreso.
No costaría nada, además, cumplir con esos elementales deberes éticos, mientras se dice todo lo demás.
Ocurre cuando no pocos de los que hablan de Venezuela todo el día son incapaces de hacerlo con honestidad sobre lo que ocurre en los países del entorno. Cuando son incapaces de condenar lo que acontece en Perú, donde el gobierno de Dina Boluarte fue denunciado ante la Corte Penal Internacional por el asesinato de 49 manifestantes y constantes vulneraciones de derechos humanos.
En donde, hace poco, fue decretado el luto oficial con honores de Estado tras el fallecimiento del dictador Alberto Fujimori.
Por estos lares, por supuesto, casi nadie se ha enterado.
Ocurre, ese mismo olvido, esa amnesia fundida con impúdico silencio, cuando buena parte de la derecha mira hacia otro lado ante la degradación sistemática de Ecuador, bajo el gobierno de Daniel Noboa, con violencia constante, asesinatos (sicariato), control de las cárceles por parte del narco, una crisis diplomática generada con México tras la vulneración de la inviolabilidad consular y denuncias de Human Rights Watch por detenciones arbitrarias y torturas.
Ocurre, vaya si ocurre, con la carnicería de Gaza, con más de 40.000 muertos desde octubre, ante la que calla cómplice buena parte del mundo libre (si es que el sintagma sigue significando algo más que una triste paradoja o un ejercicio de sorna), sometida a una relación de permisividad con cualquier salvajada cometida por Israel, en un ejercicio simpar de infamia y doble moral; como otros trataron burdamente de relativizar la brutal acción terrorista de Hamás.
Ocurre, constantemente, en el guadianesco trato que unos y otros tienen con el derecho internacional, que se invoca a conveniencia y desaparece también cuando los que lo vulneran forman parte de algunos de los «ejes» con los que fantasean los que han convertido la geopolítica en una partida de Risk.
Ocurrió, por supuesto, con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, adonde acudieron prestos a la justificación algunos nostálgicos de la Guerra Fría, tratando de blanquear al ultraderechista Putin. Como si detrás de esa invasión sólo hubiera provocación de Estados Unidos, expansión de la OTAN hacia el Este o respuesta a las salvajadas del ejército ucraniano en el Donbás durante años.
Como si no hubiese, también y en dosis nada desdeñables, el ejercicio práctico de esa cosmovisión reaccionaria de «Gran Rusia», profundamente imperialista, partidaria de la redefinición de unas fronteras políticas (aceptemos que tristemente caóticas y disfuncionales) con criterios étnico-culturales, además de una vulneración insoportable del derecho internacional.
Ocurre constantemente con los voceros de la geopolítica atlantista, consistente en decir «sí, bwana» a cualquier movimiento de fichas que haga Estados Unidos, ante el que se supone que la UE debe responder acrítica y dócilmente.
Vaya sí les ocurre a todos aquellos que son incapaces de reconocer las sangrantes hipocresías de Estados Unidos, el primero de los que debería expiar sus culpas en el concierto internacional porque también es el primero que aparece detrás de tantas injerencias imperiales, vulneraciones salvajes del derecho internacional, golpes de Estado patrocinados para colocar a dictadores, sátrapas, tiranos y asesinos.
Como ocurrió por cierto en las mismas latitudes donde hoy Maduro oficia como tirano.
Y es que Iberoamérica ha sido siempre el banco de ensayo de pruebas por parte de Estados Unidos, no sólo en términos políticos. También, de aquellas pruebas socioeconómicas de la ‘doctrina del shock’, el programa de contrarreformas neoliberales que apadrinaron los Chicago Boys con Milton Friedman a la cabeza, sin olvidar la concurrencia de algunos austríacos como Hayek, defendiendo en El Mercurio de Chile la preferencia por una «dictadura liberal» frente a «una democracia sin liberalismo».
Eran los tiempos en los que la democracia liberal importaba bien poco a muchos de los que hoy ven comunistas detrás de cada esquina. Tiempos no tan remotos en los que las torturas y las desapariciones se fundían en una larga noche represiva.
En donde todo ello era considerado un mal menor indispensable para parar al marxismo y la revolución social cuando las urnas arrojaban resultados que no les interesaban a las clases económicas dominantes. Siempre con el padrinazgo de Estados Unidos, patrocinador y financiador ubicuo de tantos golpes de Estado, de tantos Somoza(s) que en la Historia fueron «hijo(s) de puta, sí, pero nuestro(s) hijo(s) de puta», como dijo Kissinger.
Ocurre hoy en el mundo presuntamente libre, incapaz de mirarse al espejo con una mínima dignidad cuando lleva sus celebraciones deportivas a Arabia Saudí y Catar, y hace pingües negocios con teocracias represivas y criminales, que no parecen soliviantar a los que eligen las vulneraciones de los derechos humanos ante las que indignarse, y aquellas otras para las que, sin embargo, está reservado ese olvido cobarde.
Sigue ocurriendo cuando, para denunciar dictaduras y satrapías, parece imperativo elegir una pinza u otra, y colocársela en la nariz para no captar el hedor de la impostura moral, a la carta, a la que parece necesario que nos adscribamos.
Aún a riesgo de que me acusen de idealista, moralista e incapaz de entender las reglas del realismo político, no puedo aceptar que las mismas excluyan de la ecuación los derechos fundamentales de las personas, el garantismo del Estado de derecho, el pluralismo político, y el repudio a los sátrapas y dictadores que torturan y reprimen al disidente.
Tampoco la importancia innegociable de la justicia social para que una democracia exista realmente, y el rechazo firme a los que blanquean o miran hacia otro lado ante las desigualdades sociales y económicas más lacerantes que condenan a la miseria a millones de personas. Bloqueando por cierto las imprescindibles políticas redistributivas y tratando de blindar un sistema social de «sálvese quien pueda», en el fondo incompatible con la libertad de las personas.
Ese mismo atributo que, según dijo Manuel Azaña, «no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres».
El Español (26.09.2024)